Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo XIV
Capítulo XIV
No dejó de admirarse don Quijote cuando a la luz del día, que en largos rayos entraba por las rendijas de la puerta, se vio trincado al maderamen del aposento, que no tenía cielo raso, no a más de tres varas sobre el suelo, habiendo pensado hallarse en un palacio como el de la fada Morgaina o en el de la encantadora Melisa. A poco se cimbreó la tarima, y aflojadas las sogas con gran ruido de poleas, bajó rápidamente a tierra. Abriose la puerta de par en par, lo cual era ponerla franca y prevenir a los huéspedes que era tiempo de largarse. Mas por entonces no tenían éstos mucha prisa, y principió don Quijote su discurso matinal en los términos siguientes:
-Pláceme hacerte relación de lo que me ha sucedido esta noche: la vi, Sancho, aspiré su aliento, me inebrié con las suaves y puras exhalaciones que toda ella despide como una planta del Indo o del país sabeo. ¿Cómo ponderar el conjunto de gracias que adornan su persona? ¿Cómo encarecer las sales de su espíritu? ¡Oh Sancho! Si antes de conocerla era yo su enamorado, mira lo que debo ser ahora que la conozco.
-Dígame vuesa merced -preguntó Sancho-, ¿se contentó con verla y aspirarla? O no estuvieron solos vuesas mercedes, o el diablo andaba lejos de allí en cosa de más importancia.
-Solos, Sancho, solos como Adán y Eva en el paraíso.
-Luego no estuvieron tan solos, señor don Quijote, por que allí hubo un tercero que todo lo echó a perder. Si la señora estaba tan zalamera como vuesa merced dice, algo había, en la trastienda. Can que mucho lame, saca sangre, señor.
-No podría yo decirte -repuso don Quijote- si estuvimos libres de una inquietud gratísima; mas sí puedo sostener que ni el enemigo en forma de serpiente es capaz de batir en ruina el muro de pudor y vergüenza que se levanta entre esa señora y yo. Amadís de Gaula pagó el tributo a la flaqueza, es verdad, cuando tuvo encerrada a la sin par Oriana en el castillo de Miraflores; pero lo puesto en razón es que imitemos las virtudes y desechemos los desvíos del modelo que sirve de norma a nuestras acciones. Si supieras que Roldán, Reinaldos de Montalbán y otros famosos caballeros pasaron a mejor vida sin haber perdido la inocencia, no me preguntaras lo que me preguntas.
-La ocasión es calva -tornó Sancho a decir-; y más vale un toma que dos te daré. Cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla. Debo no rompe panza, señor don Quijote. Oblíguela vuesa merced con uno de esos a buena cuenta que soyugan a las mujeres y las tienen blanditas hasta cuando se las corona emperatrices. Quien adama a la doncella, el alma trae en pena: vuesa merced está consumiéndose de aprensivo, con detrimento de su propia salud y conciencia.
-¡Por vida de Barrabás! -dijo don Quijote-, ensartas iniquidades que, si no fueran parto de tu sandez, te había yo de castigar tan ejecutiva como rigurosamente. ¿Qué a buena cuenta dices, libertino? El que procura gozar de un derecho que aún no ha adquirido, ha traspasado ya las leyes del deber. Tiempo oportuno en todo es el que llega por sus pasos. Con lo que es mío me ayude Dios: mis gustos son mis esperanzas; mis triunfos, los que obtengo sobre mis pasiones. Y pues no entiendes sino de refranes, paga adelantada, paga viciosa.
-Al buen pagador no le duelen prendas -replicó Sancho-. En siendo vuesa merced rey o arzobispo, ¿quién le impedirá que alargue la mano y diga: toma, hija, ya eres mi mujer, y ve si soy de los que dicen lo comido por lo servido? Pero muera la gallina con su pepita, que yo no he de vivir llorando males ajenos. Como he oído que la mujer de más provecho es la que da más hijos al reino, me pareció que mi señora Dulcinea, siendo tan principal en todo, no debía ser para menos en ese requesito.
-Requesito vendrá de requeso -dijo don Quijote-; aunque yo no conozco sino requesones. En lo tocante al punto mismo de la cuestión, sé decir al señor Panza que ya le llegará su vez a esa señora, y entonces será el preguntarle si a ella le había faltado lo que dice. Tú sabes que de Perión de Gaula nacieron tres famosos caballeros, y que de Amadís, uno de estos tres, derivó una larga sucesión de andantes. Siendo yo tan buen enamorado y tan buen caballero como Amadís, no he menester me andes recordando el tener hijos. En manos está el pandero, que lo sabrán bien tañer; y no digas mal del año hasta que sea pasado. Ya verás algún día si me siento a la mesa con mis cincuenta hijos, cual otro Príamo, y si Dulcinea le pide favor a Hécuba. Mas de tenerlos naturales no me hables, y mucho menos espurios.
-¡Señores huéspedes! -gritó el dueño de casa mostrándose de súbito-, el día está inmejorable para camino. Harán mal vuesas mercedes si desperdician la mañana.
Don Quijote advirtió al punto la intención de ese canalla, y dijo:
-No le toca al dueño de casa dar estos avisos: la hospitalidad tiene aprensiones que han de ser respetadas como virtudes. En el que la ofrece ha de haber delicadeza; en el que la busca o la acepta, agradecimiento. Sin bondad ni decoro, la hospitalidad bastardea y viene a ser cosa digna de vituperio. Sé deciros que es todavía más reprensible la manera alevosa de que usáis conmigo, que si a palos me echaseis fuera.
-No ha sido por despachar a vuesa merced -respondió el monigote-; guárdeme Dios de semejante indignidad: como el día promete ser tan bueno, y como mañana ha de llover, me pareció oportuno hacerlo notar al señor don Quijote.
-Indignidad -repuso el caballero-; habéis dado con el término propio. Indigno es el que tiene por carga y molestia una de las más nobles y fáciles virtudes; indigno el que se juzga arruinado con el consumo de una persona en dos días; indigno el que se respeta así tan poco que, ni por la consideración que se debe a sí mismo, huye de hacer a los demás esos ruines agravios, que no envilecen a quien los recibe, sino a quien los irroga. El pundonor, la decencia y hasta el orgullo nos obligan a usar de miramientos con el forastero que nos hace el favor de llamar a nuestras puertas. Vámonos, Sancho; que donde la envidia se vale de la infamia para hostilizarnos, estamos mal y muy mal alojados.
Sacudiose el cleriganso y dijo:
-Ni hubiéramos deseado la llegada, ni nos afligirá la partida de pécoras como vosotros.
Echó mano por su lanza don Quijote, y dio tras el monacillo, el cual hasta ahora está corriendo. Perdida la esperanza de alcanzarle, volvió, se vistió de sus armas defensivas, y alto el morrión, baja la visera, pendiente del talabarte la espada, el lanzón en la mano, salió seguido de su escudero a despedirse del cura y montar a caballo.