Carta (Escrita de Londres a París por un americano a otro)

​Carta (Escrita de Londres a París por un americano a otro)​ de Andrés Bello


    Es fuerza que te diga, caro Olmedo,
 que del dulce solaz destitüido
 de tu tierna amistad, vivir no puedo.
   
    ¡Mal haya ese París tan divertido,
 y todas sus famosas fruslerías,
 que a soledad me tienen reducido!
   
    ¡Mal rayo abrase, amén, sus Tullerías,
 y mala peste en sus teatros haga
 sonar, en vez de amores, letanías!
   
    Y, cual suele el palacio de una maga,
 a la virtud de superior conjuro,
 toda esa pompa en humo se deshaga.
   
    Y tú, al abrir los ojos, no en oscuro
 aposento, entre sábanas fragantes,
 te encuentres, blando alumno de Epicuro;
   
    Sino, cual paladín de los que errantes
 de yermo en yermo, abandonando el nido
 patrio, iban a caza de gigantes.
  
    Te halles al raso, a tu sabor tendido,
 rodeado de cardos y dejaras,
 cantándote una rana a cada oído.
   
    Y suspirando entonces por las caras
 ondas del Guayas (Guayaquil un día,
 antes que al héroe de Junín cantaras),
   
    Digas: «¡Oh! venturosa patria mía,
 ¿quién me trajo a vivir do todo es hecho
 de antojos, de embeleco y de falsía?
   
    A Londres de esta vez, me voy derecho,
 donde, aunque no me aguarda el beso amante
 de mi Virginia, ni el paterno techo,
   
    Me aguarda una alma fiel, veraz, constante,
 que al verme sentirá más alegría
 de la que me descubra en el semblante.
   
    Con él esperaré que llegue el día
 de dar la vuelta a mi nativo suelo,
 y a los abrazos de la esposa mía;
   
    Y mientras tanto bien me otorga el cielo,
 ¡oh Musas! ¡oh amistad! a mis pesares
 en vuestros goces hallaré consuelo».
   
    Ven, ven, ¡ingrato Olmedo! ¡Así los mares
 favorables te allanen su ancha espalda,
 cuando a tu bella patria retornares;
   
    Y cuanta fresca rosa la esmeralda
 matiza de sus campos florecidos,
 Guayaquil entreteja a tu guirnalda;
   
    Y a recibirte salgan los queridos
 amigos con cantares de alegría,
 por cien bocas y ciento repetidos!
   
    Ven, y de nuestra dulce poesía
 al apacible y delicioso culto,
 vuelva ya tu inspirada fantasía.
   
    Otro se goce en el feroz tumulto
 de la batalla y la sangrienta gloria,
 a la llorosa humanidad insulto;
   
    Otro encomiende a la tenaz memoria
 de antiguos y modernos la doctrina,
 de absurdos y verdades pepitoria;
   
    mientras otro que ciego se imagina
 en sólidos objetos ocupado,
 y también a su modo desatina,
   
 intereses calcule desvelado,
 y por telas del Támesis o el indo,
 cambie el metal de nuestro suelo amado.
   
    Te manda el cielo que el laurel del Pindo
 trasplantes a los climas de occidente,
 do crece el ananás y el tamarindo;
   
    do en nieves rebozada alza la frente
 el jayán de los Andes, y la vía
 abre ya a nuevos hados nueva gente.
   
    ¡Feliz, oh Musa, al que miraste pía
 cuando a la nueva luz recién nacido
 los tiernezuelos párpados abría!
   
    No llega nunca al pecho embebecido
 en la visión de la ideal belleza
 de insensatas contiendas el rüido.
   
    El Niño Amor la lira le adereza;
 y díctanle cantares inocentes
 virtud, humanidad, naturaleza.
   
    Huye el loco tumulto de las gentes;
 y a los dolores que codicia irrita,
 prefiere el campo, y árboles, y fuentes.
   
    O por mejor decir, un mundo habita
 suyo, donde más bello el suelo y rico
 la edad feliz del oro resucita;
   
    donde no se conoce esteva o pico,
 y vive mansa gente en leda holgura,
 vistiendo aún el pastoral pellico;
   
    ni halló jamás cabida la perjura
 fe, la codicia o la ambición tirana,
 que nacida al imperio se figura;
  
    ni a la plebe deslumbra, insulsa y vana,
 de la extranjera seda el atavío,
 con que tal vez el crimen se engalana;
   
    ni se obedece intruso poderío,
 que, ora promulga leyes, y ora anula,
 siendo la ley suprema su albedrío;
   
    ni al patriotismo el interés simula,
 que hoy a la libertad himnos entona,
 y mañana al poder, sumiso, adula;
   
    ni victorioso capitán pregona
 lides que por la patria ha sustentado,
 y en galardón le pide la corona.
   
    ¡Oh! ¡cuánto de este mundo afortunado
 el fango inmundo en que yacemos dista,
 para destierro a la virtud criado!
   
    Huyamos dél, huyamos do a la vista
 no ponga horror y asombro tanta escena
 que al bien nacido corazón contrista.
   
    ¿Ves cómo en nuestra patria desenfrena
 sus furias la ambición, y al cuello exento
 forjando está otra vez servil cadena?
   
    ¿No gimes de mirar cuál lleva el viento
 tantos ardientes votos, sangre tanta,
 cuatro lustros de horror y asolamiento,
   
    Campos de destrucción que al orbe espanta,
 miseria y luto y orfandad llorosa,
 que en vano al cielo su clamor levanta?
   
    Como el niño inocente, que la hermosa
 fábrica ve del iris, que a la esfera
 sube, esmaltado de jacinto y rosa,
   
    Y en su demanda va por la pradera,
 y cuando cree llegar, y a la encantada
 aparición poner la mano espera,
   
    Huye el prestigio aéreo, y la burlada
 vista le busca por el aire puro,
 y su error reconoce avergonzada;
   
    Así yo a nuestra patria me figuro
 que, en pos del bien que imaginó, se lanza,
 y cuando cree que aquel feliz futuro
   
    de paz y gloria y libertad alcanza,
 la ilusión se deshace en un momento,
 y ve que es un delirio su esperanza;
   
    fingido bien que ansioso el pensamiento
 pensaba asir, y aéreo espectro apaña,
 luz a los ojos y a las manos viento.
   
    Huyamos, pues, a do las auras baña
 de alma serenidad lumbre dichosa,
 que, si ella engaña, dulcemente engaña;
   
    y este triste velar por la sabrosa
 ilusión permutemos, que se sueña
 en los floridos antros de tu diosa.
   
    dame la mano; y sobre la ardua peña
 donde el sagrado alcázar se sublima,
 podrán dejar mis pies alguna seña;
   
    mas ¡ay! en vano mi flaqueza anima
 tu vuelo audaz, que, al fatigado aliento,
 pone pavor la levantada cima.
   
    Sigue con generoso atrevimiento
 a do te aguarda, en medio el alto coro
 de las alegres Musas, digno asiento.
   
    Ya para recibirte su canoro
 concento se suspende, y la armonía
 de las acordes nueve liras de oro.
   
    Y llegas, y te sientas, y Talía,
 que al áureo cinto arregazó la falda,
 la copa te presenta de ambrosía.
   
    Y ciñe tu cabeza con guirnalda
 de siempre verde lauro que matiza
 purpúrea flor, y azul, y roja, y gualda.
   
    Y luego que las cuerdas armoniza,
 el coro celestial en nuevo canto
 celebra tu llegada, y solemniza.
   
    «Alma eterna del mundo, numen santo,
 tutela del Perú (cantan ahora,
 y su onda Castalia enfrena en tanto),
   
    «Envía sin cesar luz bienhechora,
 que cesó de tu tierra la rüina,
 y libre ves al pueblo que te adora.
   
    «La libertad, amable peregrina,
 su templo allí plantó; y allí su llama
 hermosa arde otra vez, pura y divina.
   
    «Y en todos sus oráculos proclama
 que al Magdalena y al Rimac turbioso
 ya sobre el Tíber y el Garona ama».
   
    A encontrar vuela el himno melodioso,
 la hueste de los vates inmortales,
 el cielo, el agua, el viento, el bosque umbroso;
   
    Y vestida de diáfanos cendales,
 ocupa el aire en torno al Inca santo
 bella visión de cándidos cristales
 que con etérea voz repite el canto.