Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XLIX

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo XLIX - De cómo rodó la conversación en el festín campestre
de Juan Montalvo
Capítulo XLIX

Capítulo XLIX

Puestos los manteles, don Quijote fue invitado con muy corteses razones por el escribano y los demás, fuera del jurisconsulto Mostaza, quien sin decir palabra ganó la que a él le pareció cabecera de la mesa. El primer puesto en todas partes se le debía de fuero; y cuando no se lo ofrecían, él se lo tomaba con las maneras de un macho. Como todo sabio, tenía mal estómago; pero comía más que dos ignorantes. Su colega el doctor Extradibaús tenía también mal estómago; el tenerlo malo, así es de los virtuosos y santos, como de los estudiosos y hombres de talento, en los cuales el calor digestivo se arrebata a la cabeza, a fuerza de meditación y atención a los principios sublimes. No hay menguado presumido de inteligente, ni pícaro cuyo tráfico es la virtud ficticia, que no haga sus morisquetas en la mesa y no finja temer los manjares indispensables para nuestro sustento. Observadores hay que dan por indicio vehemente de hipocresía la abstinencia exagerada, y aconsejan ponerse en guardia contra los que aparentan comer menos de lo necesario. Nadie come más que el que no come nada: veis allí ese poeta filósofo que anda emplastado de por vida, cuya salutación es el quejarse de sus enfermedades y padecimientos. Tiene para sí que en la mala salud está el numen poético, y que no hay manera de ofrecerse a la admiración de los demás, como el andar hipando y dando noticia de sus indignidades secretas. La salud cabal, fresca, pura, es inteligencia y valor: el que carece de ella ha perdido media vida, y en esa porción preciosa se han ido sus mejores facultades intelectuales y morales. El que no tiene salud, invéntela, róbela; y si la tiene, no la niegue, porque esa es impiedad como el negar a Dios: Dios es salud eterna. ¿Quién es ese que viene con más cara y más cerdas que un jabalí? Es otro poeta condenado a mal sin esperanza; y tras ese barbaje negro, aborrascado y feroz, los genios del amor y la elegía están revolcándose abrazados con las toses, las expectoraciones y las sabandijas de las enfermedades incurables. Pero ¡santo cielo!, el Parnaso nunca ha sido un hospital, ni las musas viven ocupadas en echar clister y poner cataplasmas pectorales a los poetas. Soneto va, soneto viene, y tosa usted de fingido y gargajee, que esta es la manera de ser más que los que gozan de buena salud. El alma falsa, en realidad, es cama de inmundicias. Hace bien de aferrarse a esos gusanos que tienen por nombre mentira, envidia, alevosía, odio cobarde, murmuración, y están rompiendo por esos ojillos de animal selvático, redondos, sanguíneos, al través de los cuales no se pueden divisar las regiones de la inmortalidad, porque no son vidrios graduados para ver la gloria. Poesía, ¡oh, poesía!, si alguna vez cayeras en manos de uno de esos arrastrados, murieras de disgusto, bien como el armiño que no ha podido huir del lodo. Tú eres verdadera, limpia, noble: tú eres belleza, y la belleza no ha menester hechizos artificiales; eres inocencia, y la inocencia no se apoya en la malicia; eres pureza, y la pureza fulgura sin arte, agrada sin empeño, cautiva sin mala intención. El pecho del poeta es un templo luminoso; su corazón, un instrumento angélico: arde y sueña el hombre feliz que siente en su alma esa divinidad invisible. ¡Poesía, oh poesía, esencia de las pasiones, música de la inteligencia!

El doctor Mostaza impugnaba victoriosamente sus palabras con sus obras, comiendo de cuanto había, a un mismo tiempo que se estaba quejando de su estómago y diciendo que el comer era para él un sacrificio. Extradibaús se abstenía de veras; apenas si humedecía los labios en un hollejo de dátil. El uno era hipócrita consumado; el otro tonto y vanidoso. Don Quijote de la Mancha, hombre sincero, no estaba a su sabor allí. Quiso, con todo, desentenderse de la reprensión que estaban mereciendo esos histriones, y habló más bien del oficio de ellos que de sus prendas personales.

-Verdaderamente -dijo-, la profesión de vuesas mercedes no puede ser más honrosa y necesaria, como que sin justicia no hay sociedad humana, y sin ministros u oficiales de ella no puede haber justicia práctica. En los primeros tiempos, cuando los hombres recién salidos de manos del Criador tenían el alma pura, sin esta roña de la codicia, no había más que una heredad de la cual gozaban todos. Pero uno cercó una porción de tierra, y dijo: «Esto es mío». No quiso ser para menos su vecino, cercó a su vez una porción de tierra, y dijo: «Esto es mío». La propiedad nació de una advertencia de la naturaleza: a la propiedad siguió el derecho, que es el justo título para poseer las cosas y disfrutar de sus producciones y sus rentas. Una vez que cada persona se vio en la necesidad de señalar lo que le pertenecía, reglas fueron necesarias para las adquisiciones, posesiones y enajenaciones. Llamáronse leyes esas reglas; y como éstas no podían ser del dominio general, ni estar a los alcances de todos, algunos debieron dedicarse a estudiarlas, a fin de que valiese el derecho; otros, investidos de la autoridad de todos, las aplicaron y volvieron efectivas.

Por aquí seguía don Quijote discurriendo en dicción remontada y numerosa, cual era la suya cuando hablaba acerca de materias esenciales. Pero el doctor Mostaza no pudo sufrir se hablase de una manera razonable, y bien por prurito de contradicción, bien porque los puntos elevados no fuesen de su reino, interrumpió diciendo:

-Vuesa merced discurre a lo Platón, y diserta a lo Papiniano. Deje de hoy para adelante la carrera de las armas, vista la toga, y arrebátenos con su elocuencia en el foro, después de haber asombrado al mundo con sus altos hechos. Melior est sapientia quam arma bellica. Sancho Panza puede oponerse a una escribanía, y Rocinante correrá por cuenta del Estado hasta el fin de sus días, a semejanza de los caballos y mulos que trabajaron en el edificio del Partenón.

Hablaba el reviejuelo con un retintín que le sonaba muy mal a don Quijote, el cual templando su enojo, respondió:

-¿Paréceos, señor bueno, que he dicho desconciertos? Necesaria puede ser vuestra profesión; la mía no es inútil. Si el abogado tira a poner las cosas en su punto, desentrañando la verdad de la confusión de obscuras circunstancias por medio del interminable proceder de las tramitaciones jurídicas, el caballero andante la pone de hecho en limpio y concluye en un verbo los asuntos más intrincados. Muchas veces los de vuestra comunidad hacen consumir la vida de un hombre en un proceso; los de la mía andan más aprisa, como que no han menester sino cuatro varas de tierra en campo libre, en plaza o patio de castillo, para que un punto cualquiera quede dirimido. ¿Qué sería de la viuda menesterosa si a vosotros hubiese de acudir para el remedio de su cuita? ¿Qué de la doncella ofendida si a vuestras armas pidiese el desagravio? ¿Qué de un príncipe afligido si de vosotros se fiase? Y esto más, que los caballeros andantes no peleamos por cosas injustas o ruines, mientras que no todos los abogados son oficiales y ministros verdaderos de la justicia. Del rábula inicuo, el leguleyo rapaz, al jurisperito ilustre, va tanto como del malandrín al caballero andante. Según os presentáis vos malhablado y malmirado, con harto fundamento se os pueden negar las consideraciones que son debidas a las virtudes y la sabiduría.

-No sois vos -dijo el doctor Mostaza- quien me ha de dar lecciones.

-Ni estáis en edad de recibirlas -replicó don Quijote-. Si no lecciones, serán demostraciones rigurosas que os enseñen a ser comedido, a lo menos con los que pueden castigaros.

Don Absalón Mostaza era uno de esos que no pierden ocasión de tentar el vado por medio de la insolencia: si dan con uno más vil que ellos, salen airosos y pasan plaza de valientes: si se encuentran con el alcalde de su pueblo, agachan las orejas y ganan el rincón rabo entre piernas, sin que sufra menoscabo su importancia. Al ver a don Quijote prendido en justa cólera, el valeroso Mostaza se echó a decir mil vaciedades acerca del duelo y su inmoralidad, se pasó de ingenioso, y propuso sutilezas que rayaban en disparates. Oyendo alzar la voz a don Quijote, Sancho Panza, que estaba comiendo con los criados en otro grupo, se había acercado a los señores, y echando de ver que el jurisconsulto se pasaba la mano por la calva, pensó que era melindre juvenil, y dijo:

-Lo que la vejez cohonde no hay maestro que lo adobe.

Por baja que fue la voz de Sancho, no dejó de oírlo el doctor Mostaza, y con mucha cólera respondió:

-¿Quién os manda meter aquí vuestra cuchara, pazguato?

-Sancho infernal -dijo don Quijote-, tú eres el hijo del diablo. Blasco de Garay ni Sorapán de Rieros hubieran echado aquí un refrán que más encaje. Ven acá, demonio, ¿tienes dentro de ti una gusanera donde nacen y se reproducen estos reptiles que sueltas a cada vuelta de hoja? Temo fundadamente que con ellos te desagües y vengas a enflaquecer de modo que no te conozca la madre que te parió. ¿No sabes que ningún flujo constante deja ileso al que lo padece? ¿Qué ha de ser de ti, menguado, si de día y de noche estás despidiendo refranes, sino que dentro de poco has de quedar vacío y escurrido?

-Gracias a estos señores -respondió Sancho- el desgaste de hoy está remediado con lo que me han dado de comer.

-Tomad, hermano, esto más -dijo el doctor Casimiro Extrafeliz, ofreciéndole dos o tres orejas de abad-, y comedlo también por amor de Dios. En pago de este don, ayunad el viernes, que la Virgen eso pide, y no refranes y pendencias.

Recibió Sancho la caridad con sumo agradecimiento y juzgando por sus cristianas palabras que ése era todo un hombre bueno, le pasó por la cabeza la idea de contarle la pérdida de sus alforjas, por si tan liberal caballero remediase su desgracia con darle una parte de las suyas.

-Tengamos alforjas en el alma -respondió Extrafeliz-, que las otras nos perjudican más que nos aprovechan. Sufragad para las ánimas benditas del purgatorio, y dejaos de alforjas.

-Alforjas en el alma -dijo don Quijote-... ¿Serán las bolsas en que los malos cargan los pecados, a semejanza de las en que la civeta tiene la algalia?

-La paridad no corre a cuatro pies -respondió Extrafeliz, formalizándose-: la algalia huele bien, es agradable y medicinal; nuestras culpas no tienen tan buen olor, ni son tan provechosas como a vuesa merced le parece.

-¿Cómo ha de oler mal -dijo Sancho- una morena de buena cara, ojos negros, mejillas sonrosadas, boca grande con dientes blancos y algo separados unos de otros, labios gordos y encendidos, pecho tirado hacia adelante, y esotros primores por donde discurre loca la imaginación?

-¡El loco y el atrevido sois vos! -respondió el doctor Extrafeliz, santiguándose-; de esas cosas no se habla en mi presencia. ¿De dónde saca esos modos de decir un infelizote como vos?

-¿No sabe vuesa merced -respondió don Quijote por su escudero- que el amor aguza el ingenio e inspira términos elevados y dulces? Las aves gorjean con más terneza y melodía cuando están apasionadas; los animales mugen o balan con suavidad embelesante: ¿qué mucho que mi escudero se sobrepuje a sí mismo cuando discurre acerca de esa pasión divina? Sancho, Sancho, hablas de amor como León Hebreo: quien te oyera estas descripciones y menos refranes, te juzgara trovador, y no de los de por ahí, sino de los más tiernos y melifluos.