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Bien sea porque las prohibiciones reiteradas de El Nasiry me movieran a mayor deseo de lo prohibido, bien porque la holganza diera más espacio a mi curiosidad, ello es que yo quería violar el secreto de aquel oculto mujerío, no por quitarle nada a mi protector y amigo, ni por meterme a seductor de moras, sino por verlas, nada más que por verlas, y dar a mis ojos el sabroso espectáculo de tan interesante aspecto del vivir musulmán. Singularmente aguijaba mi curiosidad aquella Puerta de Dios, belleza única y soberana, al decir de su dueño, la cual no tenía semejante más que entre los ángeles y serafines. Ánimas benditas, ¿cómo sería aquella Bab-el-lah? ¿No me depararía Dios la ventura de ver y apreciar una de sus creaciones más admirables? Bastaríame con una rápida visión de tan sobrehumana belleza, la cual por su perfecta y divina forma no habría de despertar en mí ni el más leve destello de lo que llamaba don Quijote incitativo melindre.

En estas ideas y deseos estuve todo el día siguiente al del comistraje con El Nasiry. Hallándome fastidiado en mi ratonera y habiendo escrito ya todo lo que tenía que escribir, salí a pasearme al patio con más gusto del que me daban los paseos y vueltas por la ciudad, donde poco había que me cautivase, pues todo lo tenía bien visto y examinado. Ocasión es ésta de decir que de mi fastidio era responsable mi protector, pues en Tánger me retenía sin otra razón que no haber llegado el vapor que debía llevarme a Cádiz. Otros vapores anclaban en el puerto; pero iban a Gibraltar o a Marsella, y El Nasiry no quería embarcarme sino para puerto español. Y entre tanto que así me tenía prisionero sin ofrecerme ningún solaz en su casa ni fuera de ella, no me daba los dineros de Papo y Riomesta, que sin duda me habrían servido para que yo buscase algún regocijo en la ciudad. «No te doy la bolsa -me decía-, porque la vaciarás estúpidamente aquí, y no hemos de pedir al marido y al padre de Yohar que te la llenen otra vez». Sin blanca me aburría en mis paseos por Tánger. Nunca me llevaba El Nasiry a la carrera de sus negocios, ni tenía yo ningún amigo judío ni cristiano de quien acompañarme.

Pues como decía, salí a pasearme al patio silencioso, sin que ninguna distracción encontrase en mi ir y venir de animal enjaulado. Mas no sucedió lo mismo a la tarde siguiente, porque me dio por mirar a las altas celosías, y la realidad o mi deseo me hicieron ver sombras o bultos que tras los huequecillos se movían. Mi fantasía loca fingió en algún instante que asomaban por el enrejado los fulgurantes ojos de Bab-el-lah; mas en realidad nada que a humanos ojos se pareciese distinguieron los míos. Lo que sí puedo asegurar es que, más avanzada la tarde, oí cuchicheos, voces arábigas que desmenuzadas e incomprensibles salían por aquel tamiz. No quise yo ser menos que las escondidas moras, y a sus risas correspondí con lo que me pareció más propio: exclamaciones de sorpresa, posturas airosas, miradas interrogativas que partirían los corazones más duros... Pero aquel inocente juego tuvo pronto su fin: oí la voz bronca de Maimuna, y poco después, tras de las celosías no había cuchicheos ni sombrajos; las mujeres con su guardiana y los chiquillos se habían subido a la azotea. Quedé yo consolado de mi fastidio y con esperanzas de nuevos sucesos que abrieran camino para una sabrosa aventura.

Por la noche, después de cenar con El Nasiry, que nada me dijo de mis telégrafos con las moritas, señal de que nada supo, me acosté mecido por mi imaginación en vagorosas ilusiones, y soñé que en mí se reproducía la historia del Cautivo contada por Cervantes en el Quijote. En el patio de mi hospedaje vi el baño de Argel, donde me tenía prisionero el bárbaro renegado Azan bajá, y por las celosías vi asomar la caña con que la misteriosa Lela Mariem me manifestaba ser yo el preferido entre los demás cautivos; vi los movimientos y signos de la caña, y ésta, por fin, me entregaba un papel con amorosos requerimientos escritos en lengua arábiga... El día me despabiló y encendió más en mis románticos deseos, y cuando me lancé a mi vagar vertiginoso por las calles, pensaba en la posibilidad de una aventura gallarda, y me decía: «De fijo, lo primero que ha de preguntarme Beramendi será si he logrado penetrar en un harem y ser dueño de sus poéticos arcanos. Lo menos que pensará el buen señor es que he logrado quebrantar la misteriosa clausura, sobornando eunucos o cortándoles la cabeza, y que en un dos por tres he arrebatado lindamente a la odalisca más hermosa para traerla a mi amor, primero, después a la fe de Cristo nuestro Redentor... Muy desairado será para mí desengañar al Marqués, y declararle que ni he visto harenes más que por el forro, ni he violentado sus puertas, ni menos he sacado ninguna odalisca como no sea en sueños».

Llegó por fin la tarde, que era la más propicia ocasión de mis travesuras, porque siempre, de tres a siete, estaba ausente El Nasiry. Antes de salir al patio, me puse en acecho de los más significantes rumores que vinieran de las celosías; algunos oí, que me parecieron de animada conversación; salí de mi camarín, anduve con cautela por el patio, miré a lo alto, no sin esperanza de ver asomar la caña de Lela Mariem, y de pronto hirió mis oídos un grande estrépito de pasos, golpes, carreras, chillidos de mujeres y llanto de chiquillos. ¡Terrible trapatiesta se armaba en el harem! Sin duda las moritas se tiraban de los pelos, o se azotaban con furia las sonrosadas carnes. ¡Qué ocasión más bonita para subir a ponerlas en paz! Tanto arreció el tumulto que me alarmé de veras, llegando a creer que había fuego en las habitaciones altas... Sí: fuego debía de ser... ¡fuego chillaban las espantadas voces! Movido de un sentimiento humanitario, sin pensar más que en la salvación de mis semejantes, y libre mi espíritu de aquel melindre del serrallo y sus odaliscas, corrí a la escalerilla del rincón, cuyo ingreso está defendido por una puerta; empujé ésta sin acordarme de la prohibición de El Nasiry; entré, subí, salté los primeros peldaños, y aún no había llegado a la mitad de la empinada escalera, de un tramo solo, fatigoso y largo, cuando bajó con veloz descenso, a trompicones, la esclava Maimuna, viniendo a chocar contra mí. Si no la sujetaran mis brazos cuidando de guardar mi equilibrio, habríamos bajado los dos de cabezas.

En el brevísimo instante de mi violento abrazo con Maimuna, vi en lo más alto de la escalera una mujer de gigantesca estatura, negra como el ébano, de hocico largo y labios bozales. Apenas pude apreciar en su poca ropa una tela listada de rojo y blanco; en su cabeza la pincelada chillona de un pañuelo encarnado; en otra parte brillo de aretes, de ajorcas, de no sé qué áureos metales; vi sus largas piernas desnudas; vi el bulto enorme de sus pechos... y viendo esto y algo más con brevedad de relámpago, oí la voz de la negra giganta increpando a Maimuna, y oí también la réplica de ésta. Me bastó el poco árabe que sé para entender el diálogo airado entre la mujer de hocico de mona y la vieja esclava. Recriminaba la de arriba con el dejo de quien ha pegado antes de recriminar. Parecía decir: «Puedo más que tú, bribona, ya lo has visto, y te deshago de un puñetazo. Atrévete conmigo... ¿Crees que me dejo pegar como estas pobres tontas?». Y dijo la esclava: «Guárdate, Bab-el-lah, que ya sabrá El Nasiry tus maldades... Guárdate, Bab-el-lah».

No me dio tiempo la vieja para pensar ni decir cosa alguna, porque, como digo, bajamos los dos hechos una pelota. Aún pude ver, en un segundo relámpago más breve que el primero, otro bulto de mora que rápidamente pasó tras de la negra. Distinguí sólo un caftán listado de verde y blanco... No vi si era blanca o morena la que lo llevaba; oí sollozos, una retahíla de denuestos contra Maimuna... Ésta me empujó, apenas llegamos al fin de la escalera, y desfogando en mí su cólera, lanzome al patio diciendo: «¿Tú, Yahia, qué tienes que ver en esto? Guárdate si El Nasiry sabe que has visto... ¡Si sabe... pobre ratón Yahia! Escóndete, vete a la calle». Antes que yo pudiera responderle, corrió al comedor bajo, de donde salió al punto con un manojo de llaves. Cerró la puerta de la escalerilla y se fue hacia el segundo patio, gruñendo y echando maldiciones. Su cara era un muestrario de arañazos.

Por muchas razones estaba yo turbado y lelo; pero mi mayor confusión provenía del descubrimiento y hallazgo de la divina Bab-el-lah, la cual no podía ser otra que la ferocísima negra que yo había visto, verdadera mula en dos pies. Dos veces habíala llamado por su nombre la esclava. No podía dudar que era ella, la predilecta de El Nasiry, ni que en éste debía yo ver el primero y más salado guasón del mundo. Imposible que aquella giganta jimiosa fuera madre de la linda criatura Luz-il-lah, quien sin duda nació de otra predilecta anterior, o de una esclava blanca... Pensado esto, me puse a reconstruir lógicamente el gran alboroto mujeril en cuyo final intervine a tontas y a locas, y de mi mental trabajo resultó esta hipótesis razonable. Maimuna es jarifa: llaman así a las esclavas viejas de probada lealtad, a quienes el moro confía el gobierno y disciplina de sus mujeres, ya sean esposas, ya esclavas. Tiene la jarifa autoridad para dirigirlas en sus ocupaciones, que más bien son pasatiempos, en sus lavatorios y afeites; tiene poder para obligarlas a guardar la debida concordia, para castigarlas si riñen. Sin duda, Maimuna desempeñaba estas funciones asistida de un vergajo con que vapuleaba las carnes blandas de las odaliscas sin hacerles gran daño; seguramente las tres mujeres de El Nasiry no vivían en completa paz... Imaginaba yo que la horrenda Puerta de Dios formaba sola un bando poderoso contra las otras, para mí de estampa desconocida, y que comúnmente se ponía de parte de Maimuna cuando ésta tiraba de vergajo. Pero también discurrí que como negra y favorita, podía proceder en sentido contrario, favoreciendo a las débiles contra la bárbara tiranía de la jarifa, no menos cruel que un cómitre de galera.

No necesito decir que desde que tal pensé, me interesaron vivamente las otras dos mancebas que imaginaba tiernas, blancas y graciosas, verdaderas flores de serrallo. Por mi desgracia, yo no podría ofrecerles mi protección, ni aun siquiera verlas, pues el lance de aquella tarde apretaría más el encierro y sujeción de las pobres muchachas. Temblando estaba yo de que El Nasiry se diese por enterado de mi intento de subir al harem. Ya tenía yo preparada mi disculpa razonable: «Pensé que ardía la casa... ¿Cómo no acudir a sofocar el incendio?...». Pero mis temores se disiparon aquella noche frente al amo, que nada me dijo, señal de que no le habían contado el lance. Esto me alentó en mis románticos ensueños. Por la noche me escarbaban el corazón no sé qué punzaditas que traduje en esperanzas, y éstas se aproximaron enormemente a la realidad en la tarde siguiente, cuando, hallándome en mis soledades del patio, vi que por los huecos de la celosía asomaban tres blancos dedos, a punto que rasgaba los aires un siseo dulcísimo, como caricias que en mi oído hiciera la voz de los ángeles... La sorpresa y emoción me dejaron inmóvil y mudo.

No eran blancos, como he dicho, sino amarillos, los dedos que en la celosía me hablaban un lenguaje enloquecedor; la natural blancura desaparece bajo el tinte que se dan las moras en manos y pies con una hierba llamada el henna... Púseme bajo la celosía, esperando alguna voz que me aclarase el obscuro lenguaje de los amarillos dedos, y vi que éstos se doblaban en la dirección de la puerta de la escalerilla. Corrí hacia la puerta... tuve buen cuidado de no dar golpes en ella ni hacer el menor ruido, pues lo que hubiera de pasar, forzosamente requería silencio absoluto. Apliqué mi oído a la cerradura y a las maderas; esperé largo rato. Ligera sacudida estremeció la puerta... luego sentí... no diré una voz, sino aliento que por el agujero de la llave salía gozoso en busca de mis oídos. No sentí lo que aquel aliento decía. Con audacia donjuanesca me lancé a iniciar el coloquio de intrigante amor: «¿Eres tú, hermosa Quentza?» pregunté con susurro. Y de dentro vino como un suspiro la respuesta: «No: soy Erhimo».