Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo LX

Capítulos que se le olvidaron a Cervantes
Capítulo LX - Donde el historiador da fin a su atrevido empeño, no de hombrearse con el inmortal Cervantes, ni de imitarle siquiera, sino de suplir, con profundo respeto, lo que a él se le fue por alto
de Juan Montalvo
Capítulo LX

Capítulo LX

Por la primera vez en el curso de las aventuras, no quiso don Quijote seguir adelante; ni Sancho Panza viniera en ello, siendo él uno que no gustaba de andar de noche, ni de pasar un día sin dos comidas por lo menos. Como casi en todos los monasterios sitos en el campo, en éste se da posada al caminante, cuando la tarde o la lluvia le obligan a llamar a sus puertas. Había cuarto de forasteros y un hermano destinado a cumplir los deberes de la hospitalidad. Apeose Sancho y dio sus aldabazos en la puerta, de orden de su señor; a cuyos golpes acudió el portero, un buen lego rezongador y dormilón.

-¿Quién me viene a romper la puerta a media noche? -dijo desde adentro.

-¡Yo soy, hermano! Abra vuesa reverenda, y sabrá cosas que le han de admirar.

-¿Quién es yo? Fray Aniceto me tiene mandado no abrir a nadie que no de su nombre.

-¿Será también preciso dar la edad y el seso? -replicó Sancho-. Pues sepa su reverenda que soy Sancho Panza, del género masculino, cuarenta y cinco años, poco más o menos, y por oficio, escudero de don Quijote de la Mancha.

-Seso es una cosa y sexo otra muy diferente -dijo don Quijote-. Pregúntale a ese buen padre si fray Aniceto le tiene también mandado tenernos cinco horas retoñando en la humedad antes de abrirnos.

-¡No dije seso, sino sexo, hermano portero! -gritó Sancho-: con este pasaporte, ya puede vuesa reverenda darnos entrada.

Abrió el lego, con gran crujir de llaves y cerrojos: dejando sus bestias al cuidado de un mozo que allí vino, caballero y escudero se internaron en el caserón, conducidos por un donado que los llevó al aposento de huéspedes. Allí fueron servidos con mucha caridad y amor, si bien de manjares sencillos, según costumbre de las comunidades religiosas.

-Vuesa merced dispense -dijo el hospedero a don Quijote-, la regla nos prohíbe el vino; y por ser viernes, ni carne hemos podido presentarle.

-No es necesaria -respondió don Quijote-. Si vuesas paternidades se abstienen por observancia, el caballero andante prescinde de todo regalo en virtud de su profesión y su temperamento. Buenas son todas las cosas, y mejores mientras más naturales, como sean limpias. Vuesa paternidad ha hecho todo con hacer lo que ha podido.

-Favor de vuesa merced -dijo el fraile, y despidiéndose en latín-: Pacen relinquo vobis -desapareció por esos claustros.

Había fallecido el día anterior uno de esos que se llaman padres graves, fraile octogenario, la historia viva y el respeto del convento. Los dobles eran continuos por el mismo caso, y ese triste campaneo en el silencio del campo y la obscura soledad del anchuroso edificio hubieran infundido melancolía en el corazón más ajeno al afecto de la muerte. Don Quijote sintió una como tristeza funeraria; y no pudiendo ocuparse en obras más ruidosas, le pasó por la cabeza hacer su testamento y tenerlo prevenido para el trance inevitable. Este buen hidalgo experimentaba a menudo grandes conmociones interiores de piedad; aun cuando hubiese muerto loco, no habría olvidado las prácticas de los católicos, siendo, como era, muy adicto a la religión de sus mayores.

-¿Qué te parece, Sancho -dijo- si ahora que todo nos está hablando de la tumba, hiciese yo mi testamento, para asegurar este negocio? En tanto que tú duermes, podré fijar por escrito mis disposiciones; y a efecto de imitar al Cid Rui Díaz, explayaré mi voluntad en verso, según te lo insinué mucho antes de ahora.

-¿Qué muerte dice vuesa merced, señor don Quijote -respondió Sancho-, cuando hay todavía en vuesa merced vida para un emperador? Pero es también cierto que del pie a la mano la lía el más sano; y así no me parece diligencia excusada ese buen testamento, como se me deje dormir y no se olvide al escudero en la obrita.

-Es cosa mía -repuso don Quijote-; figurarás en tu lugar según tus merecimientos.

Acostándose Sancho Panza, entró de lleno en materia, porque sin preámbulos ni pórlogos le cogió por la mitad al sueño, con tal gana, que si don Quijote le hubiera dado de patadas en ese instante, él no se hubiera despertado. Sudó poco el hidalgo en su piadosa tarea, como quien tenía buena disposición intelectual y un cierto despejo en sus locuras; de donde resultaba que sus obras eran fáciles y pergeñadas. Cuando tocaban a maitines, y los frailes, calada la capilla, iban saliendo con lento paso de sus celdas, se llegó don Quijote a su escudero, y le hizo sentarse, quiera o no quiera, para que le oyese. Perezoso y desmelenado cedió el buen hombre a las impertinencias de su amo, por no encenderle de ira y hacerse apalear en la cama. Entre dormido y despierto fue el oyente del testador, bostezando de modo que dejaba ver la campanilla.

-Tú sabes -dijo don Quijote- que el Cid Rui Díaz... ¡Deja de bostezar, camueso! A nadie le comunico mis ideas para hacerle dormir.

-Barba pone mesa, que no pierna tiesa -respondió Sancho, despertándose del todo, como uno que sabía que de la cólera al palo no había mucha distancia en don Quijote-. Prosiga vuesa merced, ya tengo media vara de oreja tendida.

-Tú sabes que el Cid Rui Díaz puso esta cláusula en su testamento:


«Ítem: mando que no alquilen
Plañideras que me lloren:
Bastan las de mi Jimena,
Sin que otras lágrimas compre».


Pues por aquí yo digo:


Ítem: mando no dispongan
Que me lloren plañideras:
Al llanto ajeno renuncio,
Si me llora Dulcinea.


Y para mayor abundamiento añado:

 
 Rocío serán sus lágrimas   
 Que mis lauros humedezcan:   
 Las compradas poco valen,   
 Yo ambiciono las sinceras.   
 Del amor el pecho es nido,   
 El dolor en él se sienta:   
 La que ama, la que padece,   
 Desde el corazón las echa.   
 Y las que surgen a impulsos   
 Desa celestial dolencia,   
 Alivian a quien las vierte,   
 A quien las causa consuelan.   
 Para un amante es muy grato   
 Que su adorada padezca,   
 Si su amable pesadumbre   
 Esperanza, dicha encierran.   
 Esas lágrimas que inundan   
 A la que en mí se desvela,   
 Para mí son un trofeo,   
 Me subyugan y me alegran.   
 Las hay empero que nunca   
 Las congojas aligeran:   
 El amor llorando crece,    
 Llorando el amor se aumenta.   
 Llorar a tanto por lágrima,   
 Eso es vender la conciencia:   
 Ni se compran ni se venden   
 Nuestras afecciones tiernas.   
 ¿Para las cosas del alma   
 Precio alguno hay en la tierra?   
 Llorar de amor es muy dulce:   
 Llore, llore Dulcinea.   
 

 Ítem: mando que mis armas   
 En mi tumba se suspendan;   
 Ni ella tenga otros adornos   
 Que mi coraza y mis grebas,   
 Coronas para la virgen,   
 La lira para el poeta,   
 Para los sabios el libro,   
 Cada cual tiene su emblema.   
 En vida y en muerte al héroe   
 Su espada le representa:   
 La mía cuélguese al árbol   
 Que mi sepulcro sombrea.   
 En las edades venturas   
 Dirán con respeto al verla:   
 Esta fue una muy gloriosa;   
 Nadie a tocarla se atreva.   
 La mano que la empuñaba   
 La meneó con destreza:   
 Al oprimido, al inerme   
 Socorrer era su tema.   
 ¡Qué invencible caballero   
 El señor que la maneja!   
 Pura bondad con el bueno,   
 Con el malo cosa horrenda.   
 Al postrado le levanta,   
 Allí su tuerto endereza.   
 Si un soberbio da en sus manos,   
 Le castiga la soberbia.   
 A su sombra puesta en salvo   
 La viüda se contempla:   
 Huerfanillo, ése es tu padre;   
 Ése es tu hermano, doncella.   
 Mi capacete, mi yelmo,   
 Mis brazales, mi babera,   
 Mis manoplas, mi loriga   
 Pónganse dentro la reja.   
 Y si la gloria me prende   
 Una lámpara perpetua,   
 Arderá junto a la llama   
 Que de mis armas se eleva.   
 

 Ítem: mando que construyan   
 Una pirámide egregia   
 Do repose mi caballo   
 Para su memoria eterna.   
 Esto es si no se le erige   
 Una ciudad estupenda,   
 Como ya hizo para el suyo   
 El gran capitán de Grecia.   
 Legado honroso y amable   
 Que obliga a los que me heredan:   
 Si mucho pedir es esto,   
 Hágase lo que se pueda.   
 Pero en menos no consiento   
 Que en oro su imagen bella   
 Se labre, y en un museo   
 Con grande honor se le tenga.   
 Si se llamó Bucefalia   
 La ciudad de aquella pieza,   
 La ciudad de Rocinante   
 Se llamará Rocinecia.   
 Y como van peregrinos   
 Los turcos hacia la Meca,   
 Seguirán los caballeros   
 De Rocinante la estrella.   
 Mi caballo, ¡mi caballo!,   
 Mucho el dejarte me pesa;   
 Pero no puedo llevarte   
 Do la eternidad me lleva.   
 Siempre con bien me has sacado   
 De la batalla sangrienta:   
 Sobre ti nunca he temido   
 Tomar sobre mi una empresa.   
 Humilde para tu dueño,   
 Alto y soberbio en la guerra,   
 En el andar ¡qué constancia!,   
 En el comer ¡qué modestia!   
 La triste menuda grama   
 Te bastaba en la floresta,   
 Y aun menos si sucedía   
 Que durmiéramos en venta.   
 Como animal, todo esfuerzo;   
 Como amigo, a toda prueba:   
 Lealtad y simpatía,   
 Gratitud y consecuencia.   
 Tomad, hombres, el ejemplo   
 Desta incomparable bestia:   
 Grandes sed, pero sufridos;   
 Sacad fuerzas de flaqueza.   
 

 Ítem: mando que los quintos   
 El completo de mi hacienda   
 A Sancho Panza se entreguen   
 Por premio de su asistencia.   
 Los salarios son aparte,   
 En los quintos eso no entra;    
 El precio de su trabajo   
 A nadie se le descuenta.   
 Escudero decidido   
 Como pocos en la tierra:   
 Si yo con hambre, él con hambre;   
 Si yo peleo, él pelea.   
 En el vaivén de la noble   
 Profesión caballeresca,   
 Siempre a mi lado mostrando   
 Virilidad y firmeza.   
 Necesidades, fatigas,   
 Manta, palos y refriegas,   
 En la impavidez de su alma   
 Cualquier trabajo se quiebra.   
 Comer, si quiere la suerte;   
 Dormir, si tiempo nos queda;   
 En este sinfín de angustias   
 Mi escudero ni una queja   
 Escudero, ¡mi escudero!,   
 Para ti no hay recompensa;   
 Según lo que tú mereces   
 No hay cosa que no merezcas.   
 Hecho el desfalco del quinto,   
 Esa manda satisfecha,   
 A mi sobrina le toca   
 Lo restante de mi hacienda».   


Se le fueron las lágrimas a Sancho Panza a las últimas cláusulas, y no halló términos con qué manifestar su agradecimiento a su señor. Como hubiese aclarado del todo, caballero y escudero salieron a misa, ya de buenos cristianos, ya por no escandalizar con partirse sin oílla. En el ínterin se les metió en el cuarto un fraile husmeador, que así de vana y baja curiosidad, como de malicia, todo lo inquiría y requería por si algo sacaba en su provecho, siendo como era el más ruin y mal intencionado, no solamente de esa, sino de todas las comunidades. Era este fraile el hermano José Modesto. Embaidor y socarrón, cuando no tenía entre manos una picardía, no le faltaba una burla que hacer a sus hermanos y superiores. Con esconder el brazo desde luego, y con negar si era descubierto y jurar por Dios Nuestro Señor, todo estaba hecho para él. Arrugado, amarillo, sus ojos triangulares y vidriosos no miran jamás en línea recta. Malo como feo, este santo hombre no carece de ingenio, y se aprovecha de él cuanto puede en daño de sus semejantes. Entró, como queda dicho, el hermano José Modesto al cuarto de don Quijote, vio un papel sobre la mesa, lo leyó, y tras una sonrisa diaboluna por entre la cual comparecían las teclas de piano viejo que le sirven de dientes, después de un rato de meditación, agregó de muy buena letra al testamento de don Quijote la cláusula siguiente:


 Ítem más: si con el tiempo   
 A ser andante viniera   
 Alguno de mi prosapia   
 Que de la nada aún no llega,   
 Mando que para escudero   
 A Sancho Panza se atenga,   
 Porque a lo fiel, a lo honrado   
 Añade éste la experiencia.   
 Y en alcanzando el imperio   
 Que al buen andante le espera,   
 Hágale conde o gran maestre:   
 Así don Quijote premia.