Capítulo III - La Percales
— No te vayas, hombre! No te vayas!
Así le decía la Percales a Martín, a la misma hora en que el de Badalona y su esposa hablaban de él; y esto sucedía en un cuartito muy elegante de la calle de Serrano, no lejos del hotel del millonario triste.
Martín, el hijo de D. Alfonso y de Doña Senaida estaba sentado encima de una mesa, remando en el aire con las piernas. La Percales, tendida en una chaíse longue , medio vestida con una bata blanca adornada de encajes azul pálido y calzada con unos zapatitos de raso negro sobre media del mismo color, tenía la cabeza apoyada en ambas manos cruzadas por detrás del moño; y en esta descansada y perezosa postura, repetía mirando a Martín, que perneaba y jugaba a la vez con una naranja, arrojándola en alto, y recogiéndola con las dos manos:
— ¿No te vayas, hombre, no te vayas!
— Si tú crees que me divierte irme ahora a comer a casa, rodeado de todos esos lateros que convida mi padre....
— Pues quédate.
— No, porque luego hay un belén; mi madre lo toma en serio, se arma bronca, no me habla en ocho días y en esos ocho días no hay guita, ¡Pues si no fuera por eso! A mí me revienta todo eso!
— Mira, tengo unas sopitas con yerbabuena, a la andaluza, que te vas a chupar los dedos:
— No seas mala.
— Tengo unos salmonetes frescos, y un pollo santo, porque la Pepa los confiesa antes de matarlos, y unas torrijas que ha hecho la propia Pepa que ya sabes que es particular para eso. El café te lo haré yo misma. Anda pichón, quédate, que me aburro atrozmente de estar sola.
—Que no puedo. Paca; ¡que me va a costar un disgusto y unas boceras de dinero que no te harán gracia!
—Bueno, hombre bueno, vete, pero vuelve pronto.
—Eso sí que te lo aseguro. En cuanto que empiece el poeta a leer sus infundios, me escurro sin decir adiós a nadie y aquí me tienes hasta mañana.
—¿Es de veras?
—Por éstas. Y Martín besó las cruces que hizo con las manos.
—¿Su Alteza nos hace el favor de pasar la noche con su amiguita de su alma?
— Mi Alteza lo jura.
— Vaya pues márchate, chiquillo, que ya es hora.
Martín miró el reloj. —Aún faltan diez minutos, dijo, y los convidados de mi padre ya tienen costumbre de verme entrar tarde. ¿Qué me estabas diciendo cuando me dispuse a marcharme?
—¡Ah, sí! Te decía que tienes que ponerme una carta muy bien escrita, pero muy retebien, para un tío segundo que tengo en Villarrubia de los Ojos.
—¡Vaya un pueblo! ¿Dónde está eso?
— En la Mancha.
— ¿Y qué quieres que le diga?
—Tú, nada, la que escribe soy yo; pero como yo no tengo costumbre... en fin, verás. D. Juan que es tío segundo mío por parte de madre, me ha querido siempre mucho, porque su hermano que era mi padre, y él, se querían mucho, y mi padre que antes de sus desgracias, cuando yo me escapé con el franchute aquel...
— No me recuerdes cosas que me revientan.
—Bueno, hombre, bueno; pues mi padre hasta que se murió estuvo en muy buena armonía con él, y no le dijo lo que yo era.
— Tú eres una retunanta muy grande... que vuelves loco al verbo!
— No te muevas de ahí, déjame acabar! Pues mi tío no sabe si yo soy santa ó soy diabla y no me ha visto desde que era chiquita y le he hecho creer que estoy viviendo de trabajar en un taller de modista, en fin, que yo me he arreglado para que crea todo eso. El resultado es que me quiere más que a nadie de la familia. Y como yo soy muy sufrida y muy buena y no quiero estar molestándote siempre, y necesito ahora dos mil pesetas.
— Pero, oye, chiquilla, ¿tú comes dinero?
—¡Ó lo bebo!
— Bueno, sigue y date prisa.
— Pues ya te lo he dicho. Lo que quiero es una carta en que le diga que estoy muy mala, que me van a echar de la casa, que me veo en compromisos muy grandes... ¡Tú debes de saber explicar muy bien todo eso!
— Lo he hecho más veces con mi padre...
— Me lo figuro, y por eso confío en tu talentazo, ¡resalao!
— Vaya, me voy para no ponerme tierno.
— Ea, ahueca, y hasta luego...
— Hasta luego.
— Y a ver si esta noche me escribes una carta que haga llorar al gran D. Juan Pesetas.
Martín, que ya estaba en la puerta, se volvió rápidamente.
— ¡Cómo D. Juan Pesetas!
— ¡Como que se llama así!
—¿Tu tío?
—¡Mi tío!
—Pero entonces... Vaya, ¿á qué ahora resultamos parientes?
La Percales riendo, dijo:
— ¡Habrá que acudir a Roma!
—Pero ¿cómo no me lo has dicho nunca? ¿Cómo no lo sabía yo? Mi tío-abuelo, que sepamos, no tiene más sobrinas que mi madre, la mujer de Corro, y una que, según tengo entendido, vive en Manzanares.
— Vivía.
—¿Qué?
—¡Como que soy yo!
—¡Pero si esa sobrina se llamaba Felisa! —¡Claro! Pero como yo me eché a viajar de incórnito por la vida, tuve la precaución de llamarme Paca para mis nuevas relaciones...
— ¿De modo que venimos a ser primos segundos?
— ¡A ver!
— ¡Cuánto me alegro! ¡Uf! Ya estarán comiendo; enseguida vengo y te pondré la carta y hablaremos de eso, que es muy interesante!
—¡Adiós, chiquillo! ¡Qué te espero!