Carta a Federico Enríquez y Carvajal
Sr. Federico Henríquez y Carvajal
Amigo y hermano:
Tales responsabilidades suelen caer sobre los hombres que no niegan su poca fuerza al mundo, y viven para aumentarle el albedrío y decoro, que la expresión queda como vedada e infantil, y apenas se puede poner en una enjuta frase lo que se diría al tierno amigo en un abrazo. Así yo ahora, al contestar en el pórtico de un gran deber su generosa carta. Con ella me hizo el bien supremo, y me dio la única fuerza que las grandes cosas necesitan, y es saber que nos la ve con fuego un hombre cordial y honrado. Escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación o de humanidad. Y queda, después de cambiar manos con uno de ellos, la interior limpieza que debe quedar después de ganar, en causa justa, una buena batalla. De la preocupación real de mi espíritu, porque Vd. me la adivina entera, no le hablo de propósito: escribo, conmovido, en el silencio de un hogar que por el bien de mi patria va a quedar, hoy mismo acaso, abandonado. Lo menos que, en agradecimiento de esa virtud puedo yo hacer, puesto que así más ligo quebranto deberes, es encarar la muerte, si nos espera en la tierra o en la mar, en compañía del que, por la obra de mis manos, y el respeto de la propia suya, y la pasión del alma común de nuestras tierras, sale de su casa enamorada y feliz a pisar, con una mano de valientes, la patria cuajada de enemigos. De vergüenza me iba muriendo ―aparte de la convicción mía de que mi presencia hoy en Cuba es tan útil por lo menos como afuera― cuando creí que en tamaño riesgo pudiera llegar a convencerme de que era mi obligación dejarlo ir solo, y de que un pueblo se deja servir, sin cierto desdén y despego, de quien predicó la necesidad de morir y no empezó por poner en riesgo su vida. Donde esté mi deber mayor, adentro o afuera, allí estaré yo. Acaso me sea dable u obligatorio, según hasta hoy parece, cumplir ambos. Acaso pueda contribuir a la necesidad primaria de dar a nuestra guerra renaciente forma tal, que lleve en germen visible, sin minuciosidades inútiles, todos los principios indispensables al crédito de la revolución y a la seguridad de la República. La dificultad de nuestras guerras de independencia y la razón de lo lento e imperfecto de su eficacia, ha estado ―más que en la falta de estimación mutua de sus fundadores y en la emulación inherente a la naturaleza humana― en la falta de forma que a la vez contuviese el espíritu de redención y decoro que, con suma activa de ímpetus de pureza menor, promueven y mantienen la guerra, y las prácticas y personas de la guerra. La otra dificultad, de que nuestros pueblos amos y literarios no han salido aún, es la de combinar, después de la emancipación, tales maneras de gobierno que ―sin descontentar a la inteligencia primada del país―, contengan y permitan el desarrollo natural y ascendente a los elementos más numerosos e incultos, a quienes un gobierno artificial, aun cuando fuera bello y generoso, llevara a la anarquía o a la tiranía. Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con ella, en vez de acabar. Para mí la patria no será nunca triunfo sino agonía y deber. Ya arde la sangre. Ahora hay que dar respeto y sentido humano y amable al sacrificio; hay que hacer viable e inexpugnable la guerra; si ella me manda ―conforme a mi deseo único― quedarme, me quedo en ella; si me manda ―clavándome el alma― irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor. Quien piensa en sí, no ama a la patria: y está el mal de los pueblos ―por más que a veces se lo disimulen sutilmente― en los estorbos o prisas que el interés de sus representantes ponen al curso natural de los sucesos. De mí espere la deposición absoluta y continua. Yo alzaré el mundo. Pero mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir callado. Para mí, ya es hora. Pero aún puedo servir a este único corazón de nuestras repúblicas. Las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de la América inglesa, y acaso acelerarán y fijarán el equilibrio del mundo. Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles, y yo, a rastras, con mi corazón roto.
De Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de Cuba? ¿Vd. no es cubano, y hay quien lo sea mejor que Vd.? ¿Y Gómez, no es cubano? ¿Y yo? ¿Qué soy, y quién me fija suelo? ¿No fue mía, y orgullo mío, el alma que me envolvió, y alrededor mío palpitó, a la voz de Vd., en la noche inolvidable y viril de la Sociedad de Amigos? Esto es aquello, y va con aquello. Yo obedezco, y aun diré que acato como superior dispensación, y como ley americana, la necesidad feliz de partir, al amparo de Santo Domingo, para la guerra de libertad de Cuba. Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo de la mar hace la cordillera de fuego andino.
Me arranco de Vd., y le dejo, con mi abrazo entrañable, el ruego de que en mi nombre, que sólo vale por ser hoy el de mi patria, agradezca, por hoy y para mañana, cuanta justicia y caridad reciba Cuba. A quien me la ama, le digo en un gran grito: hermano. Y no tengo más hermanos que los que me la aman.
Adiós, y a mis nobles e indulgentes amigos. Debo a Vd. un goce de altura y de limpieza, en lo áspero y feo de este universo humano. Levante bien la voz: que si caigo, será también por la independencia de su patria.
Su
José Martí
Montecristi, 25 de marzo de 1895