Carta-Manifiesto de Don Carlos a su hermano Don Alfonso (1869)
Mi querido hermano:
En folletos y periódicos se han dado a conocer bastante mis ideas y sentimientos de hombre y de Rey. Cediendo, sin embargo, al general vehementísimo deseo que ha llegado hasta mí desde todos los pueblos de la Península, escribo esta carta, en que no hablo sólo al hermano de mi corazón, sino a todos los españoles, sin excepción alguna, que también son mis hermanos.
Yo no puedo, mi querido Alfonso, presentarme a España como pretendiente a la Corona; yo debo creer y creo que la Corona de España está ya puesta sobre mi frente por la santa mano de la ley. Con ese derecho nací, que es al propio tiempo obligación sagrada; mas deseo que ese derecho mío sea confirmado por el amor de mi pueblo. Mi obligación, por lo demás, es consagrar a este pueblo todos mis pensamientos y todas mis fuerzas; morir por él o salvarle.
Decir que aspiro a ser Rey de España y no de un partido es casi vulgaridad; porque ¿qué hombre digno de ser Rey se contenta con serlo de un partido? En tal caso se degrada a sí propio, descendiendo de la alta y serena región donde habita la majestad y a donde no pueden llegar rastreras y lastimosas miserias. Yo no debo ni quiero ser Rey sino de todos los españoles; a ninguno rechazo, ni a los que se digan mis enemigos, porque un Rey no puede tener enemigos; a todos llamo y les llamo afectuosamente en nombre de la Patria, y si de todos no necesito para subir al trono de mis mayores, quizás necesite de todos para establecer sobre sólidas bases la gobernación del Estado y dar fecunda paz y libertad verdadera a mi amadísima Patria.
Cuando pienso en qué deberá hacerse para conseguir tan altos fines, pone miedo en mi corazón la magnitud de la empresa.
Yo sé que tengo el deseo ardiente de acometerla y la resuelta voluntad de terminarla, mas no se me esconde que las dificultades son imponderables y que no sería hacedero vencerlas sin el consejo de los varones más imparciales y probos del reino, congregados en Cortes que verdaderamente representen todas las fuerzas vivas y todos sus elementos conservadores.
Yo daré con esas Cortes a España una ley fundamental que, según expresé en mi carta a los soberanos de Europa, espero que ha de ser definitiva y española.
Juntos estudiamos, hermano mio, la historia moderna, meditando también sobre grandes catástrofes, que son enseñanzas a los reyes y a la vez escarmiento a los pueblos. Juntos hemos meditado también en que cada siglo puede tener, y tiene de hecho, legítimas necesidades y naturales aspiraciones.
La España antigua necesitaba de grandes reformas; en la España moderna ha habido grandes trastornos. Mucho se ha destruido, poco se ha reformado. Murieron antiguas instituciones, algunas de las cuales no pueden renacer; han intentado crear otras nuevas, que ayer vinieron a la luz y se están ya muriendo. Con haberse hecho tanto, está por hacerse casi todo. Hay que acometer una obra inmensa de reconstrucción social y política, levantando en este país desolado, sobre bases cuya bondad acreditan los siglos, un edificio grandioso en que puedan tener cabida todos los intereses legítimos y todas las opiniones regionales.
No me engaño, hermano mío, al asegurarte que España tiene hambre y sed de justicia, que siente la urgentísima e imperiosa necesidad de un gobierno digno y enérgico, justiciero y honrado, y que ansiosamente espera a que en su dilatado imperio reine la ley, a la cual debemos estar todos sujetos, grandes y pequeños.
España no quiere que se ultraje ni ofenda la ley de sus padres; y poseyendo en el catolicismo la verdad, comprende que si ha de llenar cumplidamente su encargo divino la Iglesia ha de ser libre.
Sabiendo y no olvidando que el siglo XIX no es el XVI, España está resuelta a conservar a todo trance la unidad católica, símbolo de nuestras glorias patrias, espíritu de nuestras leyes, bendito lazo de unión entre todos los españoles.
Cosas funestas, en medio de tempestades revolucionarias, han pasado en España. Pero sobre esas cosas que pasaron, hay concordatos que se deben profundamente acatar y religiosamente cumplir.
El pueblo español, amaestrado por una experiencia dolorosa, desea en verdad que su Rey sea Rey de veras, y no sombra de Rey; y que sean sus Cortes ordenadas y pacífica Junta de independientes e incorruptibles procuradores de los pueblos, pero no asambleas tumultuosas y estériles de diputados empleados o de diputados pretendientes, de mayorías serviles y de minorías sediciosas.
Ama el pueblo español la descentralización y siempre la amó, y bien sabes, hermano mío, que si cumpliera mi deseo, así como el espíritu revolucionario pretende igualar a las provincias vascas a las restantes de España, éstas semejarían o se igualarían en su régimen interior con aquellas afortunadas provincias.
Yo quiero que el municipio tenga vida próspera y propia, y que la tenga la provincia, pero viendo, sin embargo, y procurando evitar abusos posibles.
Mi pensamiento fijo, mi deseo constante, es cabalmente dar a España lo que no tiene, a pesar de mentidas vociferaciones de algunos ilusos; es dar a España la amada libertad que sólo conoce de nombre; la libertad que es hija del evangelio, no el liberalismo que es hijo de la protesta; la libertad, que es al fin el reinado de las leyes cuando las leyes son justas, esto es, conforme al derecho de la naturaleza, al derecho de Dios.
Nosotros, hijos de Reyes, reconocemos que no es el pueblo para el Rey, sino el Rey para el pueblo; que un Rey debe ser el hombre más honrado de su pueblo, como es el primer caballero; que un Rey debe honrarse con el título especial de padre de los pobres y tutor de los débiles.
Hay en la actualidad, mi querido Alfonso, una cuestión temerosísima: la cuestión de Hacienda. Espanta el considerar el déficit en la española; no bastan a cubrirlo las fuerzas productoras del país; la bancarrota es inminente. Yo no sé si puede salvarse a España de esta catástrofe; pero si es posible, sólo su Rey legítimo la puede salvar.
Una inquebrantable voluntad obra maravillas. Si el país está pobre, vivan pobremente hasta los ministros, hasta el mismo Rey, que debe acordarse de Don Enrique el Doliente. Si el Rey es el primero en dar ejemplo, todo será llano; suprimir ministros y reducir provincias y disminuir empleos y moralizar la administración, al mismo tiempo que se fomente la agricultura, proteja la industria y aliente el comercio. Salvar la Hacienda y el crédito de España es empresa titánica a la que todos debemos contribuir, Gobierno y pueblo. Menester es que mientras se hagan milagros de economía seamos todos muy españoles, estimando en mucho las cosas del país, apeteciendo sólo las útiles del extranjero. En una nación hoy poderosísima languidecía en tiempos pasados la industria, su principal fuente de riqueza, y estaba la Hacienda mal parada y el reino pobre; del Alcázar Real salió y derramóse por los pueblos una moda: la de vestir sólo las telas del país. Con esto, la industria, reanimada, dió origen dichoso a la salvación de la Hacienda y a la prosperidad del país.
Creo, por lo demás, comprender lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en ciertas teorías modernas, y, por lo tanto, aplicadas a España, reputo por error muy funesto la libertad de comercio que Francia repugna y rechazan los Estados Unidos. Entiendo, por el contrario, que se debe proteger eficazmente la industria nacional. Progresar, protegiendo, debe ser nuestra fórmula.
Y por cuanto paréceme comprender lo que hay de verdad y de mentira en estas teorías, se me alcanza también en qué puntos lleva razón la parte del pueblo que hoy aparece más extraviada; pero es seguro que casi todo lo que hay de razonable en sus aspiraciones no es invención de ayer, sino doctrinas de antiguo conocidas, aunque no siempre, y singularmente en el tiempo actual, observadas. Engaña al pueblo quien le diga que es Rey; pero es verdad que la virtud y el saber son la principal nobleza; que la persona del mendigo es tan sagrada como la del prócer; que la ley debe guardar así las puertas del palacio como las puertas de la cabaña; que conviene crear instituciones nuevas si las antiguas no bastasen para evitar que la grandeza y la riqueza abusen de la pobreza y la humildad; que debiendo hacerse justicia igualmente a todos y conservar a todos igualmente sus derechos, le está bien a un gobierno previsor mirar especialmente a los pequeños, y directa e indirectamente procurar que no falte el trabajo a los pobres y que puedan sus hijos que hayan recibido de Dios un claro entendimiento adquirir la ciencia que, acompañada de la virtud, les allane el camino hasta las más altas dignidades del Estado.
La España antigua fué buena para los pueblos; no lo ha sido la revolución. La parte del pueblo que hoy sueña en la república va ya entreviendo la verdad; al fin se verá clara y potente como la luz y verá que la monarquía cristiana puede hacer en su favor lo que nunca harán 300 reyezuelos disputando en una asamblea clamorosa. Los partidos, o los jefes de los partidos, codician honores, o riquezas, o imperio; pero ¿qué puede apetecer en el mundo un Rey cristiano, sino el bien de su pueblo? ¿Qué le puede faltar a ese Rey en el mundo, para ser feliz, sino el amor de su pueblo?
Pensando y sintiendo así, querido Alfonso, soy fiel a las buenas tradiciones de la antigua y gloriosa monarquía española, y creo a la vez ser hombre del tiempo presente que no desatiende el porvenir.
Comprendo bien que es tremenda la responsabilidad de quien tome sobre si restaurar las cosas de España; mas si sale vencedor de su empresa, inmensa será su gloria. Nacido con derecho a la corona de España, y mirando en este sagrado derecho una sagrada obligación, yo acepto aquella responsabilidad y busco esta gloria, y me anima la secreta esperanza de que con la ayuda de Dios el pueblo español y yo hemos de hacer cosas grandes; y ha de decir el siglo futuro que yo fui un buen Rey y el pueblo español un gran pueblo.
Tú, hermano mío, que tienes la dicha envidiable de servir bajo la bandera del inmortal pontífice, pide a ese nuestro Rey espiritual para España y para mi su bendición apostólica.
Y a Dios que te guarde, hermano mío. Tuyo de corazón, tu hermano,
Fuente
editar- Ferrer, Melchor: Historia del Tradicionalismo Español, tomo XXIII, vol. 2. Páginas 52-55.