Caramurú/Capítulo XVIII

Caramurú: Novela histórica original (1865)
de Alejandro Magariños Cervantes
Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

Revelaciones

Han pasado ocho días desde que expiró en los campos de Ituzaingó el poder brasileño en la ribera izquierda del Plata.

En una espaciosa alcoba alumbrada por la tenue luz de una lámpara cubierta con una pantalla verde, sobre un lecho de agonía, yace un hombre como de cuarenta años, luchando con los últimos parasismos de la muerte.

Una fiebre devorante hace latir las arterias de sus sienes y comunica un movimiento convulsivo a todos sus miembros; su respiración a intervalos es penosa y apagada; a intervalos estertórea y ronca; su pecho se levanta apresurado; el aire que penetra en él sale convertido en fuego de sus pulmones abrasados; sus ojos brillantes se dilatan o comprimen según la intensidad del dolor; ha perdido el habla, pero a veces la recobra, y entonces pronuncia, o mejor dicho, articula palabras vagas, oscuras, incoherentes, sin sentido alguno.

Acaso una chispa de inteligencia, por instantes, viene como un relámpago a arrojar un destello de luz sobre el caos de sus ideas. ¡En vano!... apenas intenta coordinarlas, el delirio con más fuerza se apodera de su desmayado pensamiento.

No es por terror de su próximo fin lo que le abruma, no: son los fantasmas de su imaginación que no le dejan un momento de reposo; y solo cuando la enervación física o moral llega a su colmo, un letargo momentáneo, efecto de los dos principios de vida y muerte que se disputan su persona, paralizando todas sus facultades sensitivas e intelectuales, da treguas a sus crueles padecimientos.

¡Triste resultado de una vida criminal!

Cerca de la cama, cruzados los brazos, fijos los ojos en el enfermo, con aire meditabundo y preocupado, dos médicos le observan. En su mirada impasible, en sus cejas levemente arqueadas, en la expresión desdeñosa de sus labios, se puede leer sin mucho trabajo la ninguna esperanza que tienen de salvarle.

Al borde del lecho, mirando alternativamente a los médicos, y al moribundo, se ven dos jóvenes que de muy distinto modo manifiestan el dolor que les causa su pérdida.

El primero, dotado de una fisonomía afable, delicada y melancólica, ha tomado una de sus manos, y la besa delirante arrasados los ojos de lágrimas.

Este es D. Nero Abreu de Itapeby, su hermano legítimo.

El segundo, de aspecto varonil y severo, en sus facciones pronunciadas, largos cabellos, luenga barba y formas atléticas, revela al indómito habitante de los campos, al intrépido gaucho criado en medio de los peligros y de los combates, al caudillo de los bosques, acostumbrado a dominar y a vencer en todas partes. Negra nube de tristeza empaña ahora su altivo semblante, y vuelve a menudo la cabeza, como si no quisiera dejar traslucir la compasión que lo inspira su enemigo.

Este es Amaro, el aventurero cuya familia y apellido se ignoran y a quien los intrusos llamaban Caramurú, es decir, Satanás.

A poca distancia, sentada sobre un sofá, aquella angelical mujer, bella como la esperanza, graciosa como la primera imagen de amor que cruza por la frente de un adolescente, a quien vimos en el capítulo primero tímida y ruborosa asomar su infantil cabeza al través de los barrotes de su ventana, llorando cubre ahora su rostro con un pañuelo.

Esta es Lia, la prometida esposa de D. Álvaro.

Detrás de los médicos, en actitud anhelosa, con manifiestas señales de dolor profundo, un venerable anciano contempla al enfermo. Ardientes lágrimas ruedan hilo a hilo por sus pálidas mejillas.

Este es D. Carlos Niser, pariente inmediato del moribundo.

Durante algunos minutos todos permanecieron en silencio. Ninguno tenía fuerzas para hablar: al fin uno de los doctores, después de haber pulsado al enfermo, murmurando entre dientes algunas palabras, que equivalían a un no hay esperanza, se dirigió a la pieza inmediata.

Lia, Amaro, D. Nereo, Niser, se echaron una mirada imposible de pintar...

El médico volvió con una redomita de cristal, donde había un licor negro, y derramando algunas gotas en una cuchara de plata, con gran dificultad consiguió introducirlas en la boca del paciente.

A poco rato pareció este reanimarse, e hizo algunos movimientos.

De repente su rostro se animó con un vivo encarnado, abrió los ojos, y con voz lánguida y apagada murmuró:

-¡Nereo, Amaro!

-¡Hermano mío! ¡Señor!... contestaron ellos acercándose más a la cabecera del lecho.

-Silencio, dijeron los médicos; silencio: cualquiera emoción demasiado fuerte lo matará.

Los jóvenes enmudecieron; pero el enfermo, presa de su delirio, animado de súbita energía, incorporose velozmente en el lecho, y gritó abriéndole sus brazos al gaucho:

-Amaro, perdóname; ¡tú eres mi hermano!

Volviéronse todos atónitos cual si dudasen de lo que oían, interrogando a D. Nereo con la vista, y su sorpresa se aumentó al notar que este afirmaba con la cabeza lo que decía el moribundo.

-Mi padre, continuó D. Álvaro, en un viaje que hizo a este país en 1798, ya casado, sedujo a una joven de una de las familias más distinguidas de Paysandú, a una hermana del que era no ha mucho comandante general de aquel departamento...

-¡Luisa Floridan! exclamó D Carlos, ¡infeliz! He ahí la causa de su misteriosa desaparición.

-Su orgulloso hermano la confinó a la misma Estancia de donde fue robada Lia; allí dio a luz un niño y murió de dolor y vergüenza a los pocos días, dejando escrita una carta para mi padre.

Dos lágrimas de fuego surcaron lentamente el rostro del gaucho. Nunca había conocido a su infortunada madre.

D. Álvaro se detuvo un momento como para coordinar sus ideas, suplicáronle los médicos que aplazase sus revelaciones para otra ocasión; pero él se sonrió con amargura, y los rechazó, diciéndoles:

-Dejadme en paz, ¡imbéciles! conozco que mi última hora se acerca, y antes de morir quiero espiar el mal que he hecho. Cogió una mano al gaucho que le escuchaba atónito, y continuó de esta manera:

-En aquella Estancia viviste, Amaro, confundido con los hijos de los peones, hasta que un antiguo y fiel criado de mi padre te robó de ella y te llevó a una de nuestras posesiones, sita en la provincia de Río Grande: entonces tenías tú seis años, y pudo conocerte por una cruz que te había hecho tu madre en el brazo izquierdo, con el zumo indeleble de esas raíces con que los indios se tiñen el cuerpo.

-Sí, aquí está, repitió Amaro volviendo la manga de su vesta, y mostrando a los circunstantes sorprendidos aquella señal misteriosa; sí, miradla: aquí está.

-Diez años después, mi padre cayó gravemente enfermo, hizo su testamento, y en sus últimos instantes nos llamó a Nereo y a mí, y nos dijo:

-«Vosotros dos sois únicamente mis hijos legítimos; pero tengo otro, a quien no he querido ver nunca. Engañé a su madre como un vil con palabra de casamiento, y he sido causa de su muerte. En estas largas noches de angustia y agonía, los remordimientos se han despertado en mi alma punzantes y devoradores, y no he podido menos de reconocerle como hijo, y dejarle toda la parte de fortuna de que las leyes me permiten disponer. Juradme que acataréis mi última voluntad, y os conduciréis con él como verdaderos hermanos...»

Aquí D. Álvaro inclinó la frente agobiado por el peso de sus propios remordimientos; su situación era idéntica a la del autor de sus días.

-Nosotros, añadió con voz lenta y agitada, nosotros se lo prometimos solemnemente; pero ¡ay! apenas cerró sus ojos a la luz, la vil codicia se apoderó de mi alma; arrojé el testamento al fuego, y amenacé a mi hermano, tímido y débil, y acostumbrado desde su niñez a plegarse a todos mis caprichos, que le mataría en el momento que llegase a descubrir nuestro secreto...

¡Por piedad, calla, calla! exclamó D. Nereo, poniéndole la mano sobre los labios.

-No es esto todo, repuso el conde exaltándose a medida que hablaba, y dejando traslucir el desquicio completo de su razón; cuatro asesinos partieron a Río Grande para matarte, Amaro; junto con el antiguo y fiel servidor de mi padre. Por fortuna no estabas allí, y solo este sucumbió.

Un grito de horror se escapó de la boca de todos los circunstantes. El conde mismo, horrorizado de su crimen, escondió la cabeza entre las manos.

-Perdónale, Amaro, dijo D. Nereo echándose a sus pies; ¡perdónale!... Si él te ha robado nombre y fortuna, si ha atentado contra tu vida; si te ha perseguido luego, yo he velado por ti secretamente, hasta que te perdí de vista hace algunos años.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! murmuró el conde, estirándose y revolviéndose en el mullido lecho; ¡me abrasa las entrañas el veneno del hierro que me ha herido! ¡Dadme agua, agua que me muero de sed!...

Y era espantosa su agonía.

El recuerdo de su vida pasada, la idea tremenda de la eternidad, la memoria de su padre moribundo y de su fiel servidor cayendo acribillado a balazos, sin querer descubrir el paradero de Amaro, le hacían entrever mil espectros y visiones horrorosas, que le amenazaban con látigos de fuego.

-¡Salvadme!... ¡Salvadme!... decía: ahí están... ahí... junto a mí... ¿no los veis?... ¡Ah!

Y con el cabello erizado, la frente cubierta de un sudor frío, los ojos desencajados, entreabierta la boca y agitando las manos alrededor de su cabeza, como para alejar los fantasmas que lo perseguían, exhalaba aullidos de desesperación, imprecaciones y blasfemias que hacían estremecer de horror a la cándida cuanto afligida Lia que se acercaba maquinalmente a su padre, y le arrastraba del brazo para que se la llevase fuera.

Es preciso haber visto morir a un hombre desesperado para formarse idea de esta escena horrorosa...

De pronto quedose inmóvil; un ¡ay! estertóreo se escapó de su pecho; sus dientes rechinaron como si una lima pasara por entre ellos; su mirada fija, fulgurante, se clavó en la pobre niña que lo contemplaba aterrada orando en voz baja por su salvación: al encontrarse sus miradas, el conde cerró los ojos, y dando un fuerte sacudimiento, sus miembros se dilataron extraordinariamente.

Todos creyeron que había muerto; pero no había muerto, no; era que Dios se compadecía del desgraciado, y el ángel de su guarda cernía su vuelo sobre él, atraído por las plegarias de la virgen pura e inocente.

El sincero arrepentimiento del conde colmó la medida de la eterna justicia; disipáronse poco a poco sus atroces dolores; y la razón volvió a su mente extraviada. Así la bondad inmensa del Señor de cielos y tierra castiga en un minuto siglos de extravíos.

Dulcísimas preces, pronunciadas más que con los labios con el alma, sucediéronse a sus desesperados tormentos: inefable quietud inundó todo su ser, y la luz de la esperanza, la radiación del espíritu divino que descendía sobre su frente, rodearon al moribundo con una aureola de celeste beatitud...

Incorporose por vez última en su lecho: llamó a Lia y a Amaro, y uniendo sus diestras, les dijo con ese acento solemne, lleno de unción y majestad, eco del alma que solo vibra en los que ya no pertenecen al mundo:

-Sed felices, y Dios bendiga vuestra unión, Amaro, hazla muy dichosa: Lia, quiérele mucho... Toda mi fortuna es vuestra... Así lo dispongo en mi testamento... Hermano mío, Lia, ¿me perdonáis ahora?...

-¡Sí, contestó Amaro sin permitirle terminar la frase y estrechándole con trasporte entre sus brazos; sí, hermano mío; sí, y vive para coronar nuestra felicidad!...

Hubiérase dicho que solo aguardaba este perdón el moribundo para romper el débil lazo que le ligaba a la tierra; tendió a Lia la siniestra mano; estrechó con la diestra la de Amaro, inclinó el cuello sobre su hombro, y en el mismo momento en que el sol tocaba en su ocaso, la tarde del 28 de febrero de 1827 volaba ante el tribunal de Dios el alma del que fue en el mundo D. Álvaro María de Abreu, noveno conde de Itapeby.