Carlos V en el monasterio de Yuste

El Museo universal (1858)
Carlos V en el Monasterio de Yuste.
de J. R. D.

Nota: se han modernizado los acentos.


CARLOS V EN EL MONASTERIO DE YUSTE.
I.

Descuella entre los grandes personajes de la historia moderna el emperador Carlos V. Reálzale sobre todo el contraste de sus victorias y de sus reveses, de su ostentación de poder y sus constantes apuros, de su ardiente piedad y su resuelta actitud contra los jefes de la Iglesia, de su ruidosa vida y su silencioso acabamiento. Prendió en Pavia a Francisco I, y huyó precipitadamente de lnspruck, por no caer en las manos de uno de los electores de su imperio; se hizo la espada del catolicismo y entró a saco la ciudad de Roma; movió del uno al otro confín de Europa numerosos ejércitos y del uno al otro mar imponentes escuadras, y debió consentir que sus tropas se entregasen al pillaje por no poderles pagar sus servicios; vivió en medio de la agitación de los negocios y el tumulto de los campos de batalla, y pasó sus últimos años junto a los tranquilos y retirados muros del monasterio de Yuste.

Está Yuste en la vertiente de una de las montañas de Extremadura, sobre la pintoresca Vera de Plasencia, en medio de bosques que oculta la bruma y confunden sus j tristes murmullos con los de los arroyos y torrentes. ¿Qué causas pudieron inducir a don Carlos a dejar el mundo por tan solitario retiro?

Atribúyenlo unos a fanatismo, otros a desaliento, otros a deseo de no irritar la impaciente ambición de su hijo Felipe. Para nosotros fue debido en parte a cualidades de carácter, en parte a cansancio, en parte a temores de que no sufriesen menoscabo su reputación y su gloria. Entró por poco o nada la piedad en esa resolución, que dejó atónitas las naciones; por mucho el amor propio.

Era don Carlos muy inclinado a la melancolía y al retraimiento: joven aun, solía buscar, ya en la soledad del claustro, ya en el mudo espectáculo de la naturaleza, el alivio de sus quebrantos. Tenía una constitución vigorosa y robusta; pero fue pronto decayendo gracias a su desenfrenado sensualismo y sus improbos trabajos. De poco más de treinta años, aquejábanle crueles enfermedades que le impedían seguir a caballo sus ejércitos y agravaba de día en día con su insaciable gula. Desconfiado y como tal de extrema reserva, dirigía por si los grandes negocios de su vasto imperio: su mucha actividad intelectual acabó de perturbar su salud y debilitar sus fuerzas.

No concibió, sin embargo, cuando viejo ni enfermo la idea de abdicar y retirarse a Yuste. La concibió veinte años antes de realizarla, al volver de su brillante expedición de Túnez, después de haber vencido por tres veces a la Francia, derrotado a los turcos, héchose dueño de Italia, apoderádose de Francisco I y Clemente VII, y ganado a los berberiscos importantes plazas. Temía indudablemente sucumbir bajo el peso de sus victorias y quería declinar en otro la responsabilidad de los contratiempos que preveía. Estaba ya en Jarandilla, al pie de Yuste, cuando hablando con el embajador de Portugal se lamentaba de no haber cumplido su propósito antes de que la fuga de lnspruck y el levantamiento del sitio de Metz hubiesen empañado el brillo de sus glorias.

Solo su natural melancolía y ese deseo de conservar ilesa su reputación militar y política, pudieron inspirarle entonces tan singular pensamiento; ni los trabajos ni los excesos ni las dolencias habían destruido aun el vigoroso temple de su espíritu. Esas causas le fueron fortaleciendo en su idea y le movieron al fin a ponerla en práctica; no se la suscitaron.

Túvola don Carlos por primera vez el año 1535; la aplazó considerando que, niño aun su hijo, de ejecutarla, dejaba expuestos a grandes peligros y mudanzas sus dilatados dominios. Reinó todavía durante muchos años con próspera suerte: humilló otras dos veces a la Francia, cayó sobre la Alemania, ya medio ganada por la Reforma y presa de vivas y sangrientas discordias, y le impuso silencio dejándola de nuevo sujeta al predominio de la Iglesia católica.

En esa aparente pacificación de la Alemania empezó, con todo, su decadencia. Los protestantes aguzaron en silencio sus espadas, se coaligaron con todos los enemigos del imperio y acecharon la ocasión oportuna para sorprender a don Carlos. Alemanes, franceses, italianos, turcos, tomaron en un día dado las armas y encendieron en cuatro puntos distintos el fuego de la rebelión y de la guerra. Quiso el emperador, que se hallaba en InsprucK, ganar Flandes por la Alta Alemania; pero hubo de retroceder y huir luego dejando malparados su honra y su título de invicto. Solo ya por el tratado de Passau pudo poner fin a la agitación de la Alemania. En ese tratado estaba consignada la libertad religiosa.

Estas derrotas afectaron mucho a don Carlos. Trató de repararlas bajando a Francia con ochenta mil hombres; más no pareció sino que la victoria había abandonado sus banderas. Con ochenta mil hombres no pudo recobrar a Metz que le acababa de tomar el rey de Francia y defendían el duque de Guisa y la flor de la nobleza al frente de un reducido ejército. No se propuso ya más que dar nuevas señales de su poder, y asegurar la paz de sus Estados para llevar a cabo su antiguo pensamiento. Expidió desde luego órdenes secretas para que le construyesen junto a Yuste un pequeño palacio, y dos años después, vencida la Francia en otra lucha, casado su hijo Felipe con la reina de Inglaterra, desconcertados los audaces y ambiciosos proyectos de Pablo IV, sofocada en todas partes la guerra, empezó la serie de abdicaciones que había de preceder a su retiro.

El 22 de octubre de 1555 renunció en Felipe el gran maestrazgo del Toisón de Oro, el 25 la corona de los Países Bajos, el 16 de enero de 1556 la de España y sus dominios. No renunció aun la del imperio de Alemania; pero solo porque toda su familia le suplicó vivamente que conservase el título de emperador, a fin de que no faltase ni a los Países Bajos ni a los Estados de Italia el apoyo de la Alemania.

Alegó para todas sus abdicaciones el estado de su salud, que era en efecto lamentable; ¿mas puede, repetimos, sostenerse que esta fuese la sola causa de su resolución inesperada cuando databa de tan lejos su primer pensamiento? Se sentía no solo débil sino temeroso de que siguiese su mala fortuna y aumentase el número de sus desastres.

Salió Carlos V de Bruselas donde residía desde el levantamiento del sitio de Metz, el día 8 de agosto. Acompañábanle sus dos hermanas Leonor y María y ciento cincuenta oficiales de su antigua y numerosa servidumbre. Bajó a Gante y por el canal a Flessing a donde le aguardaba una escuadra de cincuenta y seis buques. Embarcóse la noche del 12 de setiembre, se hizo a la vela la mañana del 13, aportó el 28 en Laredo. Enfurecióse al ver que no había en este puerto ni la gente que esperaba, ni los fondos que había pedido para pagar su escuadra; más no es cierto, que le pesase de haber abdicado, ni manifestase en público tan inoportuno arrepentimiento.

Permaneció don Carlos en Laredo hasta el 5 de octubre. Tomó el 6 el camino de Valladolid, donde a la sazón residía la corte. Atravesó Castilla sin más comitiva que al dejar Bruselas, sin más escolta que un alcalde y cinco o seis alguaciles. Salían en todas partes a su encuentro la municipalidad, el clero, las personas más importantes del Estado; salianle al paso los pueblos deseosos de ver esa sombra de emperador que tan agitado y revuelto había traído el mundo.

Fue recibido a dos leguas de Burgos por el condestable de Castilla; y entró en la ciudad la noche del 13,estando las calles iluminadas y tocando las campanas en señal de fiesta. Había resuelto no ocuparse de negocios políticos; pero hubo de quebrantar muy pronto una de terminación contraria a sus hábitos. La casa de Albret fue a reclamarle en Burgos la posesión del reino de Navarra que le había sido arrebatada a fuerza de armas, por Fernando el Católico. Carlos oyó al embajador y le remitió a su hijo Felipe, no sin abrigar serias dudas sobre si había sido o no justa la incorporación de aquel reino a la corona de Castilla.

Partió de Burgos a los cuatro o cinco días, escollado por Beamond y sus guardias, y al llegar a Cabezón fue recibido por su nieto Carlos, aquel desgraciado príncipe cuya muerte es todavía un secreto para la historia. Era al parecer el joven Carlos de ardiente corazón y belicosos instintos; pidió a su abuelo que le refiriese sus campañas, y no bien oyó la fuga de Inspruck cuando manifestó disgusto y sostuvo una yotra vez que en su lugar no habría apelado a ese medio. Aplaudió mucho el emperador ese rasgo de dignidad y de firmeza; pero auguró mal del nieto que le pareció muy arrebatado y bullicioso.

El día después de su llegada a Cabezón, el 24 de octubre, entró el emperador en Valladolid ya algo entrada la noche. Aguardábale en palacio rodeada de la corte su hija doña Juana, gobernadora del reino; pasaron a saludarle y a besarle la mano los grandes, los prelados, los altos consejas, y el ayuntamiento, Descansó en Valladolid catorce dias. Comió el 4 de noviembre en público, se despidió tiernamente de su familia, y salió para Extremadura.

Su palacio de Yuste no era todavía habitable. Partió Carlos para Jarandina, situado ya en la Vera de Plasencia, al pie de la montaña donde está el monasterio. Llegó el 11 a Tornavacas junto a la sierra que separa el valle de Jerte de la feroz y pintoresca Vera. Difícil y escabroso el paso de la Sierra, se propuso al emperador rodearla y buscar un camino más practicable: el emperador no lo consintió y ordenó que le llevasen por el Puerto Nuevo. Ya en la cumbre, tendió la mirada por la espaciosa llanura, y después de haberla contemplado por algunos instantes en silencio «No pasaré ya, exclamó, otro puerto en mi vida como no sea el de la muerte. »

Llegó la mañana del 12 a Jarandina y se hospedó en el palacio de los condes de Oropesa de que hoy no quedan sino tristes ruinas: parte de una doble galería de arcos escarzanos en cuyo sólido antepecho se reflejan los últimos rayos de la arquitectura gótica, un sombrío torreón cúbico, paredones vestidos de musgo, patios cubiertos de espesos matorrales. Le habitó don Carlos cerca de tres meses: tuvo en él conferencias importantes que revelan su carácter y la índole especial de su retiro.

Allí fue donde habló por última vez a Francisco de Borja, que antes había militado a sus órdenes y acaudillado ejércitos y gobernado provincias y descollado entre los primeros por su valor y gentileza, y era entonces el humilde discípulo de Ignacio de Loyola. Reveló Carlos en esa larga plática su invencible prevención contra los jesuitas: la ardiente palabra del antiguo duque de Gandia fue impotente para disiparla. Recordaron los dos la idea que se habían comunicado de abandonar el mundo, y se manifestaron uno y otro satisfechos de haber cumplido su palabra.

En Jarandilla recibió el emperador a Lorenzo Pires, embajador del rey de Portugal de quien exigía que dejase pasar a España al lado de Leonor, su madre, a la infanta doña María que tenía en dote un millón de escudos. En Jarandilla volvió a dar esperanzas al enviado de los antiguos reyes de Navarra a quienes no pensaba ya ni en devolver el reino, ni dar nada en recompensa. Desde Jarandilla siguió con avidez la guerra provocada en Italia por Pablo IV, y allí manifestó un vivo sentimiento de que el duque de Alba dejase por respeto al papa de caer sobre Roma y vengar los ultrajes recibidos. Al oírlos había sentido aun el aguijón ese viejo corcel flamenco.

Veíase como hemos indicado desde Jarandilla el convento de Yuste. El cielo estaba en aquellos meses encapotado y lluvioso; el monasterio medio perdido entre las nieblas, la campiña triste. Es un clima muy húmedo para S. M. decía su servidumbre: imposible que persista en su propósito. Mas Carlos V era tardío en resolver, tenaz en ejecutar lo resuelto. Entró en el convento el día 3 de febrero de 1557.

F. Pi y Margall.