Cansancio (Yamandú Rodríguez)

Cansancio
de Yamandú Rodríguez

—¡Arriba, cabo Benítez!... El subcomisario ya puso los caracuses de punta.
Despierta el clase, manotea una bota y la arroja a otro milico. Este abre un ojo, rezonga y empieza a sentarse en su tarima.
—Maliceo —continúa el "puerta" —que don Escayola va a poner todo esto patas arriba...
—¡Es cierto que se llama ansí!... ¡Degüélvame mi bota, pues, Peralta!
Por no agacharse, el aludido se vuelve al "ranchero".
—Gurí, ¿no oís lo que te pide el cabo?
Benítez bosteza trazando una cruz sobre la boca y aprovecha aquella mano ya levantada, para sacar un pucho de trás la oreja.
—¡Dese prisa, cabo!
—¡Oh! El sucomisario ricién madruga y ya está apurao. Yo llevo cuarenta años de melico y he llegao a cabo sin apriesurarme mucho... ¿Trais u no esa bota, muchacho?
—Ya viene llegando —contesta el gurí, que para cumplir la orden y ahorrar dos pasos, se echa sobre un dormido.
—¡Epa, haragán! —óyese borrosamente. —¡Pucha, que son disconsideraos con un hombre que se acostó a las siete pasadas!
—Viene el día, Camejo, levantesé!
—Güeno, cabo.., ya voy. —Se volvió y siguió roncando.
Entre el personal de la subcomisaría de Ñandú Culeco no se registra caso de diligencia semejante. ¿Quién la causa? El nuevo jefe, don Carlos Escayola, hombre joven, enérgico y porfiado. Había llegado la tarde anterior. Sin conocerlo aún amaba al pago, la oficina y los criollos. Al arribar, se encontró con una casucha de ladrillos desnudos que cubrían su rubor tras un escudito abollado. Delante de la puerta, un palenque; delante del palenque, un milico; delante del milico, un mate. Allí cerca, varios ranchos agachados. Caía la tarde; caían los aleros; caían los párpados del "puerta". El camino ya se había acostado. El personal también. Junto al patio, bostezaba un horno. Nadie salió a recibirlo y tuvo que entrar solo en la "Mayoría". Allí lo esperaba un gringo que le dio la mano en silencio, después vació la pipa, luego se levantó y se fue.
—¡"Puerta"! —llamó. —¿Quién es ese hombre?
—Don, Pietro, el de la tahona, señor. Y usté, ¿quién es? y disculpe.
—El subcomisario Escayola.
—¡Ah, lo maliceaba!...
Aquel apretón de manos había, sido una bienvenida. ¡La única! Acercó la silla que ocupara el gringo, le pasó un brazo sobre el respaldo, y junto al amigo Pietro se puso a hojear los libros de la comisaría. Empezó por contar hasta veinte permisos acordados en un mes para celebrar carreras y bailes.
—La sección es alegre; pero la temo bravía —pensó. Por su empleo sabía que la muerte va enancada a las reuniones. Buscó el charco de sangre tras las rejas de los boliches, bajo las verbenas trilladas por los bailarines, entre el polvo que levantan los parejeros; hoja por hoja escudriña sus querencias y no consigue encontrarlas. Según aquellos libros, en el pago no ocurren duelos, ni incidentes, ni escándalos. En cambio, no pasa página sin contarle una desgracia casual: Aquí, son dos paisanos que chocan en un camino, muriendo ambos de sus resultas. Luego, un mocito se "vandea" una oreja de un tiro "escapao". Después son peones lastimados "de arma blanca", por caídas en el rodeo. Casi siempre trátase de dos accidentes ocurridos en el mismo campo y día.
—Es indudable —pensó— que, por lo menos aquí, las desgracias nunca vienen solas.
Apenas un delito por abigeato se había cometido en el correr de la semana. Su autor era Josefo Baigorra; su denunciante, don Pietro; la víctima, una oveja. A pesar del celo policial, el tal Baigorra seguía en libertad. Luego de saber todo esto, Escayola consultó su reloj; vio que el de la oficina atrasaba; fue a su dormitorio haciendo ruido con el sable, y lo chistó una lechuza.
Esta mañana se ha levantado limpio de melancolía. Va a pasar la primera "lista".
El cabo Benítez y casi todos los milicos ya están alineados en el patio. Escayola los examina con ternura. Sus policianos tienen las piernas arqueadas, las ropas desteñidas y los bigotes gachos. Aquellos bigotes tan iguales le parecen otra prenda del uniforme.
—Cabo Lucio Benítez -lee.
—¡Presiente!
—José Camejo.
Nadie contesta. El comisario insiste.
—No lo pude ricordar, señor, por más que hice.. —Como se acostó a las siete pasadas, ha diacansao tan poco, mesmo, que lo dejé roncar.
—Veamos, clase: en la revista deben figurar quince hombres. Aquí se presentan seis. ¿Dónde están los que faltan?
..... —vaya uno a saber!
A Benitez no le gusta comprometerse. El no es indagador ni curioso.
Escayola todavía consigue dominarse. Cree soñar todo aquello.
—Quien puede que sepa algo al rispesto es mi compadre el guardia cevil Peralta; es muy comedido, comesario. ¡Llameló!
Avanza un tape bajito y ventrudo que luce una frente tan ancha como un meñique y unas cejas tan anchas como la frente.
—Queda usted nombrado mi asistente —le dice. —Lo necesito muy comedido. ¡No lo olvide! ¡Vaya a ensillar mi caballo y el suyo!
Entontes, Escayola se vuelve al personal y lo arena. Dice que el de Ñandú Culeco es un cansancio histórico, nacido después de los siete trabajos gauchos. El criollo, les explica, al empezar trenzó un lazo, domó un potro y achicó el desierto. Para vestirse desnudó al yaguareté, cortó la paja más brava para poblar. Se sienta entre los cuernos de los toros cerriles. Carga una china descargando un trabuco; lame sus heridas mientras espera al hijo, y cuando éste llega, un pampero le ha llevado el rancho y un chimango al padre. Tiene que empezar a su vez, y su vida y la de su estirpe se gastan entre clinudos, espinares y colmillos. Así, durante mucho tiempo. Hasta que una mañana, despierta, monta en su flete y se lo manca un alambrado, saca el facón y se lo envaina un código. Por primera vez se sienta, y entonces a su espalda levántanse tres siglos de fatiga que salen de un cojinillo caído, hacen pie en el gavilán de su daga, trepan y se le acampan en la voluntad.
—Yo vengo, muchachos, a despertar ese hombre les dice - a luchar contra las cosas suyas. Odio al naipe, a la vigüela que manca, al cimarrón, charquito de haraganería, donde chupan tantos varones rudos. En la capital me han asegurado que este pago tiene cien pulperías y una sola tahona. Remendaré la sección con muchos cuadrados de siembra. Por puntadas, como toda costura, poco a poco, curaremos la disciplina, él orden y los uniformes. Ustedes me ayudarán...
Mientras él sigue hablando emocionado, los milicos miran: uno, al suelo; éste, un botón; aquél, una mosca.
—Les recomiendo, pues, puntualidad, energía y patriotismo. ¡Rompan filas!
Todos salen corriendo, entran en la cocina y se arrebatan las "pavas" calientes.
—¡Qué fácil es electrizar a los sencillos! —piensa el pueblero, mientras monta a caballo, seguido de Peralta.
Entre el humo del fogón, la milcada comenta el discurso del jefe.
—Cabo, explique, pues, las ricomendaciones del comesario...
—¿Qué? —pregunta el clase.— ¿Pero él nos ricomendó algo?
Ninguno aclara. Entre dos silencios ronca un cimarrón.
El segundo disgusto del día lo recibe Escayola frente al colegio.
—¿Peralta, ¿está cerrada la escuela?
—¿No la ve?
—¿No hay analfabetos aquí?
—Los haberá. Yo no he comprao nunca.
—¿No hay muchachos en el pago?
—Los hay ... Sólo que si los gurises estudean, no ceban mate... Esa es la custión.
—¡El mate redondo y hueco ha matado al libro!
—Cierra los puños y cierra las espuelas. Sofrena en la puerta de la tahona.
—Don Pietro, voy a llenar de mateadores los calabozos. Vine a saludarlo, y me voy a recetar siembras para aliviar esto. Tengo sangre vasca y energía de pueblero. Ya verá...
Galopan. La mañana está azul. Peralta, nublado.
—¡Pucha! —rezonga. —Un tipo como éste es una pulga entre la bota en día e'barro. Y lo pior es que nos va a mudar a todos. Por lo pronto, yo hacía dos meses que no ensillaba tanto caballo como hoy.
—¡Asistente! —le ruega.— ¡Haga el favor: despiértese, atuse esos bigotes, hable bien ligero! ¿Cuál es el vecino criollo más emprendedor?
—¿Más qué?
—¡Progresista!
—¡Ah! ... Pa mi gusto es don Zacarías. ¡Tipo muy raro! Fijesé que hará cosa de un año se empeñó en sembrar. La culpa jué de ese don Pietro... ¡Pobre don Zacarías! ¡El que era tan güena persona!
—¡No lo compadezca! ¡Hombres así animan los pagos!
—Ya lo creo, don Escayola. Los domingos, la casa d'él es un hormiguero. Se corrió la voz, ¿sabe? Y el paisanaje cae de leguas.
—¿A aprender?
—No, señor; a rairse. Es que es curioso mesmo mirar trabajar... Yo, a ocasiones, lo haría ver de un curandero a Zacarías... ¡Esa es la custión!
Se encaminan a casa de aquel emancipado. El "agringao" Zacarías los recibe a la antigua. Saluda sin establecer distingos. Es un viejo suave, tímido, lento. Entran en la cocina.
Sentado cerca del fogón, un hombre barbado contesta con un gruñido los "buenos días" de Escayola y continúa pelando a diente y cuchillo una costilla asada. Zacarías y Peralta ni lo miran; Escayola sí, mientras habla de sus proyectos. Nadie le interrumpe. Cuando el barbudo concluye de comer, abre su mano izquierda y deja caer el hueso; desvía luego la derecha lo suficiente como para que su cuchillo no se queme en las brasas y afloja los dedos. Luego se despereza, llega hasta la puerta y sale fatigado, a causa de tanto esfuerzo.
—Don Zacarías, ¿quién es ese hombre?
—Es uno...
—¿Amigo suyo?
—No lo conozco. Llegó hace un mes, pidió pa hacer noche y se jué quedando. Duerme ahí conmigo.
—Pero, ¿qué hace? ¿Cómo se llama? ¿Qué es? El dueño de casa parece resuelto entonces a asegurar algo.
—¿Qué es, pregunta? Vea, comesario, duerme de a veinte horas, y las otras cuatro, come de sentao. Pa mí, y esto no es más que un maliceo, ¿eh? Pa mí, ese hombre es un poco haragán... El está de visita en mi casa y yo no debía pensar ansina..
—Dígame, ¿no será este sujeto un tal Josefo Baigorra?
—¿Qué esperanza! No puede llamarse así, comesario.
—¿Por qué?
—¡Por la pinta, pues!
Es aquella indiferencia del "agringao", una tercera desilusión.
Se despiden. Peralta, que no ha pronunciado palabra durante la visita, pregunta en el camino:
—¿Pa ande vamos?
—A la comisaría. ¡Al galope! ¡Castigue!
Al verlos llegar, se nota gran movimiento. El "puerta" hasta guarda el mate en el bolsillo.
Escayola manda llamar al cabo. Enciende un cigarrillo, lo quema. Benítez llega despacio, se acoda en el palenque y cansa sus ojillos cerriles persiguiendo los paseos de su nervioso superior.
—¿Me ha llameo, don?
—¡Si, cuádrese! Usted debe saber quién es un vago que se entró en lo del vecino Zacarías.
—¿Yo? —contesta el clase, ofendido. —¡Yo que viá saber!—.
—¡Le prevengo que voy a repartir plantones! ¡Aquí todo se escurre! ¡Todo está ensebado menos las botas!
Benítez ha vuelto a recostarse.
—¡No se enoje, comisario! Tal vez mi compadre sepa de ese asunto... ¡ No ve que él anduvo e'fación por aquellos laos! —Se dirigió al compadre. —Che, Peralta, sin que esto sea comprometerte, ¿vos lo conocés a ese endevido?
—¡Claro que lo conozco! -le contesta, cruzando la pierna sobre el lomillo. -El tipo ese es Josefo Baigorra, pues. Yo lo agarré vez pasada en lo e'Martín Chico.
Escayola se le aproxima furioso
—¿Y por qué no me dijo usted todo eso?
—No había pa qué. ¡Usté no me preguntó nada!...
Benítez, cachaciento, interviene.
—Dejeló seguir contando... Mi compadre le va a decir lo que pasó. ¡Seguí, che!
—Conque lo agarré al Josefo y le hallé en una bolsa el cuero que había abigeato en la tahona.
—¿Y cómo no lo trajo preso?
—Llovía mucho.., esa es la custión. Le propuse cambiarle el calabozo por unos palos. Acetó; se los dí y lo largué. ¡Pobre diablo!
—¿De manera, señor guardia civil, que usted puede venir a almorzar, sabiendo que deja a un pobre viejo entregado a ese malhechor?
Peralta suelta la carcajada. Benítez lo imita.
—¡Don Zacarías! ¡Usté no lo conoce! ¡Cuanto se enoje, bonita paliza le pega al Baigorra! ¡Mirá por quién ta con susto, che Peralta! Sepa, don Escayola, que hará quince u veinte tardes, por unas risas con el asunto del sembrao, Zacarías hizo no una. ¡dos muertes!
¡Era posible! Escayola ha empezado a conocer el pago y sus hombres. Sabe que por una ofensa cualquiera de esos vecinos, el más holgazán, es capaz de todo. Por eso no duda del hecho; en cambio duda de haberlo leído en el registro policial.
—¡Repita eso, cabo! Las tales muertes, ¿ocurríeron en la sección?
—¡Claro!
—Y si es así, ¿dónde estuvo preso Zacarías?
Ahora es el clase quien se asombra.
—¡Cómo preso! ¡Esto sí que está lindo! Aquí, comisario, denguno semos capaz de una injusticia! —Sintió un poco de lástima por aquel forastero que sería muy comisario, pero ignoraba la ley antigua.—
A un hombre que mata peliando y por derecho, no se le priende nunca, compañero - le dijo.
—¡Basta, basta! —grita el oficial. Acaba de conocer el oculto sentido de aquellas desgracias casuales, los trabucazos "juídos", las rodadas en los apartes, los pechazos en el campo. Su personal es más gaucho que policía. Prende un pucho antes de prender al guapo delincuente y es para darle tiempo a huir que cabalga en aquellos "patrias" lerdones.
La agitación del vasco Escayola crece tanto que durante unos minutos llena la oficina, cruza el patio, llega al fogón, obstruye las bombillas y aventa el último bostezo del último milico. Parece que el milagro va a realizarse. Por distintos rumbos salen comisiones armadas a detener a Baigorra, a Zacarías, a los policianos faltadores, a medio mundo. Acaba de inventarse la prisa. Se levantan las voces, los rebenques, los procesos y hasta el viejo camino se levanta en polvareda.
¡Cómo será de novedosa toda esta agitación, que un criollo de Ñandú Culeco se la tropieza frente a la comisaría, detiene el matungo, toca su chambergo y, ¡caso nunca visto!, interroga:
—¿Hay rigolución, jefe?
—¡Es lo que aquí faltaba, una revolución! —le contestan. —¡Yo he venido a traerla!
—¡Ah!.... dice el vecino y se aleja, taloneando "a gatas" su caballo gordo y lerdo.
Apenas treinta días han transcurrido desde la llegada de Carlos Escayola. Fue aquel un mes de prueba para todos. Durante ese tiempo luchó un pueblero con mil campesinos: la argamase y el terrón. De un lado estuvo esa voluntad del labriego que desde atrás del arado va empujando a dos bueyes. Del otro, una indiferencia grande; pero muy gastada por el uso. Con el pasado muerto combatió allí el presente recién nacido. ¡Dura fue la pelea!
Es la una de la tarde.
Un vecino sudoroso llega corriendo, choca con el palenque, da un empellón al "puerta"; sin perder tiempo en disculpas llega al despacho del comisario, entra y le dispara estas palabras:
—¡Escayola, levantesé! ¡Hay fuego! ¡Se me quema la tahona!
—¡Cabo Benítez! —grita el comisario.
De allá le contestan:
—Estoy acostao. ¿Qué quiere?
De cama a cama, jefe y clase dialogan:
—¡Aquí llegó don Pietro! ¡Dice que hay fuego!
—¡Vea qué noticia! Ya lo sé. Dende hace rato, el olor a harina quemada no me deja dormir... - Luego de unos segundos, pregunta:
—¿Quiere que vayamos, compadre Escayola? El comisario se restrega los ojos, se despereza, mira el mate "ensillao" y luego consulta el caso con el visitante:
—¿Qué le parece, don Pietro? ¿Valdrá la pena? Yo, todavía no he amargueado.... ¿Iremos?...