Carta de la Princesa de Beira a Don Juan
Mi muy querido hijo de mi corazón: El tierno cariño que siempre te he profesado, como a tus dos inolvidables hermanos Carlos VI y Fernando (q. e. g. e.) especialmente desde que huérfanos de vuestra querida madre, quedasteis a mi cuidado; y más que esto, el deber sagrado que contraje, casándome con vuestro querido padre, de miraros como a propios hijos míos, me ponen en la necesidad de escribirte ahora. Esto hago, mirando por tu bien Verdadero y el de nuestra familia, y para su salvaguardia de los derechos del trono de San Fernando y del bien general de nuestra amada España. Este bien no se puede conseguir sino por medio de la unión de todos los amantes de la justicia y de las verdades fundamentales del orden y de la sociedad. La unión sólo puede salvarnos; la desunión pone el triunfo en manos de nuestros enemigos.
Ahora bien: no hay duda de que no existe ya dicha unión entre ti y el gran partido monárquico religioso español. ¿Ha de ser perpetua esta división? Graves acontecimientos amenazan; la sociedad está desquiciada, y todo nos hace presumir un grave cataclismo social, y es urgente que cada uno conozca su posición. He aquí por qué yo, después de haber esperado mucho tiempo, y correspondiendo a las continuas instancias que se me han hecho, me he decidido, al fin, a escribirte, manifestándote lo que me dicen muchos españoles de conocido patriotismo e influencia, unos emigrados, otros residentes en España.
Todos apoyados en distintas y sólidas razones, están acordes en que ni pueden ni deben reconocer en ti el derecho a la posesión del trono de tus mayores, a pesar de que eres el llamado a ocuparle, por haberte despojado a ti mismo de dicho derecho. Los principios democráticos que has proclamado, dicen, destruyen por su fundamento toda legitimidad, y con el hecho de proclamarlos has renunciado a tus derechas a la Corona, has abdicado de hecho confesando en uno de tus manifiestos que lo esperas todo de la soberanía nacional. Añaden más: dicen que has apelado al sufragio universal, y que éste te condena, pues de todo el gran partido monárquico español, apenas hay un solo individuo que se haya adherido a ti y a tus principios. Te desecha igualmente todo el partido isabelino, con el cual estás en guerra; sólo queda un puñado de demócratas, quienes, aceptando tus principios, deben desconocer tu persona o servirse de ella solamente como de instrumento para sus fines ulteriores.
A esto se junta que en la monarquía española, según sus venerandas e imprescindibles tradiciones, el Rey no puede lo que quiere, debiéndose atener a lo que de él exijan, antes de entrar en la posesión del trono, las leyes fundamentales de la monarquía. La fiel observancia de las venerandas costumbres, fueros, usos y privilegios de los diferentes pueblos de la monarquía, fueron siempre objeto de altos compromisos reales y nacionales, jurados recíprocamente por los Reyes y por las altas representaciones del pueblo, ya en Cortes por estamentos, ya en Juntas representativas, o explícitamente contenidos en los nuevos Códigos, incluidos todos implícita o explícitamente en el Código universal vigente de la Novísima Recopilación. Ahora bien: tus principios políticos subvierten aquellas leyes, aquellos fueros, aquellas tradiciones y costumbres. Y, sin embargo, la observancia fiel de todo aquello fue siempre una condición “sine qua non” para tomar posesión de la Corona. Porque el monarca en España no tiene derecho a mandar sino según Religión, Ley y Fuero. En consecuencia, cuando el que es llamado a la Corona no puede o no quiere sujetarse a estás condiciones, no puede ser puesto en posesión del trono, debiendo pasar la Corona al más inmediato sucesor que pueda y quiera regir el Reino, según las leyes, y según las cláusulas del juramento. Ahora bien: tus principios políticos están en oposición directa con las leyes de la monarquía española; luego debes renunciar a tus principios, o dejar toda esperanza de reinar en España.
Hay más; las leyes fundamentales de la monarquía española obligan al Rey a jurar que profesará y observará, y hará que se profese y observe, la Religión Católica, Apostólica, Romana en toda la monarquía, con exclusión de todo culto o de cualquiera otra doctrina. Así se ha verificado desde la memorable Asamblea Nacional o tercer Concilio de Toledo, en el año 589. El Rey Recaredo, con toda su grandeza civil y militar, setenta y ocho obispos, los representantes del clero regular y secular, y el pueblo, representado por sus Condes y magnates, juraron en su propio nombre y en el de sus sucesores de observar y de hacer observar siempre en el Reino la Religión Católica, Apostólica, Romana. Han transcurrido ya desde entonces catorce siglos, y no obstante la dominación de los árabes y las diversas dinastías que reinaron luego en España, el memorable compromiso de aquella Asamblea se ha seguido cumpliendo hasta nuestros días. Mas tú quieres de una plumada romper aquel sagrado vínculo de la Religión en España, proclamando la libertad de cultos e introducir por este medio en la nación más anida de la tierra un semillero de discordias y acaso de guerras sangrientas. La libertad de cultos en una nación en donde hay de hecho millones que profesan culto diferente, puede ser conveniente o necesaria; mas en España, en donde todos hacen profesión de católicos, en donde todos confiesan que la Religión Católica es la única verdadera, la libertad de cultos es, no solamente inmoral, sino sumamente desastrosa en política, pues a las divisiones causadas ya por el funesto liberalismo moderno, se juntarían otras mil divisiones en Religión, que convertirían a la España en una Babilonia. La Religión Católica hizo que la España fuese en otro tiempo la primera nación del mundo. Ella hizo que todos los españoles fuesen como un solo hombre: todas estaban unidas en los mismos principios de verdades dogmáticas, morales y sociales, todos eran como un solo corazón, porque les unía la caridad evangélica. Esto mismo es lo que puede hacer que la España vuelva a ser lo que fue, y lo será tan pronto como cese la emulación y la envidia, el egoísmo y las maquinaciones de extranjeros.
Ahora bien: tú, con tu libertad de cultos, no sólo quebrantas una ley fundamental y esencialísima de la monarquía, no solamente no procuras como debieras la unión, sino que siembras de hecho la discordia y acaso, sin saberlo, sirves de instrumento a los enemigos de nuestra prosperidad y de nuestra gloria. Por esto dicen que has perdido todo derecho a la Corona de España. La Religión Católica es su vida nacional y tú pretendes mataría. ¡Ah, hijo mío! ¡Cuánta pena me da el verte imbuido en tales principios! No es esto lo que tu padre y yo te hemos enseñado. En verdad que no sé qué pensar de tu cabeza y de tu corazón.
Sin embargo, debo recordarte lo que tu buen padre te escribió tantas veces sobre tu divorcio y sobre las funestas consecuencias que podía y debía acarrearte a ti y a tu familia si no volvías a reunirte con tu excelente y piadosa esposa Beatriz y con tus hijos. Yo misma te he amonestado muchas veces de esto en mis cartas; pero todo fue en vano. Ahora bien: los españoles dicen, y desgraciadamente con razón, que tu divorcio es un escándalo público que dura ya diez años. Este escándalo es siempre un mal grave para la Iglesia y para la sociedad; pero para uno que se presenta como candidato a la Corona de España es un mal gravísimo. Y si a este escándalo se junta la libertad de cultos que prometes, los españoles temen que pudieses un día, cayendo de abismo en abismo, venir a ser para España lo que Enrique VIII fue para Inglaterra, separándola a fuerza de violencias y martirios de la Iglesia Católica. ¿Cómo quieres, pues, que se adhieran a ti? ¿Cómo pretendes que te reconozcan por su Rey legítimo? Eso es imposible. El escándalo que parte de tan alto causa horribles estragos en las costumbres y en la sociedad toda entera. Y una nación como la España no podría sufrir por largo tiempo un Rey semejante, aun cuando ocupase el trono. ¿Con cuánta más razón no desecharía a quien en medio de tal escándalo le pretende? ¿No harás, al fin, que cesen tantos males? Pues entonces ya puedes renunciar para siempre a tus pretensiones a la Corona de España.
Los españoles no podían menos de reconocer que las principios políticos que tú profesas están ya más o menos explícitamente condenados por la Iglesia Católica como subversivos de toda religión, de todo orden, de toda sociedad. Y así, dicen: que no sólo los condena la Iglesia Católica, sino también la razón y la conciencia, junto con la experiencia de casi un siglo de revoluciones y trastornos que han causado en Europa. El espíritu del siglo y del progreso, de que tú hablas tanto en uno de tus manifiestos, es lo que expresamente condena Pío IX en su alocución de 18 de marzo de este año; y en ella va enumerando las razones y motivos que tiene para condenarlo como anticatólico y antisocial. Por consiguiente, la nación católica por excelencia no puede menos de reprobar lo que él reprueba, no puede menos de condenar lo que el Santo Padre condene. ¿Cómo, pues, podría la católica España aceptar por Rey a un Príncipe que profesa principios que la Religión Católica condena, que la conciencia reprueba, que la experiencia demuestra ser desastrosos? Eso sería querer directamente los males que cooperan a la mina entera de la nación, sería simplemente ser parricidas. Puede haber hombres malos que sean tan enemigos de su patria, porque en ningún tiempo faltaron traidores; pero que lo quiera el gran partido monárquico-religioso español, que al fin es la gran mayoría de la nación, es imposible. Tú excitas en uno de tus manifiestos a los carlistas a que se adhieran a tus principios, pero ¿cuántos lo han hecho? Según mis noticias, solamente uno o dos, de tan poca buena fama como tu secretario Lazeu. Ni podías esperar otra cosa de hombres que supieron sacrificar todo por sus principios. Pero ya tú les habías preparado el camino para esta repulsa, que te hace poquísimo favor. Pues dicen ellos: ¿Cómo hemos de reconocer por nuestro Rey legítimo a un Príncipe que renegó de su ilustre padre el Rey don Carlos V, de toda su familia y de todo el partido monárquico? Es verdad que, con respecto al renegar de tu padre, has hecho como si te disculpases; pero tu defensa ha sido peor que la acusación que dirigiste contra él. ¿Son acaso tus principios los mismos que él defendió con tanta firmeza y constancia? ¿No son diametralmente opuestos? Tu augusto padre, mi querido esposo, defendió sus derechos de legitimidad, y tú los destruyes con tu soberanía nacional; tu padre combatió contra la revolución por espacio de siete años; tú te has echado en brazos de la revolución; tu padre peleó por la conservación de los principios sociales; tú proclamas ideas que conducen directamente al comunismo y socialismo; tu padre quiso íntegro y respetado el principio de autoridad, sin el cual no es posible la sociedad; tu proclamas el espíritu de libertad e independencia que acaba al fin con toda autoridad; tu padre defendía la Religión Católica, atacada por la revolución; tú proclamas la libertad de cultos, que al fin conduce al indiferentismo y al ateísmo.
Dime, ¿no es esto renegar de tu padre y de sus principios? Y renegando de tu padre y al mismo tiempo de tus hermanos y de tus principios, ¿cómo podrías esperar que te siguiese el gran partido monárquico-religioso español, que hizo por él y por su causa innumerables sacrificios? Pero tienen aún otra razón poderosa para no adherirse a ti, pues en tus proclamas has tratado al partido monárquico, se puede decir, a latigazos. Y en eso has mostrado, no sólo falta de tacto político, sino suma ingratitud. Si algún día podías haber llegado al trono, sólo podía ser apoyado en el partido monárquico; tú necesitabas de él más que él de ti. Y fue suma imprudencia política tratarle con ignominia y separarte de él. Además, sacrificándose por tu padre y por su causa, el partido monárquico se sacrificó también por ti y por tus respectivos derechos. ¿Qué Rey en Europa tuvo jamás hombres semejantes a los del gran partido monárquico español? ¿Encontrarás tú hombres entre los demócratas de toda Europa que sirvan como sirvieron nuestros voluntarios, en ejército de cuarenta mil hombres, en medio de privaciones y miserias, contentándose con mal uniforme y escasa ración, y esto no obstante, dispuestos siempre a pelear? Y, sin embargo, a estos hombres los has llamado mezquinos y desleales. Sacrificaron, unos, su bienestar y el de sus familias, su posición y su porvenir; otros están cubiertos de honrosas cicatrices, y todos, desde hace veintisiete años, viven, o en la emigración, o en el más inmerecido ostracismo, sólo por ser fieles a sus principios; y no obstante, tales hombres no merecieron de ti más que improperios. ¿Y después de esto pretendes que te sigan? No, eso es imposible.
Esto y otras muchas cosas me dicen los españoles en sus cartas y en sus exposiciones; una añaden que para ellos es de gran peso, y es que mi querido e inolvidable hijo Carlos VI (q. e. g. e.) te declaró incapaz de reinar por el hecho de no ratificar la renuncia de Tortosa, pues el motivo principal y casi único de no ratificarla y de no darle la forma legal que le faltaba, fue tu conducta política, fueron tus principios anárquicos y subversivos, como consta de su manifiesto del mes de diciembre, de su retractación y de la carta que con ésta mandó a Isabel. Si hubieras sido semejante a Carlos VI en política, certísimamente ni él hubiera pensado en retractarse, ni ningún monárquico hubiera hecho la mayor instancia. Esto hecho, creen no les queda otro remedio para salir del paso sino reconocer por su Rey legitimo al sucesor inmediato, que es tu hijo Carlos, y yo, muy a pesar mío, querido hijo mío, no puedo menos de confesar que el partido monárquico español tiene razón; sus principios, tú lo sabes, son mis principios, y la consecuencia que sacan de todo esto es muy justa y legítima. De manera que, a mi parecer, tú te hallas en la imprescindible necesidad de, o renunciar a tus principios políticos con una retractación franca, sincera y pública, o de hacer una abdicación positiva y pública de tus derechos en tu hijo. Lo primero te costará un sacrificio, pero sería un sacrificio de un corazón noble que sabe vencerse a sí mismo, lo cual es la más noble de las victorias y del todo conforme a la Religión santa que profesamos. Sacrificar el amor propio, la vanidad, hacerse superior a todo respeto humano, modo no ser conforme a las falsas máximas de un mundo corrompido; sin embargo, hay momentos en la vida del hombre en que sus deberes para con Dios, para con la Patria, exigen esos y mayores sacrificios. Y el no hacerlos cuando lo prescribe el deber es faltar a la generosidad y a la grandeza de ánimo, es mostrar, o terquedad en el error, u obstinación en el mal.
¿No quieres hacer tal sacrificio, que yo te pido encarecidamente por tu bien, por amor de tus hijos, por amor de nuestra ama da Patria, amenazada de una subversión total, política y religiosa? ¿No quieres volver, en fin, a los verdaderos principios? Pues entonces, cumple lo segundo abdicando de una manera legal y pública en favor de tus hijos. Ya que adoptas los principios democráticos, debes ser franco. Los españoles no aman hombres de dos caras. Si quieres llevar el gorro republicano, debes dejar las insignias reales. Si piensas llegar al trono por el medio diametralmente opuesto de la democracia, debes dejar el camino expedito a tu Carlos para que lo alcance, si puede, por sus derechos legítimos. En este caso, tú serías siempre padre de él, pero él sería justa y legítimamente tu Rey y el mío. Si, en fin, el trono se ha hecho moralmente imposible para ti, no debes ser un obstáculo para tu hijo en caso de que los acontecimientos le llamen a ocuparlo. Si persistes en el fatal sendero que te hicieron tornar consejeros o pérfidos, o necios, tú serás responsable ante Dios y ante los hombres de los males que hubieras podido y debido evitar.
Reflexiona, pues, querido hijo mío, sobre todo lo dicho; medítalo ante Dios, Rey de los Reyes, que nos ha de juzgar, y acaso pronto, pues la vida es un soplo, y después de haberlo meditado, decídete sin respetos humanos; el remedio a tus propios males y a los nuestros está en que tu corazón, noble y generoso, sepa vencer todas las dificultades.
Espero no me niegues tu respuesta.
Tú me conoces y sabes que, con la gracia de Dios, he sido siempre firme en mis principios políticos y religiosos, y que con ella lo soy, a pesar de todas mis desgracias, y lo seré hasta la muerte. Tengo un verdadero consuelo en repetírtelo en esta ocasión. Dios Nuestro Señor, por la poderosa intercesión de la Santísima Virgen, te ilumine y te conceda su gracia para hacer lo que sea su santísima voluntad.
Así se lo pide y desea, abrazándote tiernamente, tu muy amante madre.
Fuente
editar- Ferrer, Melchor: Historia del Tradicionalismo Español, tomo XXII. Páginas 214-220.