Capítulos que se le olvidaron a Cervantes/Capítulo III
Capítulo III
No era muy claro el estilo caballeresco para esa buena gente, y estaba entre admirando a huésped tan singular y recelándose de sus armas. La hacendosa campesina no había por esto dejado de entender en la bucólica, y un puchero humeante era el testimonio de su diligencia. El alma se le iba a Sancho tras aquel humillo: hubiera querido verse ya mano a mano con la cazuela, aun cuando ella no prometiera tanto como las bodas de Camacho. Pero no hay manjar como la buena disposición, y el hambre adereza maravillosamente hasta las cosas humildes: ella es la mejor cocinera del mundo; todo lo da lampreado y a poquísima costa. Dichosos los pobres si tienen qué comer, porque comen con hambre. La salud y el trabajo tienden la mesa, bien como la conciencia limpia y la tranquilidad hacen la cama: el hombre de bien, trabajador, se sienta a la una, se acuesta en la otra, y come y duerme de manera de causar envidia a los potentados. La pobreza tiene privilegios que la riqueza comprara a toda costa si los pudiera comprar; mientras que la riqueza padece incomodidades contra las cuales nada pueden onzas de oro. ¿Cuánto no daría un magnate por un buen estómago? El pobre nunca lo tiene malo, porque la escasez y moderación le sirven de tónico, y el pan que Dios le da es sencillo, fácil de digerir, como el maná del desierto. El rico cierne la tierra, se va al fondo del mar, rompe los aires en demanda de los comestibles raros y valiosos con que se emponzoña lentamente para morir en un martirio, quejándose de Dios: el pobre tiene a la mano el sustento, con las suyas lo ha sembrado enfrente de su choza, y una mata le sobra para un día. El faisán, la perdiz son necesidades para el opulento, hijo de la gula; al pobre, como al filósofo, no le atormentan deseos de cosas exquisitas. Más alegre y satisfecho sale el uno de su merienda parca y bien ganada, que el otro andando a penas, henchido de viandas gordas y vaporosos jugos. El uno come legumbres, el otro mariscos suculentos, producciones admirables del Océano: el uno se contenta con el agua, licor de la naturaleza; el otro apura añejos vinos; y en resumidas cuentas, el que no tiene sino lo necesario viene a ser de mejor condición que el que nada en lo superfluo. ¿Hay algo más embarazoso, fastidioso, peligroso que lo superfluo? Donde la necesidad y la comodidad se dan la mano, allí está la felicidad, y, de esa combinación no nacen ni el hastío ni el orgullo; otra ventaja. Soberbia, malestar, desabrimiento, de la riqueza provienen, cuando no es bien empleada; que cuando sirve de báculo de la senectud, vestido de la desnudez, pan de la indigencia, la riqueza es fuente de gratas sensaciones, y por sus méritos a ella le toca el cetro del mundo. ¿Pero dónde están los ricos ocupados en el bien de sus semejantes? Son de especie superior, creído lo tienen, y su corazón, bronco por la mayor parte, no suele abrigar los afectos suaves, puros, que vuelven la inocencia al hombre, le poetizan y elevan hasta los ángeles, sus hermanos. El Señor promete el reino de los cielos a los pobres; de los ricos, dice ser muy difícil que atinen con sus puertas. Si, pues, los ricos tienen esta dificultad, no son los más bien librados; aunque pueden redimirse con sus caudales, empleándolos en dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo, siempre de corazón, sin prevalecer por la soberbia. El silencio es el reino de la caridad, abismo luminoso donde no ve sino Dios; si alquilas las campanas para llamar a los pobres y dar limosna a mediodía en la puerta de la iglesia pregonando tu nombre, eres de los réprobos. La misericordia es muy callada, la compasión muy discreta, la caridad muy modesta: al cielo subimos sin ruido, porque la escalera de luz no suena.
Sancho era de los pobres: el ejercicio daba en él fuerza al hambre, a la cual ayuda el no tener idea fija ni pensamiento inquieto, con un corazón del todo apagado. Así es que, en ofreciéndose espumar un caldero, no lo hacía con etiqueta, y a falta de pichones no asqueaba la gallina. El dueño de casa invitó a sus huéspedes en buenos términos a la penitencia; y don Quijote comió sin dejar de figurarse que estaba en el palacio de un emperador. Fija la imaginación en los encantamientos, transmutaciones y prodigios que él se tenía sabidos, explayó en ellos la palabra, y después de otras razones, continuó de sobremesa:
-No pocas glorias me ha frustrado un sabio mi enemigo que en particular me persigue; pues han de saber vuesas mercedes que así como echo en tierra a mi contrario y le tengo debajo de mi lanza, me lo convierte luego en persona distinta, y siempre un conocido, a fin de que no acabe yo de matarle, o en objetos ruines que se burlan de mi justa cólera. Los gigantes vueltos cueros de vino; la transmutación de mi señora Dulcinea del Toboso en una labradora; el caballero de los Espejos cambiado en bachiller Sansón Carrasco, y su escudero en Tomé Cecial, son niñerías para con la aventura del gigante Orrilo.
-¡Y qué narices las del tal escudero! -dijo Sancho-: sé decir al señor don Quijote que si sus enemigos invisibles no cambian ese monstruo en Tomé Cecial, allí entrego yo el alma al diablo. Salgo fiador, señores, de la verdad de esa aventura, si bien la del gigante Burrillo no se me acuerda por ahora.
-Decir pudieras -respondió don Quijote- que te constaba aquel suceso. ¿No te acuerdas cómo no había forma de acabar con el nigromante, porque así le derribaba yo un miembro como él lo tomaba y lo volvía a su lugar? Échole un brazo en tierra; hele allí que se agacha, lo toma y se lo pega como nacido. De un tajo, ¡zas!, le vuelo entrambas piernas: corre y se incorpora en ellas para volver a la carga. Le corto la cabeza, la que rueda por el suelo dando botes: el mago se precipita sobre ella y se la planta sobre los hombros. ¿Y esto se te olvida?, ¿y esto pones en duda?, ¿y esto niegas, desalmado Sancho?
-No niego, señor don Quijote. Déme vuesa merced la primera letra del lugar de ese acaecido, y podré venir en lo que vuesa merced mandare.
-En Damiata, cautivo -replicó don Quijote-; en la desembocadura del Nilo, desmemoriado; no lejos del Cairo, impostor; al pie de la torre de donde aquel ladrón salía y mataba o se llevaba prisioneros a cuantos podía haber a las manos en un gran circuito.
-Dígame, señor don Quijote, y así Dios provea a sus necesidades, ¿vuesa merced consumó en persona esa hazaña? ¿Yo dónde estuve?
-Estarías en los infiernos, bellaco. En persona no consumé la hazaña; mas como vencí a Astolfo, vencedor de Orrilo, todas sus acciones y proezas me pasaron a mí; y según las reglas de la andante caballería, puedo y aun debo contarlas por mías. ¿Qué más da que hubiera yo vencido al nigromante o al aventurero que le quitó la vida?
-Y a ese Astolfo ¿en dónde le venció, señor mío de mi ánima? -preguntó Sancho.
-De las narices bien te acuerdas -respondió don Quijote-; mis hechos de armas de buena gana olvidas. ¿Quién piensas que fue ese que pareció el bachiller Sansón Carrasco cuando le tuve muerto? ¿Quién se combatió conmigo bajo el nombre de caballero de los Espejos? ¿A quién rendí, a quién perdoné, a quién mandé ir y ponerse a los pies de mi señora Dulcinea del Toboso, para que ésta hiciese de él a su guisa y talante? Pues ése fue Astolfo, según yo me lo doy a entender; y ese Astolfo hizo con el gigante Orrilo lo que no quieres comprender ni confesar. Oye bien, gaznápiro: no es Burrillo como dijiste, sino Orrilo.
-Según eso -volvió Sancho a decir- vuesa merced dispuso de la cabeza del jayán, pues le correspondía como botín de guerra.
-Y dispondré de la tuya. Lo que dispongo es que no digas ni chus ni mus hasta nueva licencia, o te compongo las intenciones y enderezo las palabras, galopín ingenioso. La cabeza del jayán no podía yo sino echar a los perros; el despojo que ansiaba era el famoso cuerno de su vencedor, prenda más codiciable que el anillo de Angélica o las armas de Rolando.
La exaltación del caballero era ya de las que su criado solía respetar; y así salió mohíno éste, so pretexto de mirar por las caballerías, no fuese que Ginesillo de Parapilla cargase de nuevo con el rucio. Como en todo pecho generoso, la cólera no duraba en don Quijote: cuando la consideró apagada, volvió el escudero; y como la noche anduviese muy adelante, cada cual se acomodó lo mejor que pudo, y todo quedó en silencio. Silencio que no duró una eternidad, porque don Quijote lo interrumpió diciendo:
-Sancho, Sancho, esto de la reposición en su trono del príncipe que hallarnos poco ha, es cosa de mucho momento. Mira cómo te levantas y con suma cautela requieres las murallas de esta fortaleza, por si descubres un resquicio o desportilladura que me dé paso, puesto yo sobre Rocinante. Tomándolos por sorpresa, me llevo de calles a todos los paladines que lo defienden, y sin más ni más dejamos concluido este negocio. Pero ten cuenta de no hacerte sentir por el atalaya, porque te disparará por lo pronto una jabalina y echará a vuelo las campanas del castillo. Anda, hijo, y da gracias a Dios que así te dé para ocasiones donde te muestres prudente y generoso.
-Albricias, madre, que pregonan a mi padre -respondió Sancho-: ahora debo dar gracias por lo que me mataría de pena, si me viese en la necesidad de cumplir. A res vieja alíviale la reja, señor: sin descansar no hay trabajar, y sin dormir no hay azotarse.
-¿Qué estás diciendo ahí de azotes, embustero? ¿Quién te ha mandado azotarte ahora?
-Como vuesa merced -replicó Sancho- quiere remediarlo todo a costa mía, pensé que se trataba de desencantar de nuevo a mi señora Dulcinea, y de camino al muchacho.
-Duerme, animal -dijo don Quijote-, duerme, y no me saques de mis casillas con tus necedades y embustes. Cuando yo te mande que te azotes, te azotarás; y si no te azotas, morirás, escudero mal intencionado e insurgente.
Durmió Sancho; no se azotó ni bien ni mal, y al otro día salió a la conquista del mundo tras su señor, el cual no se acordó del príncipe, de Urganda la desconocida, ni de maldita la cosa.