Carlo Lanza/El viaje á América
¡Qué mundo inmenso llenaba la fantasía de Carlo Lanza en aquel momento del embarco!
¡El en América, realizando su sueño dorado de inmensas riquezas!
Aquella imaginacion febril y activa se trazaba los mayores planes de riquezas, los negocios mas fabulosos y enredados, cuyo resultado era siempre una fortuna inmensa y una posicion espectable y fabulosa.
Sus condiciones de pasagero de primera clase y su buen físico vestido con buenas ropas, le granjeáron desde el primer momento la consideracion del Capitan y de los empleados del vapor, que no viéron en él mas que lo que él quiso decirles: un jóven rico que hacia un viaje de placer por América.
Lanza empezó á tomar á bordo lenguas de lo que era la América, hallando plenamente comprobados los datos que anteriormente habia recojido.
Habia á bordo pasageros que ya habian estado en Buenos Aires, que se habian enriquecido aquí, y que habian ido á dar un paseo por Italia.
A estos se prendió Carlo Lanza como sanguijuela, averiguándoles qué clase de negocios habia aquí y cuales eran los mas productivos.
Las casas de giros y de remision de dinero era las que mas llamaban su atencion, golpeando su fantasía y despertando mil diversos proyectos.
Pero esto sería mas adelante, pues tendria que estudiar su organizacion, su modo de operar y la manera de atraerse una numerosa clientela.
Esto era preciso resolverlo sobre el terreno, estudiando bien el teatro de sus operaciones y la clase de gente con que tendria que luchar.
Lo que sentia Lanza profundamente era la escasez de dinero, pues aunque él contaba con trabajar desde el primer dia de su llegada, apénas tenia el dinero que calculaba suficiente para vivir un mes, conservando el tono del rango que queria representar.
Respecto á los demas negocios no les hacia el honor ni siquiera de detenerse á pensar en ellos.
¿Qué le importaba que en almacenes y fondines se hiciese gran negocio, si sus proyectos estaban basados en las grandes empresas y en las casas bancarias?
El idioma nunca seria un inconveniente, puesto que aquí habia mucha poblacion italiana y seria con ella con la que él debia entenderse.
Se manejaría con italianos, puesto que aquí la colonia italiana era inmensa, hasta que aprendiese el idioma y demas cosas necesarias á los grandes proyectos que tenia ya en estado de gestacion.
Viendo la riqueza y los aires del capitalista paseante que traia el jóven, sus informadores se entretenian en meterle cada macanazo mas grande que el mismo vapor que los conducia.
Y él tragaba todo, no sospechando ni por un momento que todo aquello pudiera ser una broma.
—Los americanos son una especie de salvages á medio civilizar, le decian, sin malicia alguna y con una gran facilidad para soltar el dinero.
No hay mas que ganarles un poco el lado de la confianza y todo esta hecho.
Jamas se preocupan de averiguar quien es uno y de donde viene, ni cuales son sus pensamientos para lo futuro.
Creen sencillamente lo que uno quiere contarles y se acabó.
Y cuando se tiene un físico como el suyo y es uno un hombre jóven y de buena familia, hasta se puede casar cun una americana millonaria, como ha sucedido ya con una infinidad de extrangeros que podriamos contar á usted por los dedos.
Lanza tragaba todo esto con una facilidad estupenda, no dudando un segundo que todo fuera la mas acabada verdad.
Y para hacerlos hablar y para mantener el rango que él mismo se habia dado, no trepidaba en pagar sendas botellas de vino, lo que disminuia poderosamente su capital.
—La América tiene entrañas de oro, pensaba, poco me importa llegar allí sin un medio, puesto que el crédito es tan fácil de adquirir.
Se inventa cualquier patraña de pérdida de equipage, y se sale airoso del mal paso durante el tiempo necesario para empezar los negocios.
Las mas fuertes casas italianas estaban apuntadas en la cartera del jóven, pensando que en ellas hallaria recursos para atenderse en los primeros tiempos.
—Un italiano llega allí como á pais italiano, le decian los que le chupaban el vino, porqué casi todos los negocios son allí italianos, desde los hoteles hasta los bodegones.
Así el que llega no tropieza con la menor dificultad, aunque no tenga relaciones ni traiga cartas de recomendacion.
¡Ya verá usted qué bien se siente tan solo á la semana de estar allí!
Y como las conversaciones eran largas y Lanza tenia un gran interés en las informaciones que pedia, el vino se bebia en grande, disminuyendo notablemente el capital del jóven, que no recapacitaba en que aquellos recursos eran los únicos con que podia contar positivamente.
El mar lo encantaba en aquella larga travesia.
Habia tenido la suerte de traer uno de los viages mas felices, sin el menor peligro.
El mar habia estado tranquilo todo el tiempo, lo que habia acentuado mas el buen humor de la tripulacion y de los inmigrantes que venian tambien á probar fortuna, aunque en distinto camino que el insigne Lanza.
Asi llegáron á Rio Janeiro sin haber tenído el menor motivo de disgusto.
Lanza quiso tomar informes sobre este espléndido pedazo de la tierra americana, pero nadie se los supo dar.
A bordo no venia nadie que hubiera estado en la capital brasilera, con excepcion del Capitan, que solo la conocia muy por encima y solo las pocas veces que allí habia bajado miéntras su barco cargaba y descargaba.
Sin embargo siempre podia darle una idea general del país.
Allí habia mas fortunas, mas riqueza que en Buenos Aires, y por consiguiente mayor facilidad para ganar el dinero.
En poco tiempo un hombre inteligente y emprendedor podia ganarse una gran fortuna.
Pero en Rio se respiraba un ambiente de muerte que ni los mismos naturales podian soportar.
La fiebre amarilla reinaba allí todo el año, atacando, como es natural, con mayor facilidad al extrangero que no estaba habituado al veneno de su clima.
—Me gusta el oro, pero no tanto como para desear volverme amarillo yo mismo, pensó Carlo Lanza, rechazando toda idea de bajar en el Brasil.
He venido á América para enriquecerme y no para morir.
Si no, no valía la pena de haber dejado Biela y haberme decidido á emprender tan largo viage.
—Por eso no vienen al Brasil las compañías líricas, decian á Lanza, pues han muerto ya tantos artistas de fiebre amarilla, que ninguno quiere arriesgarse á correr la misma suerte.
Fué tal el terror que causáron estas informaciones á Carlo Lanza, que cuando el Capitan le propuso bajar á dar un paseo por la ciudad y regresar á dormir á bordo, no quiso ni acercarse á las escaleras de embarque.
—Estimo mucho mi juventud y mi pellejo, dijo traviesamente, para dejarlo en el camino: no me hablen pues de bajar en donde los puedo perder.
Buenos Aires llenaba por completo su fantasia.
Era de donde tenia mayor abundancia de datos y donde ya habia puesto sus puntos para sus grandes negocios y operaciones.
Podia decirse que ya en Buenos Aires tenia tambien sus relaciones, puesto que todos aquellos pasageros con quienes habia hecho el viaje, eran otros tantos amigos con quienes podia contar en cualquier apuro.
Así se lo habian manifestado ellos mismos dándole sus domicilios.
Pero Lanza no contaba con que todas aquellas ofertas habian sido hechas bajo la base de que él era un hombre de posicion y de dinero, que no llegaría á necesitar de ellos otra cosa que informaciones y datos.
Ofertas hechas á bordo y en la travesía de un largo viage, que el que las hace se mide despues mucho para cumplirlas en el caso que le sean reclamadas.
Lanza miró con un placer infinito el momento en que leváron anclas y saliéron de Rio Janeiro.
Pero riéndose de su miedo y su credulidad, los pasageros se habian entretenido en hacerle creer que las epidemias de fiebre amarilla venian á bordo mismo, envueltas en las ráfagas de viento que partian de la ciudad.
Durante la navegacion de Rio á Montevideo, no cesó un momento de tomar sus últimos datos y apuntes, inquiriendo de paso algunos sobre Montevideo, dónde debian permanecer un dia.
Lanza quedó tan encantado con lo que le decian de la capital oriental, que resolvió bajarse allí á pasar unos dias para darse bien cuenta de ello.
Seria además una especie de idea que podria tomar allí de lo que eran allí estos países.
—Es mas chico que Buenos Aires, hay ménos comercio y ménos facilidades, pero es una ciudad espléndida.
—¡Y sobre todo una ciudad de mujeres soberbias! añadia el Capitan, con ese entusiasmo franco que despierta la belleza magnífica de las damas de Montevideo.
Como á usted nada lo apura, puesto que viene de paseo, añadió el alegre marino, quédese unos quince dias en Montevideo, y sabe Dios si no modifica todos sus planes.
—¡Dio birbone! exclamó el jóven dejándose entusiasmar fácilmente: pues me quedo en Montevideo á ver cómo pinta la cosa.
Es la misma raza y las mismas costumbres; así podré tomar una idea de lo que es Buenos Aires, porqué por lo que ustedes me dicen, no sera mas que un Montevideo mas grande y mas rico.
y Carlo Lanza, aunque habia tomado su pasage hasta Buenos Aires, que tendria que comprar despues nuevamente, decidió bajar en Montevideo y pasar allí unos quince dias.
Así pensaba ponerse al cabo de las costumbres de estos países y sus necesidades sobre todo.
Tal vez en el mismo Montevideo se le ocurriese alguna idea nueva, que fuese su salvacion.
Era preciso pensar en el alojamiento por aquellos quince dias, pues los gastos de á bordo habian disminuido fuertemente su capital, y no era negocio de quedarse sin un centavo aun ántes de llegar á su destino.
No podia preguntar directamente al Capitan cual era el hotel mas barato, porqué esto hubiera sido revelar el pobre estado de sus rentas, así es que se limitó á preguntar los precios de los hoteles en general y su situacion.
—Eso no le ha de faltar, pues hay para todos los gustos y para todos los bolsillos, respondió el Capitan sin vacilar.
Tiene usted desde el Hotel Oriental que es dónde se aloja la gente de copete y dónde se paga unos diez francos por dia, hasta el Hotel de Washington, cerca del Fuerte, donde se paga una miseria.
Si usted quiere vivir con tono, pero privado de ciertas diversiones y libertades, vaya derecho al Hotel Oriental y aun al de la Paz.
Pero si usted quiere gozar de todas aquellas diversiones inherentes á un hombre soltero, váyase al Washington, y aun á la Universal, situada en la Plaza Independencia, dónde se vive en casa de uno mismo, y se paga mas que en el Washington, lo que significa un poco mas de tono.
Carlo Lanza, que consultaba ante todo las necesidades de su bolsillo, apuntó en un carton las señas que se le daban del Hotel Washington.
Montevideo, allá en el año 69 y 70, tenia un aspecto bien distinto al de hoy dia.
La ciudad nueva recien empezaba á diseñarse entónces; la casa de gobierno era aquel antiguo covachon del Fuerte que casi hizo volar con su mina aquel bravo Eduardo Beltran, y no se habian levantado los numerosos edificios que la embellecen hoy.
Montevideo acababa de salir de la revolucion de Aparicio, y la ciudad tenia ese aspecto triste y muerto de una ciudad sitiada.
En el Porton, en la Aguada, en la Gallinita y en todas partes existia el rastro de las trincheras y de las balas que habían picado en puertas y paredes.
Los soldados orientales, con esa alegria franca á ellos peculiar, recorrian las calles aún, dando á la ciudad el raro aspecto de un campamento militar.
Aunque la paz se habia hecho, aún quedaban los resentimientos caseros de los enemigos que acababan de medir sus armas, y todo se resentia de este estado de cosas.
El aspecto de la ciudad no era pues muy tentador para el extrangero que recien llegaba á América y que no tenia idea de la manera como aqui nos quebramos las costillas durante un mes para despues estrecharnos las manos durante veinte ó treinta años, para volver despues á rompérnoslas con mas fé y con mas ganas.
En Montevideo sobre todo, esto era muy frecuente entónces, dónde por un quítame allá esas pajas ó por una simple eleccion de alcalde se pegaban cada paliza espantosa que terminaba siempre en una revolucion ó una guerra.
Carlo Lanza habia sido impuesto de este modo de ser de los orientales, pero estaba conforme porqué el Capitan habia concluido sus informes diciéndole:
—Ahora acaban de salir de una sacudida gruesa, en la que se les ha acabado la gana de pelear, porqué se han arrimado duro y parejo.
Probablemente por un par de años no se moverá en Montevideo un paja en son de guerra, y como de todos modos usted no vá á permanecer mas que unos dias, poco le importa lo que haya de suceder despues.
Montevideo estaba pobre entónces, sumamente pobre.
El gobierno pagaba en notas ó soles, que eran descontados por los prestamistas y usureros con un cincuenta y hasta un sesenta por ciento de pérdida.
Y esto se lograba con mucho trabajo y gastando una gran cantidad de saliva con los usureros, pues estos decian que sabe Dios cuando llegarian á cobrar su dinero.
Así la necesidad de dinero se habia hecho sentir fuertemente con gran alegría de los montepieros que vendian su plateja á veces hasta á un ochenta por ciento.
Esta situacion fué mirada por Carlo Lanza con una avaricia imponderable.
Con un millon de duros y haberlos empleado en créditos del gobierno, en un año habria levantado una fortuna colosal.
—No importa, pensó, piano piano si va lontano é sano, ya descubriremos vetas mejores.
Lanza enderezó al Hotel Washington, cuyo exterior lo encantó por completo.
Aquel famoso hotel, teatro de mas de una aventura grotesca y cómica, estaba situado en un recodo de la ciudad.
Aquello, por la noche era solitario, al extremo de que solo pasaban por allí las personas que al hotel se dirigian en busca de sus mas famosas aventuras.
Montevideo no estaba entónces tan desprovisto de diversiones.
Estaba allí el Alcázar en todo su apogeo.
Acababa de debutar la Rosse Marie y allí puede decirse que caia de noche todo Montevideo alegre y bullicioso, que se desparramaba por toda la ciudad, invadiendo las casas donde sé da de cenar.
¡Un Alcázar lírico en América! no se esperaba Lanza semejante espectáculo.
Si el exterior del Hotel Washington, por su soledad lo habia encantado, no le sucedió lo mismo con su interior.
Aquello era un covachon espantable, en cuyas escaleras temblantes y desportilladas daba tentaciones de sacar el revólver por temor de encontrarse con un Juan Palomo.
Las ratas pasaban por pisos y escaleras dando chillidos, como una invasion de indios; los pisos de las piezas, á consecuencia de sus portillos parecian pedazos robados á nuestro antiguo muelle de pasajeros.
No hay hoy nada comparable al Hotel Washington, de feliz memoria, ni la misma fonda y posada del Descubridor Colon, actual fonda de Pavon.
En honor del precio que se cobraba por la pension diaria, Carlo Lanza se resolvió á ser cliente de aquella gatera, haciéndose conducir á la pieza que le habia sido destinada.
La primera noche la pasó en vela.
El escándalo de aquellas enormes y desesperadas ratas por un lado, y por otro el temor de ver asaltado su alojamiento de un momento á otro, le hiciéron pasar la noche sin desnudarse siquiera y sentado sobre su equipaje, que podia muy bien ser objeto de la codicia de algun huésped importuno.
Decididamente esto no es para mí, pensaba, y mañana sigo viaje á Buenos Aires; aquí no voy á poder vivir ni un par de dias.
Al otro dia temprano, despues de asegurarse que su equipage no corria peligro de ser robado, Carlo Lanza se decidió á salir á dar un paseo y estudiar algo la ciudad y sobre todo sus habitantes.
Y se encontró con que no habia tal poblacion italiana como le habian hecho entender al principio.
La poblacion de Montevideo era en su mayoría española, desde la gente de mar que desembarcaba los pasageros hasta los peones que los conducian á los hoteles respectivos.
No solamente los negocios sinó las industrias y las profesiones estaban en manos de españoles.
Españoles eran los médicos, los boticarios, los abogados, los redactores de diarios y hasta en los empleados públicos habia gran mayoría de españoles.
Y los mismos Orientales, en contacto con la raza española, le parecian americanos españolizados ó españoles americanizados, lo que era mas exacto.
—No entiendo eta raza, pensaba Lanza; me gusta mas Buenos Aires, donde todo está en manos de italianos, donde todos nos entendemos y donde no hay que hacer esfuerzos de imaginacion para comprender lo que á una quieren decirle.
Lanza hizo una larga recorrida por la ciudad, sin encontrar un solo Italiano que valiera la pena.
Españoles por todas partes y como una excepcion, un frances que de cuando en cuando rompia la monotonia del idioma.
Cansado y con un hambre de todos los demonios, Carlo Lanza regresó á la ratonera de Washington, donde la comida le pareció lo ménos detestable de todo.
El hombre es un indulgente de primera fuerza, capaz de declarar un manjar al bodrio mas nauseabundo del mas detestable fondin.
Carlo Lanza devoró cuanto le presentáron por delante, teniendo apénas el tiempo de decir «¡magnifico!» entre plato y plato.
Y comió al extremo de hacer pensar al patron que si aquel apetito se reproducía todos los dias con igual fuerza, tendria que subirle la pension.
Carlo Lanza volvió á salir á la calle una vez concluido su almuerzo y se fué á pasear por la parte sud de la ciudad, no sacando en limpio nada mas de lo que habia observado por la mañana.
Lo único que lo encantaba de una manera estupenda, eran las mujeres de Montevideo, aquellas espléndidas mujeres, capaces de trastornar el juicio mejor sentado.
Aquellos ojos llenos de vida y que miran de una manera incomparable, le hacian soltar quinientos «Dio cane» en cada cuadra.
Y el aire gracioso y el cuerpo artístico y bien modelado, le hacian abrir la boca como si hubiera ido á comulgar con una puerta cochera.
Montevideo podia carecer de comercio, de dinero y de Italianos.
Pero en cambio tenia mujeres de una belleza estupenda y cuya sola contemplacion le compensaba su estadía allí.
Y no era una, ni dos, ni tres.
En cada cuadra hallaba diez ó quince jóvenes que le hacian abrir tamaña boca, y dos ó tres damas de una belleza imponderable.
Carlo Lanza llegó á su cueva despues de haber cerrado la noche.
Pero habia almorzado de tal manera, que no tenia ganas de comer.
Venia además lleno de los semblantes femeninos que habia encontrado en la calle.
Apénas probó la comida, que, como no tenia el hambre de por la mañana, le pareció detestable, y le sirvió mas bien de descomponedor de estómago.
Si hubiera comido mas, el bálsamo de Fierabrás no hubiera surtido mayor efecto.
Carlo Lanza se vistió con un esmero esquisito aquella noche.
Se puso las mejores piezas de ropa que habia traido y se echó á la calle en tono de conquista.
El Alcázar lo arrastró con el encanto de sus francesas y su concurrencia alegre y bulliciosa.
Así conoceria la juventud borrascosa y las mujeres de vida alegre, pues ya en el hotel le habian dicho que no iban allí sinó mujeres de vida airada y de fácil aventura.
Carlo Lanza se acomodó en una tertulia de primera fila y se olvidó de Biela, de Italia y del mundo entero.
Rosse Marie en la escena y otras que no eran ménos Rosse ni ménos Marie, diseminadas por las aposentadurías, lo atraian de una manera poderosa.
Jóven, elegante, risueño y paquete, Carlo Lanza tenia que hacer efecto entre aquella gente aventurera, que no veía en él mas que un hombre jóven, buen mozo y de dinero.
Lanza se encontraba en su elemento, rodeado de una juventud alegre y de mujeres alcaceras; se frotaba las manos empezando á modificar la opinion que habia formado de Montevideo.
Lo único que lamentaba era no tener ninguna relacion con quien conversar y tomar datos sobre mas de una bella que habia flechado.
Pero, ¿á quién iba á dirigirse cuando no hablaba ni una palabra?
Como una de tantos otarios, á la salida del Alcázar se estuvo viendo desfilar las parejas, hasta que no quedó en el teatro un alma.
Carlo Lanza se dirigió entónces al célebre casino de don Bernardo, situado frente al Alcázar, donde habia visto entrar varias parejas.
Y se arrellenó en una mesa, pidiendo tambien algo para cenar.
La vista de la funcion y de las damas, le habia abierto el apetito de una manera formidable.
Generalmente á aquel cafecito acudian las mujeres á la pesca de una invitacion á cenar, hasta que caía el candidato esperado.
Muy poco tardáron en rodearlo tres ó cuatro de aquellas aventureras, que se sentáron á su mesa sin mas preámbulo y pidiéron qué cenar.
A Lanza le tembláron las carnes de desesperacion.
Aquello era una amenaza formidable á su capital ya notablemente disminuido y amenazando dar fondo.
¿Cómo iba á rehusar aquella invitacion forzosa, cuando no habia querido otra cosa desde el principio de la noche?
Con heroicidad italiana soportó aquel avance formidable de personas que no habian pensado en otra cosa durante la noche, que en la lista de la cena que álguien les habia de pagar.
Pero para Lanza aquello podia ser el pié de relaciones mejores, y era preciso soportar aquel primer golpe en honor de lo que vendria atrás.
Olvidado alfin de todo, hasta del poco consolador estado de sus faltriqueras, Carlo Lanza entabló conversacion alegre y decidora, luciendo su conocimiento del mundo y su práctica en aquel género de aventuras.
Aquella relacion fué el punto de partida de muchas otras mas, y el domicilio de Carlo Lanza, es decir, su covacha del Hotel Washington, se volvió lo que hoy se hubiera llamado un atorradero.
Allí iban amigos á todas horas del dia y de la noche, amigos que comian y almorzaban sin preguntar jamás al mozo cuánto se debia, y gente de todo pelaje y catadura.
Y el dueño del hotel no decia una palabra, porqué harto crédito le merecia un pasagero del aspecto de Lanza, que tenia un equipage tan bien surtido.
Quince dias pasó Carlo Lanza en Montevideo, en cuyos quince dias gastó mas de quinientos patacones en el hotel, es decir, hizo en el hotel una cuenta de quinientos patacones.
Durante aquellos quince dias se convenció que en Montevideo, respecto á negocios, nada se podia hacer, puesto que no habia poblacion italiana, que era la veta que él se proponia explotar.
Montevideo no podia ofrecerle otra cosa que unos dias de buena diversion.
Así fué que se entregó sin reserva á todo lo que pudiera importar un momento de placer.
Relacionado intimamente con la crema de aquel mundo alegre y bochinchero, ya Lanza no pensó sino en exprimir á la vida todo el jugo posible.
Quebrado por quebrado ya habia llegado al último extremo, y lo mismo lo habian de ahorcar por quinientos que por mil duros.
Era cuestion de un poco de maña para sacarle el cuerpo y nada mas.
No se habia de encontrar en mayores ó menores apuros para salir del pantano.
La cuestion era llegar al fin del mes, porqué ántes, el fondero no habia de pasarle la cuenta; solemne momento que Lanza esperaba no lo tomaria en Montevideo.
Por su parte el dueño del hotel Washington, no abrigaba la menor desconfianza por un jóven que gastaba de aquella manera; si le hubiera pedido todo el hotel, todo se lo hubiera dado sin la menor reserva.
¿Cómo desconfiar de una persona que vestia con tanta elegancia y cuyo equipage debia valer una fortuna?
Se le servia con el mayor interés en cuanto pedia y aun se ponia á su disposicion un servicio especial para cuando estaba de farra nocturna, lo que sucedia la mayor parte de las noches, en que se retiraba acompañado de amigos de ambos sexos.
Cario Lanza, decidido á echar la casa por la ventana, casa agena, pues de suyo nada arriesgaba, invitaba á cenar con él á las parejas conocidas que hallaba en el Alcázar, muchas de las cuales tenian que quedarse á dormir tambien, porqué puestos en la calle no hubieran atinado con la direccion de sus casas, si es que tenian casa aquellos verdaderos atorrantes de la vida.
Alguno que otro de éstos conocia Buenos Aires y daba los datos que con avidez verdadera recogia Lanza.
Cada dia Lanza se convencia mas de que su fortuna estaba en Buenos Aires y que este era el gran país de los países, en cuanto á las especulaciones que él queria emprender.
Su posicion era ahora mas embarazosa, porqué ni siquiera tenia el dinero que habia traido consigo y se veria en figurillas para pasar los primeros tiempos.
—Pero, ¡qué diablo! de ménos nos hizo Dios, pensaba, y de todos modos, en peor situacion que la presente, sin un medio y en país extraño no he de verme nunca.
El 25 de Enero ya Lanza empezó á hacer el plan de la manera mas curiosa que podria salir del pantano donde se habia metido.
Y recien se le ocurrió dar balance en sus bolsillos para poder apreciar bien sus fuerzas metálicas.
Solo tenia seis libras esterlinas y un par de pesos fuertes.
El fin del mes se venia encima y junto con el fin del mes la cuenta del hotel y sus amargos tragos.
Aquel mismo dia Lanza averiguó cuanto valia un pasage para Buenos Aires, y en qué dia salian los vapores.
Pasage y bote pago, le quedarian cinco libras esterlinas para maniobrar en Buenos Aires hasta que hallase colocacion momentánea, lo que creia sumamente fácil obtener en una casa de comercio italiana, sobre todo en una casa de giros, para ir tomando los datos que necesitaba y poniéndose al corriente de los negocios.
Pero, ¿como salia de Montevideo?
El hecho material del viaje no era nada, porqué todo quedaba reducido á embarcarse sin decirlo á nadie y así no se enterarian de la cosa.
Es que la cuestion para él era embarcarse con todo su equipage, y esto era lo que Lanza no hallaba el modo de hacer.
En cuanto hubiera intentado mover una paja estaba perdido, porqué en el acto en el hotel se habrian apercibido de todo y lo hubieran hecho acogotar por la policía.
He aquí lo que mas importaba á Lanza, no por el hecho de caer á la policía, sinó porqué esto hubiera sido un golpe de muerte para todos sus proyectos de especulacion en el alto comercio.
El no habia tenido la precaucion de dar en el hotel un nombre falso y esto era lo que mas lo mortificaba, porqué comprendia que el crédito debia ser la base de todas sus operaciones en lo futuro.
Entre tanto solo faltaban cinco dias para terminar el mes, lo que queria decir que solo tenia tres dias para efectuar su viaje.
Diablo de viaje que tanto le preocupaba.
Despues de pensar mil veces en la cosa y volver á pensar á cada momento, se resolvió por fin á perder el equipaje, único medio de verse libre del hotel y de su cuenta.
Lanza tomó pasage el 26 para salir en el vapor del 27, y esa noche armó el trueno del siglo.
Jamas el hotel Washington sirvió una cena mas suculenta ni mas admirablemente rociada.
Los vinos generosos eran generosamente vaciados en el estómago, á la salud de todos los santos, despues de haber agotado el número de todos los personajes conocidos.
Carlo Lanza tuvo muy buen cuidado de dejar de beber, cuando sintió colmada la buena medida.
Una indiscrecion podia costarle cara, y era preciso tener bien despejada la cabeza para no cometerla.
Así es que troncó cuando sintió llena la medida, sin que hubiera nadie capaz de hacerle beber un trago mas.
Las parejas siguiéron bebiendo á la salud de la humanidad y de la divinidad, hasta que fuéron cayendo rendidas por la fuerza magnética de Baco, que á nadie respeta.
Carlo Lanza, seguro de que aquella noche seria recordada con placer íntimo por sus flamantes amigos, se acostó á la madrugada.
Pero á las dos de la tarde estaba ya en pié, perfectamente lavado y peinado, é ideando el medio de llevar consigo la mayor canditad de efectos posible.
Podia fingir un paseo al campo y llevar en una balija chica su mejor ropa.
Pero le parecia que esto sería hacer entrar en desconfianzas al dueño de casa, lo que no era ni diplomático ni conveniente.
Al fin se resolvió á abandonarlo todo á la buena de Dios, y salvar siquiera dos trages.
Al efecto, se perfumó y vistió como tenia de costumbre, con la sola diferencia que en vez de ponerse una camisa, se puso tres, dos pantalones, dos jaqués y un paltó delgadito.
Envolvió en un papel un par de botines rellenos de medias y pañuelos de mano, paquete de que nadie podia desconfiar, pues entrar ó salir con un paquete era cosa habitual en él.
Y sin mas bagaje, salió del célebre covachon Washington á las cuatro de la tarde.
El vapor salia á las cinco y media, lo que lo dejaba libre una hora y cuarto, pues él no queria embarcarse sinó en el último momento.
Carlo Lanza compró papel y sobres en una libreria y se entró á un café, donde con letra clara y segura escribió la siguiente carta:
«Amigo dueño del hotel Washington:
«El individuo que tiene usted alojado como Carlo Lanza, no se llama Carlo Lanza, siendo este un nombre que se ha puesto para entrar á su casa.
«Hoy se ha ido con unos amigos á pasear á la Colonia, de donde no ha de volver hasta el fin del mes.
«Cuando venga haga que le confiese su verdadero nombre, que es Luis Repetto.
Con esta carta, Lanza salvaba su propio nombre que era lo que le interesaba.
Cerró la carta, le puso sobre y se fué con ella al correo.
Y cuando ya iban á cerrar el establecimiento, la franqueó y entregó, rogando la incluyeran al dia siguiente en el primer reparto.
De este modo quedaba seguro de que la carta en que salvaba su nombre, no llegaria á poder del dueño del hotel hasta despues de haber desembarcado él en Buenos Aires.
Lanza hizo tiempo hasta las cinco, paseando las calles, y á esa hora recien se dirijió al muelle, algo asustado, porqué habia cometido la chambonada de tomar su pasage tambien á nombre de Carlo Lanza, lo que podia muy bien revelar á la Policía su viaje á Buenos Aires.
Pero ya el barro estaba hecho y no tenia lugar á enmienda, siendo forzoso aguantar las consecuencias que vinieran.
A las cinco y cuarto Carlo Lanza tomó un bote y sin atreverse á mirar atrás se dirijió en él hácia el Rio de la Plata, que habia hecho ya su primera señal de partida.
El bote cortaba con gran rapidez las tranquilas aguas del mar, que aquel dia estaba tranquilo como nunca, y á Lanza le parecia sin embargo que iban á paso de carreta de bueyes.
Al fin y cuando el vapor daba la segunda pitada, Lanza subia á bordo, precisamente al mismo tiempo que subia la visita de la Capitania.
Tal fué el susto de Lanza al encontrarse con la autoridad maritima, que las carnes le tembláron como si fueran á desprendérsele de los huesos.
Preguntó inmediatamente por el comisario de á bordo, á quien exhibió su boleto de pasage, reclamándole el camarote correspondiente, porqué tenia un dolor de cabeza espantoso y queria su recostarse.
Es que Lanza queria evitar que fuera á notarse la cargazon de ropa que tenia encima, que podia dar á sospechar algo de persona.
El comisario señaló á Lanza un camarote, donde este entró á gran prisa, siendo su primera operacion desnudarse, quitándose la ropa que llevaba de mas, y quedando en un traje mas liviano y elegante.
Si el oficial de visita traia alguna órden de demorarle el viaje y bajarlo á tierra, Lanza estaba perdido, pero resuelto á afrontar la situacion.
De todos modos tenia siempre el derecho de decir que iba á Buenos Aires y volvia inmediatamente, dejando en el hotel y en efectos de su uso, algo mas de lo que importaba su cuenta.
Pero entónces su carta dirigida al dueño del hotel en su nombre venia á ser su perdicion, aunque siempre le hubiera quedado el derecho de alegar que era una broma.
De todos modos hubiera quedado perdido, pues tarde ó temprano se hubiera averiguado que no era mas que un aventurero, sin medios de vida conocidos.
El cuarto de hora que pasó la visita á bordo, fué el cuarto de hora mas amargo que pasó en toda su vida.
Recien cuando sintió que el vapor levaba anclas dando su tercer pitada, Carlo Lanza suspiró con entera libertad, pues calculó que la visita de la Capitania se había ido.
Cuando el vapor concluyó su maniobra de virar etc., y se puso en marcha, habia ya oscurecido, y fué recien entónces que Carlo Lanza se atrevió á salir del camarote á respirar el aire libre.
Ya no tenia que temer; al dia siguiente se hallaria en Buenos Aires y el dueño del hotel se quedaria esperando al supuesto Lanza hasta fin de mes, en cuyo tiempo recien se pondria á hacer diligencias para averiguar el paradero de Luis Repetto, el defraudador de sus comestibles y bebidas.
Nadie habia sospechado la salida de Carla Lanza de Montevideo.
Los flamantes amigos, y sus amigos habituales extrañáron de no verlo aparecer en su tertulia del Alcázar, y sospecháron que estaria entretenido en alguna aventura amorosa.
Pero en vano lo esperáron durante la funcion y un buen rato en el café de enfrente; Carlo Lanza no apareció.
—¿No se habrá enfermado ese cachafaz? preguntó entónces uno de los que esperaban.
La cena de anoche fué muy borrascosa, fué horriblemente borrascosa y no seria extraño que estuviera enfermo.
Se hizo la mocion de ir á su casa, y aprobada por unanimidad, todos se dirigiéron al hotel Washington.
La salud de su amigo Lanza importaba la salud de los bifes con papas y otros buenos platos, siendo preciso no descuidar al uno para conservar los otros.
Todos saliéron del casino y enderezáron al hotel Washington donde llamáron como acostumbraba á hacerlo Lanza.
El mozo, que esperaba como siempre, abrió la puerta, y sin fijarse en quienes entraban, dejó pasar á todos y se fué á encender luz.
Los amigos y amigas se largáron al cuarto de Carlo, miéntras el mozo, habituado á aquellas borrascas, preparaba todo lo concerniente á la cena.
Lanza tenia todo el aspecto de dar buena propina á fin de mes, y era preciso tenerlo contento para que la aflojara en buena cantidad.
Los visitantes quedáron sorprendidos al no hallar allí al visitado.
La cama estaba intacta y no habia que pensar ni un momento en ninguna clase de enfermedad.
Preguntáron entónces al mozo y este quedó tan sorprendido como ellos mismos.
—Salió esta tarde, dijo, y aun no ha vuelto.
¡Oh! el señor es muy amigo de los buenos momentos y no es extraño que ande en algun paseo ó aventura.
Ya volverá, tal vez de un momento á otro ande por aquí.
Los amigos resolviéron esperarlo, porqué no era propio cenar sin él en su casa, y armáron alegre farra con copas miéntras el anfitrion pegaba la vuelta.
Pero toda espera fué inútil; se pasó la noche y se pasáron las primeras horas de la madrugada sin que hubiese vuelto.
Los que mas confianza tenian con el amigo, se hiciéron servir chocolate con tostadas y se retiráron despues de decir al mozo:
—Cuando vuelva ese calavera hágale presente hasta que hora lo hemos esperado.
Para todos ellos era indudable que Carlo Lanza andaria entregado en alguna aventura amorosa á domicilio, y se proponian volverlo loco esa noche, haciéndole quemar el nombre de la santa.
Pero aquella noche sucedió lo que la anterior; el amigo Carlo no pareció por ninguna parte, ni en el hotel tenian la menor noticia.
La carta dejada por Lanza en el correo no habia sido entregada aun, de modo que nada podia saberse.
Ademas nada tenia de extraño la ausencia del jóven, conocidas sus tendencias á la buena vida.
Allí estaba su espléndido equipaje intacto, como una muda pero elocuente garantía de su vuelta.
El correo, recien á los dos dias despues de haber salido Lanza, llevó al hotel Washington la carta que habia dejado y que cayó allí como una bomba sin hacer grandes estragos, puesto que en ella se anunciaba la vuelta segura de Lanza y no se amenazaba en nada la cuenta enorme de gastos hechos en el hotel.
—Esto debe ser una simple calaverada, pensaba el dueño del Washington; solo por una calaverada ese jóven debe haber cambiado de nombre, pues no tiene ni aspecto ni facha de un criminal que lo hace para evadir la accion de la justicia.
A su vuelta nos haremos explicar la cosa, y si no lo hace de una manera satisfactoria, daremos cuenta á la Policía y salvaremos nuestra responsabilidad.
Respecto al pago de la cuenta, el dueño del hotel estaba tranquilo.
Era natural que anduviese en algun paseo, donde se habia entretenido mas de lo que pensó.
Allí estaba su equipaje del que no habia sacado una hilacha y que debia contener tambien dinero.
Pero llegó el fin de mes y pasáron los primeros dias del siguiente sin que el cliente volviera ni se tuviese de él la menor noticia.
¿No le habria sucedido alguna desgracia?
Montevideo no era muy seguro entónces; se habian producido algunos hechos criminales y no era imposible que Luis Repetto, ya el hotelero no lo llamaba de otro modo, hubiera sido victima de una asechanza criminal.
El dueño del hotel dió entónces cuenta á la Policía de la desaparicion del cliente, y se hiciéron diligencias para averiguar su paradero.
Entónces la Policía se ocupaba mas en hacer política que en la averiguacion de crímenes.
Montevideo pasaba por una mala época y poco le importaba que un cliente extrangero se hubiese ido de un hotel sin pagar su cuenta de gastos.
Los nocturnos amigos de Lanza se aburriéron de ir al hotel á preguntar si se tenia alguna noticia y no se ocupáron mas de la cosa.
Solo el dueño del hotel recordaba á su cliente con la fuerza de los novecientos y tantos nacionales que le habia gastado y cuyo pago no obtendria jamas.
Y convencido que el cliente era un estafador que se habria vuelto á Europa ó ido al diablo, concluyó por no preocuparse mas de la cosa.
A los tres meses se resolvió á violentar el equipaje, encontrando en él ropas de valor realmente para su dueño, pero que vendidas por él no alcanzarian á producirle cincuenta nacionales.
Y guardó aquellas ropas en la esperanza lejana de que Luis Repetto habria sido victima de algun secuestro ó alguna desgracia y que no tardaria en aparecer, aunque la falta de dinero que él creia hallar en el equipaje, le dió malísima espina.
Pero toda espera fué vana: en el hotel Washington no se volvió á tener mas noticias del tal Luis Repetto.