Canción a la luna
Vedla ya allí: cual punto diamantino
brilló en la enhiesta cumbre
del pardo monte, y su fulgor divino
esparce en torno soñolienta lumbre.
A su temblante rayo cristalino
estremecido el viento se dilata;
la húmeda sombra se recoge en pliegues
al hondo valle, y su raudal de plata
mueve bullendo el plácido arroyuelo;
tiende la brisa de la noche el vuelo
que en la hojarasca, en lánguido murmullo,
largo susurra, y gime solitaria
la tórtola doliente,
que da de amor el postrimer arrullo.
Todo el espacio conmovido siente,
Luna, a tu luz, un lánguido embeleso,
cual casta virgen a quien dio el esposo
en la noche de amor el primer beso.
Busque en tu disco refulgente el sabio
la causa de tu luz, la mancha opaca,
la fuerza que te impele y tu camino;
y diga al hombre su ufanado labio,
como una prueba de su ciencia flaca,
la ley de tu destino.
¿Qué importa su palabra? Ante mis ojos
eres el áureo coche
do lenta cruza por el alta esfera
la reina de la noche,
marcando con luceros su carrera;
eres del manto que la noche viste,
de luz bordado sobre tarde triste,
el diamantino broche;
eres el ángel del amor, que vela
su misterio profundo
con esa sombra que el amante anhela:
¡Quién sabe! ¿Será acaso
que cuando el sol desciende hacia el ocaso,
adormecido el mundo
sueña entonces tu cándida hermosura,
y es un sueño no más tu imagen pura?
De dulce paz y del silencio amiga,
reina del corazón, ¡cómo enamoras!
¡Con qué placer, siguiendo tu camino,
breves contemplo resbalar las horas!
Cuando en tu luz tranquila
se clava mi pupila,
allá en el fondo de mi pecho siento
brotar un sentimiento
de ternura inefable,
cual mezcla de tristeza y de contento;
siento que se alza en la conciencia mía
la voz de mi pasado,
áspera voz de la virtud austera,
que, condenando la pasada vía,
me marca en lo futuro mi carrera.
Y tú, elevada por el blando vuelo
del ángel que te guía,
llegas por fin a la mitad del cielo,
luz derramando en la extensión vacía.
De los astros la inmensa muchedumbre
se ha borrado a tu paso,
y tiembla sola tu igualada lumbre
del Oriente al Ocaso.
¡Paz en la inmensidad! ¡Reinas señora!
¡Oh! Si mi pecho enamorado fuera,
en la cándida luz que tu faz dora
la pura imagen de mis sueños viera,
y en esos rayos de flotante plata
viera su casto velo,
y en la paz que derramas por el cielo
la paz que en sus miradas se retrata.
Fínjome ver por los cercanos mares
pasar la nave, que a la costa llega,
y oigo que al canto de la musa griega,
un pueblo todo te levanta altares.
Ese tiempo pasó: roto contemplo
hoy, con amarga pena,
tu soberano templo
sepultado en la arena.
Pero tú no has pasado; tú iluminas
con tu eterno esplendor y lumbre pura
sus informes ruinas;
y yo que, triste al contemplarlas, lloro,
idólatra, cual soy, de tu hermosura,
aún, Luna, yo te adoro.
Canción, del ruiseñor de voz sonora
que trina por la noche en la espesura,
órnate con las galas,
y con sus prestas alas
a Edeta vuela, donde noble dama
te acogerá benigna, canción triste,
que ella, cual yo, las soledades ama.