Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXXV
Capítulo XXXV
Hablose de puntos varios, y de uno en otro vinieron a parar en el tan ameno de las letras humanas, como que el marqués de Huagrahuigsa tiraba siempre a esa materia. Sin ser poeta era humanista; su profesión, aunque no su talento, la crítica literaria; y él, tan prolijo, tan sumamente prolijo, que en lo hondo del mar cogía un infusorio. Es propia de los malos críticos la habilidad para descubrir los defectos insignificantes, y propio de los escritores vulgares y ruines el odio por los que gozan de más consideración que ellos. El mérito de los demás es una deuda para el envidioso: en cuanto a las bellezas de la obra que tiene entre manos, se niega a verlas, y quién sabe si de buena fe no las descubre porque la envidia se las aparta de los ojos; y como le gobierna un vil propósito, cual es el descrédito del autor, no hace mención sino de las fealdades, echando tierra sobre los primores. O bien le falta el brío del ingenio y aquel aliento largo y poderoso que necesitamos para divisar y coger las perlas en el centro del Océano. El alcornoque, la algaova y las impurezas del mar están flotando hacia la orilla a la vista y a la mano de cualquiera. Estaba el marqués en lo fino de zarandear a Garcilaso, mondando y escardando sus églogas, como él mismo solía decir, cuando su tío don Prudencio Santiváñez, hombre de juicio recto, no lo pudo sufrir y respondió con irónica mansedumbre:
-He oído que para juzgar de las obras ajenas necesita uno tres cosas: ciencia, benevolencia y osadía. Nadie puede hablar acerca de los grandes autores sin reconocerse de hecho investido de la sabiduría que para tan arduos juicios requerimos. Ciencia igual o superior a la del autor. ¿Cómo de otro modo juzgar de sus aciertos o sus errores? Conviene mucha circunspección, dice el maestro en las humanidades, cuando hablamos de los grandes escritores; no sea que por ignorancia vengamos a condenar lo que no entendemos; y por falta de penetración, agrego yo, a reírnos de lo más primoroso de una obra. Y aun por esto viene a ser indispensable el otro requisito, la osadía, que presupone ciencia, sin la cual todo atrevimiento es declarada sandez y locura. Yo pienso que no hay profesión más complicada y difícil que la del censor literario, por cuanto es maravilla dar con uno en quien se hallen reunidas estas tres excelsas propiedades, ciencia, benevolencia y osadía. Un sabio bondadoso y arrojado que poniendo las cosas en su punto sabe guardar el temperamento con el cual convence de error, sin escarnecer al que lo ha cometido, debe ser hombre de los nada comunes.
-Y justamente -respondió don Alejo- la crítica es la ciencia más fácil y acomodadiza: la ciencia, digo, de fiscalizar a nuestros semejantes y condenarlos, que sean buenos, que sean malos, si les tenemos aversión; salvarlos y declararlos superiores, si son de los nuestros. Principios morales, políticos, literarios; maneras, conducta, todo cae debajo de la jurisdicción de la ignorancia. Nosotros, los doctos sin título ni autoridad, damos un corte en lo más intrincado, y la luz salta a los ojos del mundo.
-¿No has visto -repuso don Prudencio- cómo no hay quien no dé puntada en la medicina? Ponte malo, y ni viejo ni vieja te perdonan su remedio. Otro tanto sucede en lo moral, en lo político: los necios, los ignorantes son los más resueltos: nunca se quedan en chiquitas.
-Tío -dijo el marqués de Huagrahuigsa, con cierta rigidez-, si tengo o no derecho para resolver dificultades, yo me lo se, y a vuesa merced no se le oculta que paso la vida sobre los libros.
-No lo dije por tanto, mi querido Zoilo -replicó el buen tío-. Yo sé que eres joven de provecho; pero mi estimación por ti subiría de punto, si te oyese hablar con más respeto de los hombres a quienes el género humano ha consagrado, en cierto modo, y no pusieses tan en olvido la modestia. Ni los sabios ni los maestros pronuncian esas sentencias sin apelación que tú no vacilas en pronunciar todos los días. La cordura, la sabiduría suelen decir «me parece», «juzgo», «presumo», y otras expresiones de este linaje, con las cuales no despiertan e irritan la ojeriza de nuestros semejantes, dispuestos por la mayor parte a aborrecernos si ven en nosotros superioridad innegable, a motejarnos y reírse de nosotros si nuestros méritos están en duda. Tus aptitudes son evidentes; mas puesta siempre la mira a las obras ajenas, eres continuo averiguador de sus defectos, dejando de aprovecharte de tu capacidad intelectual. En tantos juicios como estás formulando cada día verbalmente de poetas, sin haber compuesto un verso; de prosistas, sin haber escrito una página digna de la posteridad; de filósofos y hombres de estado, héroes y gobernantes, con perdón sea dicho de tu buena índole, no tengo noticia de que jamás hubieses alabado nada en nadie, si no es justamente aquello que desechan la sana razón y las buenas costumbres. Pues tal no es el encargo del crítico imparcial: así se ocupa éste en lo bueno como en lo malo de las obras ajenas y nunca da de mano a lo excelente, sin incurrir en la tacha de envidioso ocultador del mérito. ¿Cuál es el fin de la crítica? Es, me parece, la enmienda de las faltas, la corrección de los errores, la tendencia al perfeccionamiento, y por aquí, a la belleza. La parte más difícil de la crítica es la favorable: para notar las gracias de un autor se ha menester buen gusto declarado: para exponerlas a la vista del público, benevolencia y buena fe. Los primores de la inteligencia son como los de la naturaleza, no se hallan en la superficie ni a los alcances de todo el mundo: el oro está en lo duro de la roca, el diamante debajo de la tierra. Así los grandes y bellos pensamientos requieren inteligencia y atención de parte de quien los lee, porque no vienen sobrenadando como espuma. La profundidad es indispensable para la solidez, la solidez para la duración: sin profundidad, pues, no hay verdadera hermosura: la hermosura ha de ser sólida para ser grande y perpetua. ¿Y quién duda que en lo profundo reina siempre una obscuridad respetable? El dar con los defectos es muy fácil; más fácil todavía el reírse de ellos: la risa es la sabiduría de la ignorancia, el arbitrio de la malignidad y la tontera.
-Tío -replicó el marqués-, si hablo de los antiguos, raras veces me propaso; mas los poetillas actuales y nuestros escritorzuelos menguados ¿por qué me han de inspirar ese respeto que dice vuesa merced? Sólo en un pueblo tan sin luces como el nuestro pueden pasar por hombres superiores, necios como aquel que, sabiendo apenas leer y escribir, tiene asegurado su nombre para la posteridad. El que uno de su propia calaña haga suyo el encargo de inmortalizarle no significa sino que en lugar de un tonto hay dos.
-No te mueras por eso -tornó a decir don Prudencio-; la opinión ajuiciada no sanciona los decretos cuyo fundamento no es el mérito, ni hace caudal de los encomios que propenden, no tanto a dar realce al héroe de la apología, cuanto a deprimir al ingenio que los historiadores inicuos o incapaces y los críticos envidiosos aborrecen. La mala fe tiene su política: para la envidia, un perro es más que un león; y verás a los malintencionados e ignorantes ir alabando sin término a un pobre diablo para que de allí resulte la inferioridad del que les quita el sueño.
-Abundo en ese modo de pensar -dijo a su vez don Alejo de Mayorga-, tanto más, cuanto que esas cábalas de la malevolencia las estamos viendo hoy mismo: ingenios eminentes tras de comunes y acaso ruines escritores. Nadando éstos en la fama y las riquezas, víctimas los otros de la obscuridad y por ventura de la inopia. Estas son injusticias, atrocidades de los hombres, los cuales tienen por necesario algo de que arrepentirse, si aún es tiempo, o una gran reparación que legar a los venideros. Nunca es tarde para el desagravio, pero dudo que algo le aproveche su estatua de bronce al que en la vida fue infeliz, y con todo su talento y su grande alma devoró el hambre, acosado por la maledicencia. Echadas bien las cuentas, díganme vuesas mercedes si los tardíos honores que los pueblos suelen tributar a los hombres preclaros descuentan de ninguna manera las tribulaciones y amarguras de que les hartaron en vida. La tumba es templo obscuro, impenetrable: la luz, el ruido del mundo no tienen entrada en ella: los muertos no ven sus mausoleos, sus bustos, sus estatuas; no oyen los panegíricos que pronuncian los oradores; no sienten alegría ni placer a las oraciones en que se les alaba. Bueno, justo y aun necesario es honrar la memoria de los varones esclarecidos con esas demostraciones con que los hijos descuentan la maldad o la indiferencia de sus padres; ¿mas no sería también conveniente mirar por un hombre ilustre cuando vive y necesita el apoyo de sus semejantes, sin esperar su muerte como condición indispensable de nuestra bondad y justicia?
-Este mal de la indiferencia por los seres privilegiados -respondió don Prudencio- ha envilecido al género humano desde su cuna. Digo indiferencia, por no decir persecución. La suerte es enemiga mortal de la naturaleza: destruir los dones de esta buena madre no lo puede; pero tiene el arte de hacer de ellos ocasión y motivo de desdicha. Esto es así, mi querido Zoilo. Ahora dime, ¿por dónde has venido a descubrir que esa buena madre naturaleza ha envuelto a todos tus compatriotas en un injusto desheredamiento, por colmarte a ti solo de sus favores? Mayorazgo de derecho divino, nada dejas para tus hermanos. Si hay algo que nos eleve suavemente sobre los de más, es la modestia. Tú has cultivado el ingenio con las lecturas livianas, poniendo en olvido a filósofos, historiadores y moralistas; y filosofía, historia y moral son manantiales donde bebe el corazón y mejoran los afectos. Has bañado tu alma en ese fragante arroyo que se llama poesía; pero atiende a que no siempre la Castalia es la fuente de la vida: Anacreonte, Safo, Catulo envejecieron antes de tiempo en sus aguas. El fuego de los sentidos puesto en obra es corrupción: la corrupción envejece y mata. En una palabra, hijo mío, y este consejo te lo da la experiencia, tienes que rectificar tu instrucción y enderezar tus propensiones. No me disgustaría ver cómo te echases en las llamas, impelido por un noble sentimiento del ánimo; ¿pero qué es esto de tirar siempre a lo peor y tenerse por el mejor? La liberalidad no te halla, la generosidad no te conoce; tu filosofía es el cinismo, tu dueño el interés: he aquí la grandeza de tu alma. ¿Podrías contar las obras de virtud que te vuelven acreedor a la veneración de tus semejantes?, ¿los actos de valor con los cuales granjeas su admiración? Ninguno, ninguno; ¿pues cómo, buen amigo, te tienes por venerable y admirable? Y ese flujo maldito por murmurar de todo, esa vengativa pequeñez con que todo lo censuras....
El marqués de Huagrahuigsa era el afín con el cual don Prudencio Santiváñez no comía en un plato: las índoles de estos sujetos no se tocaban por ninguna parte; y esta disparidad de temperamentos hacía que reinase entre los dos una cierta afección que bien puede llamarse antipatía. Disgustado de las ideas, harto de las impertinencias de aquel su sobrino, espiaba el buen señor una coyuntura para descargar su pecho y dar al empalagoso mancebo una lección. Se la dio y buena. El respeto debido a tan sagrado parentesco refrenaba apenas la ira del marqués; o era más bien que la perturbación de su espíritu en estos casos y el entorpecimiento de su lengua le coartaban las palabras, mudo y trémulo de pura soberbia. Orgullo no era el suyo; su alma no se iba por las elevadas regiones de esta afección o pasión que tiene mucho de noble. El orgullo puro y limpio no se opone a la modestia, no hace sino defendernos contra la humildad que, si no es la cristiana, se llama bajeza. El orgullo es un cierto conocimiento de la importancia propia, es deseo de corresponder a la naturaleza o al Criador, con un porte digno de sus favores. Traspasados ciertos términos, el orgullo es soberbia; mantenido en cierto grado, es una prenda del corazón y el espíritu. Puesto el orgullo en el lindero de las virtudes y los vicios, no llegan a él sino los hombres superiores, los capaces de las grandes cosas. Cuando éstas son obras del bien, se llaman virtudes; cuando del mal, crímenes. No hablo de los que comete el vulgo; esos son delitos, vilezas: hablo de las atrocidades grandes, de esas que llaman la atención de los pueblos y les obligan a admirarnos, aunque nos aborrezcan.
El marqués no alcanzaba fuerzas para el orgullo; se quedaba atascado en la vanidad, defecto que pone en claro las ineptitudes del corazón. Alabar a alguien en su presencia, era causarle tedio; no darle en todo caso el puesto de honor, agravio que le corría a lo hondo del pecho. En inteligencia no mal librado, de instrucción asaz provisto, el carácter malo, ajeno a las virtudes, incapaz de acciones generosas, y canalla en la menor oportunidad. Lástima de organización en la cual faltó el nervio de la generosidad, indispensable para la elevación del alma, aquella celsitud con que prevalecen los hombres realmente grandes, quienes a la vez suelen ser buenos, porque la bondad es parte esencial de la grandeza. Doña Engracia de Borja estaba aprobando en silencio el discurso de su marido, las señoritas escuchaban con respeto, y don Quijote, que todo lo había oído callando, sin recostarse una mínima a la causa del marqués, tomó la palabra y dijo:
-Si vuesas mercedes me dan licencia, echaré aquí mi jácara; una que viene al pelo del asunto.
Diéronsela, unos de viva voz, otros otorgando de cabeza, y nuestro hidalgo, que fuera de la caballería era muy cuerdo, habló como sigue:
-Han de saber vuesas mercedes que un famoso crítico, habiendo reunido en más de cuatro años todos los defectos y las faltas de un autor, los presentó a Apolo en una linda colección. Aceptola el Dios con una cortesía; y para corresponder el regalo según el genio y la calidad del personaje, le puso a los pies un saco de trigo con pelaza y todo, ordenándole separar del grano la paja, y hacer de ella un montón aparte. El crítico, alborozado con una comisión tan de su gusto, no ahorró trabajo ni prolijidad, y la cumplió cual convenía a tan advertida y minuciosa inteligencia. Una vez hecho el encargo, Apolo le adjudicó la paja en premio de su habilidad.
Había el loco acertado en la coyuntura. Mientras todos estaban mirándolos suspensos, tanto a él como al marqués, juraba éste allá para sí odio inmortal a don Quijote y la más cruda venganza que en su mano estuviera.