Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVII
Habíase acostado don Quijote y estaba entre si se dormía y no, cuando se abrió la puerta de su cuarto. Vuelto con el ruido a sus cinco descabalados sentidos, vio entrar dos gigantes y una dama (que tales le parecieron), armados los primeros de pies a cabeza, con celada de encaje, tras la cual mantenían el incógnito. Eran estos dos gigantes el marqués de Huagrahuigsa y el barón de Cocentaina, quienes tenían un pico pendiente con don Quijote. La dama no era otra que la de las trovas de antaño; esta graciosa figura la hacía el socarrón de don Alejo. La señora acometió a una butaca, y arrellanándose en ella, dijo:
-Supuesto que en este artículo me ponedes, caballeros, sea luego la batalla, y sepa yo a quién he de pertenecer; si por la fuerza, como esclava, a los que supeditan mi persona, o de mi libre albedrío como esposa, al dueño de mis pensamientos.
-Nunca es tarde para reñir entre buenos -respondió don Quijote al que le estaba provocando ejecutivamente-: nada habrá perdido vuesa merced con darse a conocer, a fin de que yo arregle mis hechos a la calidad de mi enemigo.
-La señora aquí presente -replicó el incógnito- está pregonando mi nombre: vuesa merced sabe ya que Brandabrando es quien le provoca y estrecha. Déjese mi rival de evasivas y moratorias so capa de urbanidad, porque estoy resuelto a no dejar escaparse a uno cuyo valor está, parte en su lengua, parte en los pies de su caballo.
Había de sobras para sacar de quicios a hombre como don Quijote.
-Don Quijote de la Mancha -respondió éste- tiene por buenos cualquier tiempo y lugar cuando se trata de las armas. Esto lo vais a ver sin más tiempo que el que he menester para vestirme. Dadme acá esas calzas, y atacaos bien las vuestras.
-Para nada soy menos que para lacayo o ayuda de cámara -respondió Brandabrando-. Sepa vuesa merced que he desdeñado el título de señor de los Camareros, y aun el de Montero Mayor de Su Majestad. Tome sus trebejos y vístase como pueda, sobre la marcha, que ya es exceso de paciencia en mí sufrir semejantes dilatorias.
-Lo político no quita lo valiente -replicó don Quijote-. ¿Trebejos llamáis al ajuar de un caballero? Yo os haré ver que el trebejo sois vos, y que a lo menguado unís lo montaraz. Diciendo esto alargó un brazo de tres varas, seco, amarillo, velludo, sobre la ropa que había puesto en una silla al acostarse. A tiempo que iba a cogerlas, Brandabrando pinchó esas calzas con la punta de su florete, y dijo:
-Para que conste al mundo que vuestra desnudez no me intimida y que así os rindo vestido como en cueros, habéis de pelear sin calzas.
Don Quijote echó mano por los zapatos: repitió el otro su operación y dijo:
-Para que las gentes vean si os temo más descalzo que calzado.
Fue don Quijote por el jubón, sin decir palabra: hurtóselo del mismo modo su contrario:
-Esto más de ventaja para vos, que habéis de reñir conmigo sin el empacho de esta pieza ridícula.
Le ahogada ya la cólera al caballero andante: en un pronto echó de sí las frazadas para tirarse al suelo, dejando ver unas piernas como sólo don Quijote podía tenerlas. Arrojó un grito la señora Dulcinea, y cubriéndose el rostro con una reja de dedos, se puso a suplicar al mundo entero que viesen modo de hurtar su persona a espectáculo semejante. Vuelto en sí don Quijote a esos reproches, se cubrió velozmente y dijo:
-Aun cuando fueseis una de las Euménides, tendría yo cuenta con vuestro sexo y me hallaría lejos del menor desacato. La ocasión de lo que ha sucedido achacadla a vuestro cavalier servant, y tened por cierto que vuestra gazmoñería es mayor que mi desenvoltura.
-A vuesa merced le consta -replicó la dama- que en nosotras el pudor es tan obligatorio como en los hombres el valor. Si vuesas mercedes ponen de manifiesto la superioridad de su naturaleza con el atrevimiento bien empleado, nosotras hemos de cubrirnos con la timidez y poner nuestro conato en guardar pura la vergüenza.
-¡Eh, buen hombre o buen demonio -dijo don Quijote-, traedme acá esas calzas y al punto soy con vos en batalla!
-Ya os he dicho que no tengo cara de sacabotas -respondió Brandabrando-; os he dicho también que habéis de pelear en camisa; y despachaos, so pena de incurrir en un castigo de escuela...
Saltó abajo don Quijote, como un tigre, y sin que la cólera le diese tiempo para echar mano a la espada, le asió con entrambas del gaznate al pobre marqués, con tal furia, que si el compañero de éste no acude en su socorro, al cabo de cinco minutos le hubiera dejado de enterrarlo. Brandabrisio cogió a su vez por el pescuezo a don Quijote, y poniéndole zancadilla le obligó a soltar presa y dio con él en el suelo. Viendo Sancho como tiraban a matar a su señor, embistió con el enemigo, y menudeó tan bonito sobre ellos, que los puso como nuevos con más de seis mojicones en las narices. Don Quijote, enderezándose cuan largo era, tomaba ya su lanza; mas los invasores salieron por la puerta de los perros, bien así por temor del escándalo, como de la furia de ese loco. La señora Dulcinea, que no había hecho sino reír desencajadamente, sin moverse de su sillón, fue la primera en ponerse en cobro cuando vio que las cosas pasaban a mayores, y a trancos más abiertos de lo que permitía su follado. Quisiera el caballero andante perseguir a los fugitivos, pero no lo consintió su espinazo, que le dolía como de ciática.
-Síguelos, Sancho -dijo a su escudero-, y tráeme las cabezas de esos follones: cada una de ellas te importa una provincia agregada a tus Estados.
-Está en un tris que yo lo verefique -respondió Sancho-, no por el huevo, sino por el fuero. Mas vuesa merced ha oído: al enemigo que huye, puente de plata. No firmes cartas que no leas, ni bebas agua que no veas: yo no sé quiénes son esos demonios, y si no me esperan con un refuerzo de treinta o cuarenta de los suyos. Al seguro llevan preso, señor don Quijote. Mato a los ladrones, le traigo a vuesa merced sus cabezas, dejando la mía en manos de ellos, probablemente: pues la hazaña será de mi amo. Pelean los soldados, el general dio la batalla; vencen los soldados, el general es el triunfante; mueren los soldados, seguro el rey, y gran señor en todo caso. Pues a otra puerta, que ésta no está abierta: y cien años de guerra y no un día de batalla. Cuando me dan el consejo, denme también el vencejo: vuesa merced no hace sino ponerme entre la cruz y el agua bendita, y allá de yo de hocicos con el diablo. Sancho, esos yangüeses; Sancho, esos gigantes; Sancho, esos leones. Se van los amores, señor, y quedan los dolores: los humos de esta victoria se subirán al cielo; las costillas sumidas, en mi cuerpo han de quedar. El que en pie se halla, mire no se caiga.
-Al diablo sea ofrecida la utilidad que saco de tu ayuda, maldito Sancho -respondió don Quijote-: si algo haces de bueno, al punto lo echas a perder con ese desbarrar sin término, ese desfigurar las cosas más palmarias. Ven acá, apóstata, ¿qué gigantes mataste?, ¿qué leones domaste?, ¿a qué yangüeses venciste? ¿Dónde están los trofeos de tus victorias, dónde las coronas que has ganado con tus proezas? ¡Conque tú provocaste a los leones, y yo te mandé provocarlos! ¡Tú embestiste a los yangüeses y los apaleaste a tu sabor! ¡Tú atropellaste y desbarataste los ejércitos de Alifanfarón de Trapobana! Susténtamelo en las barbas, insigne pícaro; róbame mis hazañas. Cuando te saquen con los pies adelante será el arrepentirte de tus fechorías: todas las has de pagar allá donde no se dice verefique, ni valen refranes mechados de tontera. ¿Es posible que ni después de una batalla dejes de vomitarlos como un endemoniado? ¿Así procuras mitigar el dolor de esta caída? Un huevo, y ese huero: la única vez que has acertado a mostrar coraje, resolución y fuerza juntamente, lo estragas todo con una extemporánea cobardía, negándote a seguir el alcance al enemigo, divertido en esa hablilla refranesca que me ha de matar de desesperación. Puerco fiado, gruñe todo el año: si algo te debo, no me cobres con romperme la cabeza, y hazme firmar un pagaré, ya que te atienes al refrán que dice: callen barbas y hablen cartas. Cumplido el plazo cogerás, no solamente tus salarios, si no me sirves a merced, pero también recompensa, gratificación, pre, honorario, subvenciones y cuanto más te dé la gana; pero no hables más de lo necesario. A puerta cerrada el diablo se vuelve, y en boca emparejada no entran moscas. ¿No has oído decir: herradura que chacolotea, clavo le falta? ¿Qué han de pensar de ti los que te oyen despotricar a lengua seca, haciendo rosarios de adagios y proverbios, sino que eres un bendito animal, insufrible para los que tienen la desgracia de estar oyéndote de día y de noche?
-A puerco fresco y berenjenas, ¿quién tendrá las manos quedas, señor? -respondió Sancho-. La ocasión hace al ladrón; y no dirá vuesa merced que yo hablo sin ella, ni que vuesa merced me da ejemplo de sorbidad de palabras, ni aun de refranes.
-Sorbidad -replicó don Quijote- vendrá de sorber; sobriedad viene de sobrio. Esta es virtud que hemos de practicar, no sólo en el comer y en el beber, sino también en el hablar; y por ventura más en esto que en lo otro. Quien guarda la boca guarda el alma; y no vayas a pensar que éste es refrán, sino sentencia de la Biblia, donde habla Salomón. El exceso en el comer te causa disgusto y enfermedades, la demasía en el beber te entorpece y envilece, y no puedes dormir más de lo justo, sin cometer uno de los pecados mortales, cual es la pereza. Todo esto es malo, pero nada es peor que el abuso de la lengua. Si la palabra es plata, el silencio es oro: la preciosa liga que resulta de estos elementos es la piedra filosofal de la prudencia. Hablar con juicio y medida; discurrir en cosas de substancia, sin apartarse de la verdad y la modestia, esto es ser sabio. Yo no pretendo que de cuando en cuando no salpiquemos la conversación con una de esas sentencias populares que en pequeño volumen encierran mucho y exquisito condumio; ¿pero qué es esto de echar refranes a dos manos, como quien traspala trigo? El bobo que es callado, por sesudo es reputado; llévate de esta regla.
-No es regla, sino refrán -contestó Sancho-. Vuesa merced los ha echado en este discurso como si hubiera hasta para tirarlos por la ventana, y le parecen insípidos los mihuelos. Entre bobos anda el juego, y cuando nace la escoba nace el asno que la roya. A uso de iglesia catedral, cuales fueron los padres los hijos serán, y cuales son los amos los criados son, señor. Éntrome acá, que llueve. Dice el refrán: de tal barba, tal escama; vuesa merced es la barba, yo soy la escama; y en lo de los refranes corremos a puto el postre.
-Puede ser -repuso don Quijote-: de esto mismo tú tienes la culpa, y has de pagar el mal que viene resultando. Te has acercado tanto a mí, que ya la distancia del caballero al escudero es ninguna, con harto perjuicio de la orden que profeso y mengua de mi decoro. Las malas mañas, como ciertas enfermedades, son pegadizas: pásame tu sandez, pásame tu pusilanimidad, pásame tu bellaquería, pásame todo; pero no me comuniques esta sarna perruna que te infesta, con nombre de refranes. Y lo peor es que muchas veces me echas tus venablos escondidos en ellos. El que te dice la copla, ése te la hace. Si de tarde en tarde me viene un refrán a los labios, es bien ocasionado, no oficioso e impertinente como los tuyos. Y todavía has de confesar que muchas veces no los digo sino por darte a entender que te propasas en ellos. Cuando no son refranes, son diminutivos de tu cuño: mihuelos... ¿Qué entiendes por mihuelos, pazguato? ¿No sabes que los pronombres no admiten diminutivo? De mío no puedes hacer mihuelo ni miito, así como no puedes hacer miote ni miazo. Pero doblemos esta hoja, Sancho, y dime lo que piensas de la singular aventura de esta noche.
-Pienso -respondió Sancho- que esos desalmados nos han puesto a dos dedos de la sepultura, y que yo les he remachado las narices a puñadas, y que vuesa merced le sacó una vara de lengua al compadre Brandabrindo, y que la señora Dulcinea es el demonio, y que me deben dar licencia para dormir, y que mañana se puede averiguar lo demás.