Carta de Emiliano Zapata a Victoriano Huerta

1913 Carta de Emiliano Zapata a Victoriano Huerta.

Campamento revolucionario, abril 11 de 1913.


Sr. general Victoriano Huerta. México, D.F.

Muy señor mío:

El coronel Pascual Orozco, Sr., se ha presentado en este campamento, haciéndome conocer, por medio de una carta suscrita por usted el 22 de marzo último, la comisión de paz que se le ha conferido para entrar en arreglos con este centro revolucionario; me ha dado detalles y propuesto verbalmente las condiciones para que acceda a la sumisión y reconocimiento del gobierno de usted, a fin de que lleguemos a un acuerdo y se consolide la paz en la República.

Para resolver este delicado asunto de trascendencia para el pueblo mexicano, he consultado la opinión de la Junta Revolucionaria que dirige los movimientos armados del sur y centro, así como la opinión particular de los jefes revolucionarios de varios Estados, que reconocen nuestros ideales, simbolizados en el Plan de Ayala; y de común acuerdo hemos resuelto que solamente haremos la paz dentro de los principios que nos sirven de bandera desde 1910.

En la conciencia de todos está que el gobierno provisional de la República, que usted representa, no es emanado de la revolución, sino pura y simplemente emanado del cuartelazo felixista, que como usted comprenderá, no consultó para nada a los elementos revolucionarios de mayor significación en el país, ni le sirvieron de norma los principios que constituyen el lábaro revolucionario de la República.

En consecuencia, si el movimiento rebelde del ejército pretendió secundar a la revolución en sus principios e ideales, ¿por qué no procuró ceñir todos sus actos a los principios proclamados?

Y si procedió de un modo particular, aislado, sin respeto a los derechos ajenos y violando todo lo noble y sagrado de la causa del pueblo, es evidente que el depósito del poder que se le hizo no es legal y debe ser substituido por el que signifique la representación honrada de la colectividad revolucionaria.

En medio de los derechos violados, de las libertades ultrajadas, de los principios vulnerados y de la justicia escarnecida, no puede existir la paz, porque de cada boca brota un anatema, de cada conciencia un remordimiento, de cada alma un huracán de indignación.

La paz sólo puede restablecerse teniendo por base la justicia, por palanca y sostén la libertad y el derecho, y por cúpula de ese edificio, la reforma y el bienestar social.

El pueblo mexicano en 1910, cuando de una tiranía sin precedente y de un viejo régimen conservador simbolizado en el Sila mexicano, Porfirio Díaz, solicitó y exigió reivindicaciones de libertades, derechos y una reforma luminosa que desencadenara la corriente de su progreso, se hizo oír en la prensa, en la tribuna, en el parlamento, en todas partes; pero la tiranía, sorda a las vibraciones de la palabra y ciega ante los relámpagos del pensamiento, permaneció aletargada en el poder, como Luis XVI al clamoreo estentóreo de La Bastilla, hasta que el pueblo se hizo escuchar por medio de las balas 30-30 y el rimbombar de cañones y ametralladoras, en los campos de la lucha fratricida.

Luis XVI, al toque de La Marsellesa fue al patíbulo, y Porfirio Díaz, a los magníficos acordes del himno nacional mexicano, fue al Ipiranga, perdonado por el pueblo.

Los tiranos, por medio de los golpes y estremecimientos de la palabra, no escuchan, sino por medio de los golpes de las manos.

Entonces, como ahora, la revolución había tocado a su fin; el triunfo con un poco de más entereza hubiera sido radical; pero la ambición de mando, que siempre domina a los hombres de espíritu mezquino, detuvo los ímpetus de aquella avalancha que hubiera barrido totalmente con los elementos leproso-políticos del malestar nacional; pero los convenios de Ciudad Juárez, fraguados más bien por la debilidad que por la fuerza de las circunstancias, demolieron el triunfo de la revolución que en vez de ser vencedora, resultó vencida.

Los principios naufragaron, y el funesto triunfo de los hombres se redujo a substituir un déspota por otro que a su cetro de tiranía aunó el despotismo más escandaloso que registran las etapas de los tiempos.

Con detrimento de los principios, se dijo en aquella vez que el pacto de Ciudad Juárez, mortaja de 14 000 víctimas, era la salvación de la República, que economizaba sangre y sacrificios de vidas, y ya ve usted qué equivocación más estulta. Nos condujo al más formidable matadero de hombres y a la más escandalosa inundación de sangre.

Madero y la revolución se entregaron a sus enemigos; Madero desertó de su centro político, abdicó del evangelio de su apostolado, tomó el puñal de Nerón para hundirlo a la revolución, como aquél a la legendaria Agripina, y, ¿usted conoce el desenlace fatal de esta tragedia?

Nosotros, entonces como ahora, no permitimos el ultraje y la burla que se hizo a la fe jurada, volvimos nuestras armas contra los perjuros: Madero y sus cómplices.

Y después de un rudo batallar, de una era prolongada de sacrificios, frente a una decena de días trágicos, del cuartelazo sangriento en que usted y Félix Díaz jugaron el principal papel, contemplamos a la dictadura maderista demolida y a Madero transformado en un cadáver físico y político.

Frescos aún los acontecimientos, cuando todavía humeaba la sangre en los patíbulos y en la arena de los combates, cuando todavía estaban insepultas las víctimas envueltas en un sudario de sangre y la capital de la República ostentaba el crespón de duelo, al final de la jornada, todos esperábamos el triunfo radical de la revolución; pero desgraciadamente no fue así; se asesinó a Madero en las sombras de la noche, y a las cascadas de oro de la luz del día se pretende asesinar a la revolución.

Quienes triunfaron fueron los enemigos de ella y el cuartelazo formado por éstos, tomando el nombre de la revolución y ostentando como trofeo de su victoria los cadáveres mutilados de Madero y Pino Suárez, exclaman: que ha triunfado la revolución, como si la positiva revolución de nuestro país no tuviera más bandera que matar y asesinar.

Si el ejército, en el golpe de Estado que efectuó, se hubiera unido a la revolución por principios y sanas convicciones, y no para dar los destinos de la nación a quien quisiera de sus jefes; si hubiera respetado al elemento revolucionario dentro de los principios que son el objeto de sus ideales, entonces sí podría decirse con orgullo y timbres de gloria que la revolución había triunfado; pero en nuestra conciencia y en la de la nación está que la revolución por segunda vez ha sido derrocada y burlada por sus antagonistas de 1910.

Este nuevo desastre nos viene a restaurar por segunda vez el sistema conservador porfiriano-científico, consistente en mátalos en caliente a la sombra de la noche, sin formación de causas; en hacer de la justicia un escarnio; del pueblo un rebaño de viles esclavos, y de los derechos y libertades, la más estupenda de las bancarrotas.

Los destinos de una nación no pueden quedar en manos de aquellos que para estancar su progreso y sofocar los fuegos de la revolución, apelan a un terrorismo propio de los tiempos inquisitoriales, poniendo en juego quemazón de pueblos, coronamiento de racimos de cadáveres humanos en los árboles de los bosques, lo mismo que en los postes telegráficos, violación de mujeres en masa por la soldadesca federal, y en fin, otros crímenes que la pluma se resiste a describir; díganlo si no los pueblos de Morelos, Oaxaca y Chihuahua. y la paz no puede hacerse con los ejecutores de los mandatos de la tiranía conocida con el nombre de legalidad que a última hora la traiciona, para entronizarse en ese puesto.

Hay que pensarlo y meditarlo, poniéndose la mano en el corazón de patriota; que la paz no puede obtenerse cuando la ignominia mancilla nuestra frente y la tiranía, con razonamientos sofísticos y promesas de espejismos, trata de atarnos de pies y manos al carro gaberbio de un triunfo para exhibir el cadáver de Madero, y el cadáver de la revolución, como segundo trofeo de su victoria.

Si realmente se encuentra animado de los mejores deseos para hacer la paz de la República; si las tendencias no son otras que respetar los principios de la revolución y hacerlos triunfar, si como me dice, está dispuesto a obtener resultados prácticos para hacer la paz, me permito el honor de proponerle una manera más eficaz para obtener la solución de ese problema, y es la siguiente: que se respeten los principios de la revolución, y para no vulnerar los derechos de nadie, que se establezca el gobierno provisional de la República, por medio de una convención donde esté representado por delegados el elemento revolucionario de cada Estado y de toda la República, donde los movimientos armados, cualesquiera que ellos sean, estén debidamente representados como dije antes, y constituyan el gobierno provisional legítimamente emanado de la revolución, de un modo deliberado y razonable.

Y la misma convención será quien sujete al crisol de la discusión los principios e intereses de la misma revolución, a fin de que queden suficientemente garantizados.

Dentro de esta esfera de acción, en mi pobre concepto, creo que la consecución de la paz nacional es indubitable; no habrá causa ni pretexto para sacrificar más sangre, porque pueblo, ejército y partidos, quedarán fusionados en la concordia universal que será la salvación de la patria.

Pero si lejos de llevar a la práctica los principios de la revolución, se continúa perseverando en el sistema de gobierno implantado con menosprecio de nuestras aspiraciones, entonces no nos queda más recurso que el que hemos adoptado: llevar a la revolución al triunfo definitivo.

Con las protestas de mi alta consideración, soy S.S.S.

Emiliano Zapata