Su pupila, que embriaga y centellea,

deja en mi corazón como ígneo rastro,

no el fulgor diafanísimo del astro,

sino el fulgor siniestro de la tea.


Sin embargo la adora. Luz febea

trasudan sus contornos de alabastro;

y yo, á sus pies, frenético, me arrastro

como el reptil que en el jaral babea.


¡En dónde estabas Dios, que no pudiste

detener á esa pálida criatura

en camino tan áspero y tan triste!


¡Si casta fue, puesto que fue tu hechura,

por qué la abandonaste! ¿y la hiciste,

la hiciste acaso para verla impura?