Carnaval de inmortales
Casi, entro en la inmortalidad.
Esto me pasó, de veras, una noche solitaria, luego de extensos amoríos con mi piano (ese armario de notas) y lecturas poetificantes a voz en cogote.
Sentíame singularmente poderoso. Veinte años, robustos, me centrifugaban hacia la gloria y admiraba mi individuo como una de las peregrinas facturas de naturaleza.
Dormí seguro de un porvenir genial y mi almohada convertida en nube, paseaba esta frente coronada de laureles por inmaculadas beatificaciones, elevadas a la séptima celestitud. ¡Oh! ¡fausto acontecimiento!
Por ahí me di cuenta, haber entrado a la galería de celebridades. Galería elástica por donde, tras el olvido, transudaban las cansadas representaciones de ultra-añejas celebridades.
Traspuse el pórtico agravado de la inscripción:
No había portero.
¡Qué fiesta!... Miles, dos miles de personas, hacían carnaval, con disfraces multiformes y policromos.
Yo pregunté a un Pierrot (saltimbanqui de amor) qué causa y objeto eran los del sarao.
-¡No es sarao!... Aquí la cosa es seria... Estás entre los elegidos.
(Pierrot se desmandibuló de risa, a quijada batiente, ni más ni menos que una calavera).
Dejé de mirar este personaje, repugnante y sin sentido común, para asistir a la vida de los demás.
¡Pero!... ¡si los conocía a todos!
Wagner, Aníbal, Mongolffieri, Juan Moreira, Malaquías... se paseaban, como tantos flamencos imbéciles, pomposamente investidos de genio.
¡Oh, qué alegría! ¡Qué alegría!... ¿Entonces yo estaba muerto y equiparado, por los hombres, a los ases de la fama?
¡Qué alegría! ¡Y vaya unos ratos a pasar, de ahora en adelante, terciando con estas grandezas!
Pero ahí viene San Martín, armado de históricas chuletas. De su bolsillo (muy militar) saca un mapa, con cordillera de relieve, lo extiende en el suelo, echándome, por rincón de ojo, una mirada de chico poseedor de chiches, a chico pobre, después de efectuado lo cual, se cuadra soldadescamente justo sobre la ciudad de Mendoza.
¡Algo histórico va a suceder!
San Martín, con ceño conquistador y sonrisa libertadora, levanta un pie, lo pasa al lado de Chile, con mucha prudencia, mientras con el pie argentino hace jueguitos de tobillo, a fin de no perder su centro de gravedad. Concluida esta importante acción, la cara se le plaga de cretinismo satisfecho. Es que ha entrevisto ¡oh porvenir! una futura calle Maipú, en grande Urbis civilizada y satisfactoriamente europea.
Para concluir, el héroe, con heroica marcialidad, vuelve hacia Buenos Aires silbando la marcha de San Lorenzo, sale del mapa, que envuelve cautelosamente, hasta meterlo en su bolsillo militar, me guiña el ojo y van con la música a otra parte, para recomenzar lo concluido. Et sic, per secula seculorum.
Se oye una vocecita de colegial recitando:
-San Martín, general argentino, libertó nuestra patria del yugo español.
-No puede ser, esto es inconcebible; tengo ganas de llorar.
Pero ahí está el Dante.
Erguido, con el Arno a la espalda, perfila su nariz de águila heroica, sobre la policromía, leprada de ventanas, del Pontevecchio.
En su diestra una pluma, en su siniestra, un conglomerado de papeles, cuya carátula lleva el título, DIVINA COMEDIA, en caracteres puro estilo florentino. Es un futuro «libro entre los libros» no para leerse, pero sí para decir que se ha leído; no para entenderse, pero sí para ser comentado.
Estará dividido en tres partes: la primera L'INFERNO, horripilante y seductora, por tratar de pecados irredimibles. De ahí el poeta nos llevará, malgrado el letrero LASCIATE OGNI SPERANZA... al PURGATORIO donde el interés del pecado, cae en lo mediocre. Después viene, después viene... desp... pero me acerco al finado gran poeta, si lo hubo, para inquirirle.
G. -Y ¿qué hace ahí, maestro?
D. -¡Posar para la inmortalidad!
G. -Pero ¿no tiene su libro LA DIVINA...?
D. -¡El libro es lo de menos en estas cosas!
La estampa se nubla, óyese la voz de un profesor que perora.
-«El Dante nació en Florencia por el año...»
-¿Es posible? Me ahogo, mi decepción es limítrofe del llanto.
Pero aparece Beethoven:
Un acorde de marcha fúnebre, incansablemente aullada por variados instrumentos, pseudomusicales, me enturbia de locura, aspirante al vasto sonido.
Beethoven. Cara de genio por excelencia. Un rictus bucal en comisuras despreciativas, bajo la calma bóveda de su frente que inquietan dos cejas vermitorcidas.
¡Aquí! ¡Aquí! Pintores, escultores, aguafuertistas, grabadores. Hermosísima ocasión. ¡Cabeza única para ennoblecer vuestros pinceles, buriles, estecas y planchas!
¡Adelante! Sin respeto... animarse y, a la que te criaste!
Con un paso mecánico, muy de marcha fúnebre, la gran caricatura taciturna pasa, pasa, decreciendo, en los decrecientes acordes de la marcha heroica.
-¿Así te han puesto? ¿Esto eres, mi pobre grande, en la galería de los inmortales?
-Ya no tengo ganas de llorar. Quiero irme, pero me detiene un temblor de ira.
¡Éste es Napoleón!
Petit caporal. (Muy Messonnier).
-¿Y vamos a seguir? Mi indignación es un Nilo. Ya no tiemblo.
Miro, asombrado, la caravana de aquellos aparatosos idiotas, que de pronto rompen a cantar coreando al ritmo de un paso impuesto.
SOMOS LOS GENIOS CONSAGRADOS POR LA HUMANIDAD. TODO MORTAL NOS ADMIRA, ENCOMIA, REPRODUCE E IMITA...
Me sentí arrastrado del brazo, por no sé cuál de aquellos figurones.
-Ven -dijo-, y serás uno de nosotros.
Tiré para atrás, hasta que me soltara y todo el desprecio de mi pie, se estrelló en su cara.
Desperté frío de sudor. Largo rato, pasé mi mano sobre la frente, murmurando nombres deificados. Bruscamente, recordé la escena final y en voz alta respondí al silencio asombrado del cuarto obscuro:
-¿Inmortal?... ¡Paso!
«La Porteña», 1914.