Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XXXIX

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XXXIX - De cómo se armó para el torneo el famoso caballero de la Mancha
de Juan Montalvo
Capítulo XXXIX

Capítulo XXXIX

Las nueve serían de la mañana cuando se oyó en el patio del castillo un gran tropel de caballos cuyas herraduras hacían en el empedrado marcial y alegre ruido. Eran los recienvenidos ocho o diez mancebos que acudían al torneo de don Alejo de Mayorga, jóvenes de esos en quienes está hirviendo la sangre, capaces de acometer la conquista del imperio del Catay, puesto que el fruto de la victoria sea una Angélica. Ninguno de los campeadores llega a los treinta años, andando como andan todos entre los veinte y los veinticinco, edad en que las pasiones descuellan y se levantan en forma de lenguas de fuego, consumiendo lo que tocan con ese dulce corrosivo que en la locura de los verdes años se suele llamar felicidad. Don Quijote salió como un brazo de mar y saludó a los estudiantes, inquiriendo con la vista cuál pudiera ser Pedro de Brecemonte, cuál Juan de Merlo, cuál el Señor de Bouropag, y así los otros caballeros a quienes pensaba mandar vencidos a presentarse a su señora Dulcinea del Toboso, como prendas vivas y testigos intachables de sus altos fechos y grandes caballerías. Pero a quien más buscó fue al rey Gradaso, porque tenía jurado desde muy atrás quitarle la espada Durindana, para lo cual era resolución en el pasar a la isla de Lipadusa, si faltaba aquel circaso a las justas del castillo. Andaba el caballero pompeándose entre la retozona muchedumbre, cuando sus pecados hicieron que se le fuese el botón, cordón, gafete, o lo que haya sido, con que se atacaba las calzas, si no eran más bien agujetas. Flojo y desvencijado, se escabulló con menos tono y se fue a su aposento a ver de remediar la avería. Halló en el por fortuna a su escudero, a quien dijo:

-¿Tienes un con qué peguemos este maldito corchete que ha esperado el mejor instante para irse? Encomendada sea al diablo la holgura que nos ofrece este desgracioso vestido con el que los pueblos cristianos han querido desfigurarse. En esto de comodidad y elegancia los turcos valen más que nosotros, y de buena gana dejara yo este feo aparejo por el hermoso manto de los árabes. ¿Por qué, noramala, nuestros padres, que todo lo tomaron de los romanos, desdijeron tanto de ellos en el traje y la compostura, tan nobles entre los antiguos, como varoniles y oportunos? Mira el casacón de armas imperial, llamado paludamento, cuánta gracia y majestad comunica a la persona del monarca: el manto de púrpura de los generales, cuando éstos lo tercian elegantemente por debajo del brazo: el laticlave de los senadores y magistrados, esa túnica magnífica cruzada por una banda de grana en la cual resplandecen gruesos nudos de hilo de oro. El péplum, hijo, el péplum, ese vestido admirable que concilia a las damas presencia y majestad de emperatrices. Todo tan amplio, tan garboso, tan señoril, que aun a la vista es ése el pueblo rey. Y nosotros metidos en estos veleros menguados, con botoncitos, ojalitos y otras jarcias ridículas. ¿Qué hubiera sido de mí ahora ha poco, si así como hacía de persona particular me viera en el furor de la batalla, o asido con una dama en un baile de corte? Malditos sean mil veces los inventores de los gregüescos, y llévenme a la moda en la cual nada había que ajustara ni se arrancara. ¿Tienes, digo, un con qué se pegue este demonio?

-Si las hilas y el ingüente -respondió Sancho- no han de faltar en las alforjas, hebra trae el advertido en donde puede.

Y diciendo esto sacó de su boina, gorra o chapeo, que no lo sabe distinguir el historiador, si bien está por sospechar que lo que traía Sancho en la cabeza era caperuza; sacó, digo, un agujón enorme, especie de sacafilásticas que asombró a don Quijote.

-¡Bendito seas! -dijo el hidalgo-: en caso necesario este instrumento te podría servir de arma ofensiva y mangonear de espadín, si no de espada. Oye, Sancho, no me digas ingüente, y manos a la obra, que según entiendo, debo ya proceder a revestir las armas para el torneo. ¿Eres curioso en esto del pegar y el remendar?

-En manos está el pandero que lo sabrán bien tañer -respondió Sancho-: despójese vuesa merced de esos buenos gregüescos y verá si entiendo o no del arte.

-No es cosa -replicó don Quijote- de ponerse a sacárselos en este instante, que poco más o menos es de apuro. Llégate a mí y ve cómo te amañas a la operación, y despacha.

-Soy del parecer -dijo Sancho- que la obra es imposible si no se me ponen en las manos esas buenas calzas.

-Sea como quieres -respondió don Quijote.

Y desenvainando esas pernezuelas, quedó el más bello de los mortales, al tiempo que una reverenda dueña, de tocas, se mostraba en los umbrales y huía incontinenti dando voces, escandalizada de lo que habían visto sus traidores ojos.

-¡Yo te lo había dicho! -dijo don Quijote-. ¿A qué me traes aquí esa dueña, guardacoimas sin honor? ¿Me haces desnudar a traición para ponerme en presencia de una mujer, la cual, por humilde y entrada en edad que sea, es hija de Eva en todo caso? ¿Qué noticia va a difundir por el castillo sino que me ha visto de los pies a la cabeza?

-No dirá que hale visto a vuesa merced como le parió su madre, señor don Quijote; pues no habrá vuesa merced nacido con jubón de camusa, o yo se poco.

-De tus obligaciones sabes poco -respondió don Quijote-; de mentir y bellaquear sabes más de lo que piensas. Ande vuesa merced, señor Panza, con esos gregüescos, o juro por quien soy que la fortuna le ha de correr mal hoy día.

-Iglesia me llamo -repuso el escudero dándose prisa, cuando se oyó hacia el patio el pregón de los farautes:


«Afuera, afuera, afuera,
Aparta, aparta, aparta,
Que entra el valeroso Merlo,
Cuadrillero de unas cañas».


Don Quijote, echando mano por su lanza, se disparó en un como furor guerrero, mientras Sancho le gritaba:

-¿Adónde va vuesa merced de ese modo, señor don Quijote? Mire que allí hay señoras que no gustarán de verle medio cuerpo en cueros.

Advirtiolo don Quijote, y volviéndose confuso, arrancó sus calzas de manos de Sancho, quien por dicha había acabado de reparar la lesión de esa elegante pieza.

-¡Cómo en estos conflictos me pones, desleal escudero! -dijo-. Los campeadores van a pensar que me doy largas; y aún han de decir que el preciado don Quijote se hace el enfermo cuando se le espera en la estacada.

-No ha que morirse, señor don Quijote: como vuesa merced llegue a tiempo, ya verán por allí quién es mi amo. Si se cumplen mis deseos, no ha de quedar vivo uno solo de todos esos palafrenes. Abeja y oveja y parte en la egreja quiere para su hijo la vieja.

-El diablo es de intrincado tu refrán -dijo don Quijote-: no me los eches tan escabrosos, y menos en ocasiones tan peliagudas como ésta. No hay abejas ni ovejas, ni yo mato palafrenes, lego incapaz de todo aprendizaje. Esos a quienes voy a retar, acometer, vencer y rendir, no son palafrenes, sino paladines, como alguna vez me has oído. Tu memoria es un ruin depósito de ideas; los vocablos salen molidos y descuartizados, pervertidos y enmascarados por tu boca. Palafrén se llama el caballo manso pero bueno; tranquilo, pero airoso, de montar damas y princesas: paladín es el caballero probado en la batalla. Conque mira si voy a matar palafrenes o paladines.

Vestíase y armábase, caballero al mismo tiempo que hablaba de este modo, y cuando estaba bregando con cierta hebilla traidora de sus escarcelas, faraute repetía en el palenque:


«Afuera, afuera, afuera,
Aparta, aparta, aparta,
Que entra el valeroso Merlo,
Cuadrillero de unas cañas».