Cardos y lirios/En el cementerio

En el cementerio

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Cuando todos se alejaron de la blanca tumba

aquella,

donde sola, muda y fría

¡se quedaba ella... ella...!

¡La adorada muerta mía!


Al ver toda su hermosura

para siempre desligada

de mi vida

y escondida

en la callada

sepultura,


con terrible voz, que aún oigo, grité:

«Muerte despiadada,

díme, ¿toda su belleza tornaráse en polvo?

Díme,

para el sér que implora y gime,

al final qué queda entonces de esta trágica

jornada».


Pero nadie respondía;

sólo el eco repetía

el final de aquella frase: ¡nada...! ¡nada...!

¡nada...! ¡nada...!