Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo V
Capítulo V
Estaba Sancho Panza refiriendo los desmanes de aquel bellaco de difunto, cuando echándose de súbito de un barranco al camino tres hombres con sendos palos, le asentaron a don Quijote tantos y con tal prisa, que el pobre caballero hubo de venir a tierra.
-Vuesa merced se halla hoy en la vía purgativa -le dijo uno de ellos-; veamos en cuál se halla su escudero.
De buena gana se hubiera puesto en cobro Sancho; pero el maldito rucio no se quiso mover, más que si fuera de palo. Llegaron los penitentes y le dieron una tanda que no le pedía favor a la que acababa de recibir el malaventurado don Quijote.
-Quiere vuesa merced -le dijo a éste el mismo que había hecho fisga de él- entrar en la vía iluminativa?
-Alevoso palmero -respondió el hidalgo-, de ruines ha sido en todo tiempo el acometer sin reto ni advertencia. Dejad que pueda yo levantarme, y daos por muertos cuantos sois vosotros, ora vengáis a pies, ora vengáis a gatas.
-Luego desea vuesa merced entrar en la última vía -repuso el palmero- cuando nos zahiere con tanto primor y delicadeza.
Y dándole otra media docena de palos, tomaron un trotecillo de ladrón y se fueron, Dios sabe si a vacar a su romería.
-Qui multum Peregrinantur raro sanctificantur, Sancho -dijo don Quijote-. Yo me tengo la culpa, que no acabé de matar a esos traidores cuando los tuve debajo. Pero no te duela de ello, porque los seguiré hasta el polo, y tomaré tal venganza, que para los días del mundo les quedará maldita la gana de salir a romería en dos ni en cuatro pies.
-A bien te salgan, hijo, tus barraganadas -se puso Sancho a responder con harta flema-; el toro era muerto, y hacía alcacorras con el capirote por las ventanas.
-¿Es a culpa mía -volvió a decir don Quijote con asaz de cólera- si esos malandrines caen de improviso, y después de su mala obra se escapan de mi enojo por los pies? Si así como son tres braguillas esos penitentes, fueran trescientos jayanes, yo diera buena cuenta de ellos en menos de treinta minutos. Haz que yo tenga lugar de meter mano a la espada, y como quede un pelo de ellos, di que tu señor no es de los buenos andantes.
-El conejo ido, palos en el nido -replicó Sancho con la misma cachaza.
-¿Querrás por si acaso darme a entender -dijo don Quijote- que he venido a tierra por falta de valor y pericia? Me ves tirado en tierra cuan largo soy, y piensas que puedes darme soga; en lo cual te yerras de parte a parte.
-¿Luego vuesa merced también, está molido? -preguntó Sancho.
-Por lo que alcanzo a comprender -respondió don Quijote- tengo hechas añicos las paletas; mas en tanto que pueda yo empuñar la espada, eso me da que me desbaraten el cuerpo. ¿No sabes que los caballeros andantes estamos hechos a todo género de hazañas y trabajos, y que el número ni la magnitud de las heridas son pretexto para echarnos a la cama? Venga aquí el sabio Apolidón, y propóngame la aventura del Arco Encantado, o la de la Cámara Defendida, o una y otra; y cuando no me sea dable concluillas, podré ser imputado de fortuna escasa, no de falta de intrepidez, puesto que las he acometido. Pero dejando lo uno por lo otro, Sancho, ¿te hallas en capacidad de levantarte y ponerme sobre Rocinante?
-Deje vuesa merced -respondió Sancho- que pruebe a moverme; y como tenga yo el uso de los miembros principales, cuente con mi socorro y amparo. La cabeza no está mal: ¡oiga!, las piernas no se encuentran fraturadas. Ahora, con el favor de Dios, los brazos los tengo enteros.
-Sea en buena hora, Sancho -dijo don Quijote-, y démosle gracias por su misericordia. Respecto de las piernas, te falta alguna cosa; pues no has de decir fraturadas, sino fracturadas; ni es fratura, sino fractura.
-En mi casa nunca se ha dicho sino fratura -replicó Sancho.
-Costumbre buena o costumbre mala, el villano quiere que vala, Sancho amigo. Entre palabras y miembros estropeados, yo siempre optaré por la salud de los segundos.
-Aparéjese vuesa merced para montar -dijo Sancho-, que voy allá tan luego como me pase el calambre que me ha dado en este pie.
-¡Por vida del chápiro verde -respondió el hidalgo-, si pudiera yo aparejarme para montar, por el mismo caso montaría sin que me fuese necesaria tu asistencia!
-Mucho habla vuesa merced, señor don Quijote, para hallarse tan malo como se figura. Hasta que el cielo acabe de mejorar sus horas, ¿podría vuesa merced decirme cómo unos hombres que están en la última vía de la salvación hacen cosas parecidas a la que han hecho con nosotros?
-Si supieras lo que es el alma de un devoto, no preguntaras eso -respondió don Quijote-. Los devotos son los que menos obligados se creen a sufrir una injuria o a perdonar un agravio por amor de Dios. Por un insulto vuelven cuatro; por un palo, ciento, según lo acabas de ver, y no en cabeza ajena.
-Pero yo no les di ni uno, señor; y así los que he llevado son gatuitos -dijo Sancho.
-También los suelen dar -respondió don Quijote- si no gatuitos, por lo menos gratuitos o sin motivo.
Aquí estaban de la disquisición, cuando cayó allí arrebatadamente el hombre a quien don Quijote había vencido una hora antes; y echándose sobre él sin andarse en razones de ninguna especie, le hubiera quitado la vida ahorcándole entre sus dedos de fierro, si Sancho no arremetiera con el belitre, y de tan buena guisa, que a pocas vueltas le tenía debajo. Don Quijote, que se vio libre, y que en realidad no estaba tan mal ferido como creía, se levantó y dijo:
-A ti, Sancho, te toca e incumbe el vencimiento de este malandrín: ora porque es villano, ora por no defraudarte de la gloria del triunfo, quiero que le venzas y le mates solo.
Sintiéndose lleno de fuerza y brío Sancho, se alzó en un pronto, cogió la lanza, y le dio tal mano de palos al caído, que le dejó por muerto. Hueco y orgulloso, hizo montar a su amo, ganó su rucio, y tran tran echaron a andar por esos caminos.
-Aquí tienes -principió diciendo don Quijote- una página de tu historia que no hará poco en los anales de la caballería. Sin mucha exageración podemos tener por jayán a ese bellaco: el que vence a un jayán puede vencer a un gigante; el que vence a un gigante puede muy bien cortarle la cabeza: ahora digo, si el escudero Gandalín alcanzó el cetro con haber cortado la cabeza a una giganta, ¿por qué el escudero Sancho Panza no ha de ganar una corona?
-No tropiezo -respondió Sancho- sino en que la de Gandalín fue giganta, y el que yo he de matar lo ha puesto vuesa merced gigante: ¿no hará esta diferencia que se me vaya el reino de entre las manos, señor?
-No te dé cuidado así como hubieres matado a ese quisque, haremos que importe poco su sexo.
-Pues a la mano de Dios -replicó Sancho-: venga esa corona, y sepan gatos qué es antruejo. Pero haga también vuesa merced que mis territorios no estén situados muy lejos de mi lugar, por aquello de «aza do escarba el gallo».
-Esa cortapisa -respondió don Quijote- hará que tu reino no sea tan grande como un pegujalillo. Mira si te está mejor omitir esa condición y allanarte al que él parta límites con el Catay o con Trapisonda.
-Vengo en ello -dijo Sancho-; ni habrá embarazo para mi transporte. Sobre que este mi buen asno es mío propio en propiedad, lo que se llama propiedad, alquilo dos o tres, y que nos busquen en Trapisonda a mí, junto con toda mi familia. Teresa podrá ir a mujeriegas; pero Sanchica, señor don Quijote, como muchacha ¿le parece que puede ir a horcajadillas?
-Al punto que es princesa -respondió don Quijote- ya puede ir a horcajadillas: a horcajadillas se la llevó don Gaiferos a Melisendra del castillo donde se la tenía escondida. No vas mal aparejado, Sancho; y tan tuyo viene a ser el asno, que si lo vendieses una vez o se te muriese dos, todavía sería tuyo por más de un título. Lo que conviene ahora es que busquemos la aventura de donde ha de resultar todo eso. Pero ten cuenta con no ir por tu parte a mujeriegas cuando vayas a posesionarte de tu reino; pues si tus vasallos saben su deber, te darán con las puertas en las narices.
Aventuras, pocas veces le faltaban a don Quijote, como quien sabía convertir en ellas cualesquiera sucesos, hasta los naturalísimos. Don raro y excelente el de hallar un lance caballeresco en toda circunstancia, un enemigo a quien vencer en cualquier viandante, una princesa enamorada en cada hija de ventero, e ir por todas partes ejerciendo la noble profesión de poner las cosas en su punto. Cuentan de un antiguo que demandó a sus parientes y al médico que le había curado la locura, y les acusó de malhechores. Ese antiguo tuvo razón. Demandamos al que nos trampea, matamos al que nos agravia atrozmente, ¿y no sería sensato arrastrásemos ante los tribunales de justicia al que nos desbarata un mundo entero de felicidad? Cuando loco, ese enfermo era el más feliz de los mortales, pues su desarreglo consistía en estar viendo el mundo cual un teatro iluminado por luz divina, donde se estaban desenvolviendo prodigios increíbles al son de una música lejana y vaga. Si vivimos contentos merced a un engaño, ningún bien nos hacen con sacarnos de él y volvernos a la realidad, madre de sinsabores y dolores. ¡Felices los locos, si no propenden al mal y su locura rueda en una órbita sonora y luminosa! ¡Oh locura!, tú eres como la pobreza, heredad fácil de cultivar, no sujeta a los celos de los amigos, ni expuesta a la envidia y la venganza de ruines y perversos. El demente cuyo desvarío es agradable, es más feliz sin duda que el hombre cuerdo cuyas verdades son su propio tormento y el de sus semejantes. El sabio no resucitaría a un muerto ni curaría a un loco, aun cuando lo pudiese, a menos que no quisiese burlarse de ellos o hacerles un mal, porque sabe que la locura y la tumba son dos abismos donde caen y se desvanecen todos los dolores del hombre.
Seguía adelante sin dirección conocida el caballero, cuando echó de ver un golpe de gente que se arremolinaba en plácida baraúnda, al compás de tres o cuatro pífanos y tamboriles. Clérigos a caballo, legos a pie, mujeres con las faldas en cinta, grande y variada muchedumbre. Don Quijote hubiera querido esperar que llegaran; mas al ver que todo ese mundo confuso y revuelto propendía hacia otra parte, picó su caballo y, lanza en ristre, fue a herir en los que encontrase desde luego, y esto sin averiguación ninguna. Llevose a las primeras dos o tres monigotes vestidos de musgo, y siguió adelante rompiendo briosamente por la chusma. En el centro venían unos cuantos clérigos cubiertos con papahigos o mascarillas y unas como sobrepellices de salvaje, cosa que les daba fea y terrible catadura. Suspensos todos, nadie sabía lo que fuera, y así don Quijote llegó a ellos sin obstáculo y en voz ferviente dijo:
-Muertos sois, follones, si no os entregáis maniatados al caballero de cuya espada están pendientes vuestras vidas.
Uno de ellos respondió que se rendían, pues ya el vestiglo de don Quijote le pinchaba el estómago con la lanza. El clérigo era por ventura más cuerdo que animoso, y reparando en la falta de juicio de su agresor, juzgó necesario contemplarle cuanto fuese posible.
-Todo lo que aquí mira vuesa merced, es pura devoción -dijo-: detenga el brazo, y no derrame sangre inocente.
-¿Devoción cargar con esta caterva femenina? -replicó don Quijote-; ¿sangre inocente la de malandrines endemoniados como vosotros?
-No hay aquí endemoniados ni malandrines, señor caballero: yo soy cura de un pueblo de esta comarca y vicario de estos contornos. Los eclesiásticos presentes son mis coadjutores y mis hermanos de las demás parroquias. Andamos, señor, en la obra pía de levantar la iglesia que hemos derribado porque amenazaba ruina. Ahora vengo del monte con mis feligreses, adonde hemos ido a cortar la madera.
No acababa don Quijote de dar crédito a estas razones:
-Quitaos el papahigo -replicó- y por el rostro saque yo la verdad de las palabras.
Quitóselo sin contradicción el bueno del vicario, y puso de manifiesto la cara bonachona y bienaventurada del cura pacífico que ha vivido largos años cebándose en su parroquia al lado de su prole, en haz y paz de la santa madre Iglesia. Hubo de convencerse el caballero de la verdad del caso; y así, bajó la lanza, y excusándose a las mil maravillas, pidió se le agregase a la devota caravana. Vino en ello el vicario, mas no en que don Quijote pusiese el hombro a las andas de la Virgen que allí iba, por cuanto en eso entendían exclusivamente las mujeres. Sancho Panza, temiendo por su amo, se había abierto paso por entre la muchedumbre, y le alcanzó cuando ya andaba todo a las buenas. Consolado de hallarle entero y sano, y alegre sobre modo del acuerdo que reinaba, saludó a los eclesiásticos, dijo quiénes eran él y su señor, y de hecho fue uno, y no el menos principal del acompañamiento.