Carta de Andrés Niporesas al Bachiller
Mi querido bachiller:
Todas tus cartas he recibido, y no he contestado a ninguna, merced a esta pereza del país que nos tiene a todos poco menos que dormidos; pero comoquiera que me preguntes varias cosas que te puede ser de alguna satisfacción saber, irete contestando parte por parte, o como pueda, que ya sabes que en punto a coordinar mis ideas no soy fuerte, y en punto a expresarlas, soy flojo. En cambio, de las buenas prendas lógicas y oratorias que me faltan, encontrarás en mí una buena fe a prueba del siglo XIX, más que mediana inocencia, sana intención, y lo que vale más que todo, un respeto, que te ha de asombrar, a todas las cosas, y un miedo, que habrás de conocer por muy saludable, a todas las personas.
Pongo párrafo aparte para elogiarte mi desconfianza, porque lo merece: ésta es tal, que desde pequeñito dieron en llamarme por apodo Niporesas, apodo que pasó a ser apellido, así como hay apellidos que pasan a ser apodos. Todo el mal de mi desconfianza está en vivir yo más en lo pasado que en lo presente: es el caso que he sido tonto, lo cual no es poca fortuna, porque hay otros que lo son todavía, y muchísimos que lo serán hasta que se mueran; he sido tonto, es decir, que me han engañado muchas veces: de aquí procede que en el día estoy reducido a no creer más que en Dios, porque en cuanto a creer en los hombres, me voy con muchísimo tiento. Dejemos esto aquí, porque la materia es resbaladiza, y no quisiera que dieran tormento a lo que escribo.
Mucho me agrada cuanto me dices acerca de las Batuecas; son, efectivamente, muchas las ventajas que llevan a otros países, como dices muy bien en tus números, no sé cuántos, que esto es material; al fin es mi país y tengo en eso fundada mi vanidad, aunque no hay un motivo. Convengo sobre todo contigo en que a los batuecos no les falta más que hablar, que es precisamente lo mismo que suele decir un amigo mío de cierto sujeto que tú conoces, que es tonto y feo, y además pícaro, y un si es no es tartamudo.
Me parece, con todo eso, que este país promete no ha mucho tiempo que hubiera creído si yo hubiera sido capaz de creer, como llevo dicho, que a la vuelta de un par de siglos ya no habría batuecos sobre la superficie de la tierra: en este supuesto, pudieras haber arrojado por la ventana tu recado de escribir, porque hubiera llegado el caso de que tus desmedidas alabanzas hubieran venido a ser inoportunas; pero como acaso las volvamos presto a merecer, porque eso está en la posibilidad de las vicisitudes humanas, y todo se puede esperar de nuestro buen natural, te aconsejo que no borres todavía las Batuecas de tu mapa.
Te doy la enhorabuena porque ya te han abierto las Universidades, quiero decir que dejarás de ser autor para volver a tus estudios. Al fin te va en ello lo que va de ser tonto a no serlo, y lo que va de bachiller a licenciado o doctor, porque supongo que te graduarás inmediatamente, cesando de escribir folleticos que no valen lo que pesan, y que te pueden pesar más de lo que te valen.
Me preguntas del estado de mi familia: voy a informarte como pueda de la suerte de cada uno. Antoñito está de enhorabuena: le concedieron la gracia de capitán, con sueldo y todo, por los méritos de su padre, que hace ya lo menos cuatro años que está sirviendo a S. M., con cuarenta mil reales: con estos méritos le han hecho esta gracia al niño. Me alegrara que le vieras, tan mono como está, con sus dos charreteritas y su espadita, que parece un juguete. ¿Qué quieres? ¡En esa edad! ¡Ocho años! Nos llena la casa de pajaritas de papel; dice que son los enemigos, les corta la cabeza, y es una risa todo el día con él. Ya puede un criado no servirle pronto; le da un palo, lo cual nos hace mucha gracia a todos, y nunca se le olvida decirle que tiene qué sé yo cuántos miles de reales de sueldo. Su madre se le come a besos. Es de advertir que el señor capitán está ya en medianos, y muy adelantado en la gramática, de donde inferimos todos que ha de ser un gran militar.
También está Miguel de enhorabuena, porque le han hecho nada menos que teniente: verdad es que llevaba cuarenta y dos años de servicio, con haberse hallado en todos los encuentros de importancia que ha habido en ese tiempo, haber estado dos veces prisionero y tener diecisiete heridas, y un ojo de menos. ¿Pero qué es eso comparado con una tenencia? Ello es que le han premiado ya, y está que brinca de gozo. Él pretende pasar al regimiento donde es capitán Antoñito, todo por el placer de estar juntos. ¡Como son parientes! Y como le quiere tanto, suele decir que, aunque teniente, de buena gana le enseñaría a ser capitán. No se puede negar que tiene Miguel un alma excelente. Como el otro es un chico, no hay duda en que podría aprovechar algunas leccioncillas de su tío.
A Juanito le hicieron joven de lenguas: con este motivo ha tomado maestro de francés, y aun dice que le tomará de inglés, porque eso sí, aunque ya lo esté colocado, es muy racional y no se desdeña de aprender; dice que no parece bien en un joven de lenguas no saber ninguna, en lo cual tiene alguna razón, y manifiesta ser muy despejado. Su fortuna le ha valido, porque se susurra que pretendían la plaza seis muchachos de mucho provecho, pero como dicen, no tenían hombre. Amigo, que se la busquen de otra manera, que no todos han de ser jóvenes de lenguas.
Frasco, a quien conoces, ha tenido más desgracia. Solicitó una plaza de Vista de no sé dónde: entregó el Memorial tal como a las cuatro y cuarto, porque supo que a las cuatro estaba agonizando el que la tenía, y aunque en rigor todavía no había muerto, debía de morir de allí a poco. Pero le dijeron que llegaba tarde, porque ya estaba dada. ¡Qué prontitud de demonios! En vano alegó sus grandes conocimientos en la materia y la exactitud que tiene acreditada. La plaza de Vista se la dieron a un buen señor, ciego por más señas, o poco menos: dicen que se habían compadecido de él porque se veía arruinado, de resultas de una trabacuenta. ¡Cierto que ha sido una caridad! ¡Pobrecillo!
Jorge volvió; como que le cogió la amnistía de medio a medio; pero está rabiando; quería que le hubiesen devuelto el destino que tenía hace diez años, es decir, cuando chiquito... Mira tú quién se acuerda ya ahora de... Es el caso que lo tiene otro.
Julianita hizo una muy buena boda: casó con un joven muy despejado y rico. Por supuesto, que tuvo habilidad para ocultarle que había tenido un hijo de aquel otro querido que la obsequió cuatro años (hijo que tiene ocultamente en un colegio). El tal joven tiene una índole excelente, y se hace querer de toda la familia; está loco con su boda. Días pasados decía que se atrevía a poner las manos en la lumbre por la virtud de su mujer; mira tú si es atrevido. A propósito, añadía que en su vida se hubiera casado con una viuda, porque él había buscado siempre una mujer nueva para enseñarla a sentir, y se daba la enhorabuena de haberlo conseguido.
Me preguntas si he pretendido yo también alguna cosa; voy a responderte. Yo no pretendo ningún empleo, porque sé que no me lo han de dar, aunque batueco. Ya me lo han ofrecido muchos, pero nunca ha cuajado. Ello sí, dicen que soy muy despejado, que cuente con ello, que espere un poco... Ahora no es el momento oportuno, ni antes lo ha sido nunca. Unas veces he llegado demasiado tarde, y otras demasiado temprano: mira tú si soy torpe. No parece sino que estudio con el mismo Barrabás. Sin embargo, tengo muchos protectores y como soy útil para algunas cosas, y me lo aseguran tantas veces, podrá ser que llegue el caso de creer algún día que me han de dar algo. Más te diré. A veces, cuando oigo a algunos, me lo llego a creer, como que me tengo de salvar, ayudándome Dios, que es sobre todo, y la penitencia y buena vida que tengo pensado hacer. Ya ves que en esta parte casi infrinjo el sistema de mi desconfianza.
Por lo demás, no pretendo; pero no dejo de conocer que no hay cosa como tener oficina y sueldo, que corre siempre, ni más ni menos que un río. Se pone uno malo, o no se pone; no va a la oficina, y corre la paga; lee uno allí, de balde y al brasero, la Gaceta y el Correo, y un cigarrillo tras otro, se llega la hora de salir, poco después de la de entrar. Si hay en casa un chico de ocho años, se le hace meter la cabeza, aunque no quiera ni sepa todavía la doctrina cristiana, y hételo meritorio. ¿No sirve uno para el caso, o tiene un enemigo y le quitan de en medio? Siempre queda un sueldecillo decente, si no por lo que trabaja ahora, por lo que ha dejado de trabajar antes. Aunque estas razones, capaces de mover un carro, no me tuviesen harto aficionado de los destinos, sólo el ser del país me haría gustar de esas gangas, tan naturalmente como gusta el pez de vivir en el agua. Eso de estudiar para otras carreras, ni está en nuestra naturaleza, ni lo consiente nuestro buen entendimiento, que no ha menester de semejantes ayudas para saber de todo.
Otras ventajillas de los empleos se pudieran citar; hay unos, por ejemplo, en que se manejan intereses y hay sobrantes... Da cada uno cuentas, o no las da, o las da a su modo. No que a mí esto me parezca mal; no, señor. A quien Dios se la dio, San Pedro se la bendiga. Algunos te dicen a eso que no tiene gracia que a cada mano por donde pasen aquellos ríos se le pegue siempre algo. A eso pregunto yo si es posible que llegue el caso de que no se le pegue nunca nada a nadie. Ello es que hay cosas de suyo pegajosas, y si te arrimas mucho a un pellejo de miel, por fuerza te has de untar, sin que esto sea en ninguna manera culpa tuya, sino de la miel, que de suyo unta.
Otros empleíllos hay, como el que tenía un amigo de mi padre: contaba este tal veinte mil reales de sueldo, y cuarenta mil más que calculaba él de manos puercas, pero también recaía en un señor excelente que lo sabía emplear. El año que menos, podía decir por Navidades que había venido a dar, al cabo de los doce meses, sobre unos quinientos reales en varias partidas de a medio duro y tal, a doncellas desacomodadas y otras pobres gentes por ese estilo; porque, eso sí, era muy caritativo, y daba limosnas... ¡Uy! De esta manera, ¿qué importa que haya algo de manos puercas? Se da a Dios lo que se quita a los hombres, si es que es quitar aprovecharse de aquellos gajecillos inocentes que se vienen ellos solos rodados. Si saliera uno a saltearlo a un camino a los pasajeros, vaya; pero cuando se trata de cogerlo en la misma oficina, con toda la comodidad del mundo y sin el menor percance... Supongo, verbigracia, que tienes un negociado, y que del negociado sale un negocio; que sirves a un amigo por el gusto de servirle no más; esto me parece muy puesto en razón; cualquiera haría otro tanto. Este amigo, que debe su fortuna a un triste informe tuyo, es muy regular, si es agradecido, que te deslice en la mano la finecilla de unas oncejas... No, sino ándate en escrúpulos, y no las tomes; otro las tomará y, lo peor de todo, se picará el amigo, y con razón. Luego, si él es el dueño de su dinero, ¿por qué ha de mirar nadie con malos ojos que se lo dé a quien le viniere a las mientes, o lo tire por la ventana? Sobre que el agradecimiento es una gran virtud, y que es una grandísima grosería desairar a un hombre de bien que... Vamos... bueno estaría el mundo si desapareciesen de él las virtudes si no hubiera empleados serviciales ni corazones agradecidos.
Lo mismo digo acerca de que te va a pedir un favor una señora, acaso bien parecida, o con alguna hija que lo es. ¿Cómo te niegas a oír a una señora que va con su hija? Era preciso tener entrañas de tigre. Yo te aseguro que éste sería para mí uno de los puntos en que nunca se quedaría rezagada mi galantería. ¡Jesús! ¡Una señora!
Agrega a esta que para ser oficinista, con saber darse tono, con hacer esperar a los hombres y a las feas en la sala de audiencia, diciendo el portero que el señor oficial está sumamente ocupado; con no conocer a nadie al entrar y al salir; con ahuecar la voz, estirarse el corbatín y perder el expediente, ya está más que aprendido el oficio. No es decir esto que no los haya por otro estilo; pero ya tendría yo curiosidad de ver algunos.
Luego hay hombres que no sirven para otra cosa, entre nosotros, y son los más. -«¿Qué ha de ser usted sino empleado?» -me decía días pasados un ultrabatueco-. «¿Querrá usted que en estas Batuecas unas gentes acostumbradas a su oficina, y sus once, y su Gaceta, y su cigarro, vayan a enfrascarse en la cabeza media docena de ciencias y artes útiles, como las llaman, para vivir de otra manera que han vivido hasta ahora, sin el descanso de la mesada, ni los gajes de manos puercas? Bien sabe Dios que eso es tontería, porque yo y los que a mí se parecen, que no son pocos, tenemos las cabezas mejores que para ciencias y artes para moldes de pelucas, y lo digo con vanidad. A buen seguro que mi padre, y aun mi abuelo, nunca supieron lo que era un libro; era todo lo más si sabían firmar, y el uno murió de ochenta y cinco años y el otro de noventa; ni conocieron nunca lo que era dolerles una uña; y no le parezca a usted que eran unos pelagatos, porque fueron empleados toda su vida, tanto que se puede decir que les salieron los dientes en la oficina, y cuando murieron, el uno tenía una venera y el otro tenía dos.»
Y tenía razón el batueco. Ya ves tú, pues, que si no pretendo no es porque desconozca yo lo que lleva consigo un empleo. Yo no le encuentro a esta carrera más inconveniente que uno, y es que hay pocos empleos; si no ya tendría yo el mío; esta es nuestra desgracia, porque como las revoluciones, conforme han dado en hacerlas en el día, no son sino cuestiones de nombre, todo el toque está en estos altos y bajos, en saber cuáles de unos o de otros han de ser dueños del cotarro. Ello no hay sino diez empleos (que es el mal que nos aflige) y veinte pretendientes. Yo considero que todo estaba arreglado con que hubiera veinte empleos y diez pretendientes; ni yo sé cómo no han dado en esto, siendo una verdad que salta a los ojos.
Asómbrate, sin embargo: como hay hombres para todo, un batueco de estos que a ratos no lo parecen, me decía ayer hablando de esto: -«Los batuecos que quieren bien a su patria han de empezar por apartar el pensamiento de los empleos y quemar todos los memoriales hechos y por hacer: si el gobierno necesita hombres, hombres buscará, pues ya sabe dónde están, y bien conocidos son; al que no le busquen, que no se haga buscar él, sino que hinque el codo y se aplique. Si hay un país en que pueda un hombre hacerse un bienestar por cualquier ramo de artes o ciencias, es éste, donde hay de ellas tanta escasez. Pero si esperan a llamar buen gobierno a aquel que a cada vecino le dé veinticuatro mil reales de renta por su manifiesta adhesión, nunca le habrá para las Batuecas, porque el que más y el que menos somos adictos y muy adictos a tomar la paga el último día del mes y aunque sea el primero del siguiente. Agregue usted a esto que el seguir en el carril de hasta ahora es desnudar a un santo para vestir a otro, y santo por santo, voto a bríos, que bien se está quien se está vestido. Sí, señor don Andrés; aquí no tendremos un principio de esperanza sino cuando conozcan todos la necesidad de no sacar más sangre de este cuerpo ya desangrado; cuando tengan mis compatriotas ideas moderadas, un plan uniforme, una marcha prudente, menos egoísmo, menos miedo, menos partidos y colores, menos pereza y holgazanería; cuando el cielo nos envíe luz para ver y aplicación para trabajar; cuando tengamos, en fin, el verdadero deseo de ser felices, que mucho lleva adelantado para serlo quien de veras lo desea, porque el cielo es tan bueno que querrá probablemente todo lo que nosotros de veras queramos.
Mira tú, mi Bachiller, por donde se apeó el batueco. ¡Vaya que hay hombres locos! ¡Luz para ver! Mejor nos estamos a oscuras; de esta manera Dios sabe lo que uno puede topar a tientas; vez hay que se anda uno a buscar tal cosa, y se encuentra debajo de la mano tal otra que no había visto. Lo más que puede suceder es que hagamos, jugando a buscar el bien, lo que hace el que juega a dar con la piñata, que suele dejársela a las espaldas, y atinar con un palo a los concurrentes, que esto ya se ha visto.
Yo, como sé que todas esas quimeras que a uno le cuentan son bobadas, porque me llamo Niporesas, y conozco mi patria y mis batuecos como mi casa y mis hijos, a mis empleos me atengo; la semilla ha de caer en buena tierra, y si no, no echarla.
Y con esto concluyo mi carta, que las cartas no han de ser tan largas como nuestro remedio, ni tan cortas como nuestros alcances.
Te he contestado cumplidamente a la tuya. Te he dado noticias de mi familia y de mi persona, y aun de mis opiniones; ahora ruega tú a Dios que los que me protegen me den pronto un empleíllo de esos de manos puercas, para dar en tierra con mi desconfianza, porque de no, me habré de meter a descontento, y es mal oficio. Si, por el contrario, me lo dan, le serviré como cada batueco, o me servirá él a mí por mejor decir; entonces sí que diré que vivimos en la prosperidad, como algunos quieren que lo crea por pruebas que no son pruebas. Tu amigo,