Canción a Pedro Romero, torero insigne
Cítara áurea de Apolo, a quien los dioses hicieron compañera de los regios banquetes, y ¡oh sagrada musa! que el bosque de Helicón venera, no es tiempo que reposes; alza el divino canto y la acordada voz hasta el cielo osada, con eco que supere resonante al estruendo confuso y vocería, popular alegría, y aplauso cortesano triünfante, que se escucha distante en el sangriento coso matritense, en cuya arena intrépido se planta el vencedor circense, lleno de glorias que la fama canta. Otras quiere adquirir, y así de espanto y de placer se llena la Villa que domina entrambos mundos. Corre el vulgo anhelante, rumor suena, y se corona en tanto de bizarros galanes sin segundos y atletas furibundos el ancho anfiteatro. Allí se asoma todo el reino de Amor, y la hermosura que a Venus desfigura, y no hay humano pecho que no doma (baldón de Grecia y Roma), y en opulencia y aparato hesperio muestra Madrid cuanto tesoro encierra corte de tanto imperio, del mayor soberano de la tierra. Pasea la gran plaza el animoso mancebo, que la vista lleva de todos, su altivez mostrando, ni hay corazón que esquivo le resista. Sereno el rostro hermoso, desprecia el riesgo que le está esperando; le va apenas ornando el bozo el labio superior, y el brío muestra y valor en años juveniles del iracundo Aquiles. Va ufano al espantoso desafío, ¡con cuánto señorío! ¡qué ademán varonil! ¡qué gentileza! Pides la venia, hispano atleta, y sales en medio con braveza, que llaman ya las trompas y timbales. No se miró Jasón tan fieramente en Colcos embestido por los toros de Marte, ardiendo en llama, como precipitado y encendido sale el bruto valiente que en las márgenes corvas de Jarama rumió la seca grama. Tú le esperas, a un numen semejante, sólo con débil, aparente escudo, que dar más temor pudo; el pie siniestro y mano está delante; ofrécesle arrogante tu corazón que hiera, el diestro brazo tirado atrás con alta gallardía; deslumbra hasta el recazo la espada, que Mavorte envidiaría. Horror pálido cubre los semblantes, en trasudor bañados, del atónito vulgo silencioso; das a las tiernas damas mil cuidados y envidia a sus amantes; todo el concurso atiende pavoroso el fin de este dudoso trance. La fiera que llamó el silbido a ti corre veloz, ardiendo en ira, y amenazando mira el rojo velo al viento suspendido. Da tremendo bramido, como el toro de Fálaris ardiente, hácese atrás, resopla, cabecea, eriza la ancha frente, la tierra escarba y larga cola ondea. Tu anciano padre, el gladiator ibero que a Grecia España opone, con el silvestre olivo coronado, por quien la áspera Ronda ya se pone sobre Elis, y el ligero Asopo el raudo curso ha refrenado, cediendo al despeñado Guadalevín; tu padre, que el famoso nombre y valor en ti ve renovarse, no puede serenarse, hasta que mira al golpe poderoso el bruto impetüoso muerto a tus pies, sin movimiento y frío, con temeraria y asombrosa hazaña, que por nativo brío solamente no es bárbara en España. ¿Quién dirá el grito y el aplauso inmenso que tu acción vocifera, si el precio de tus méritos pregona la envidia, con adorno a la extranjera, que dice: «En el extenso mundo, ¿cuál rey que ciña la corona entre hijos de Belona podrá mandar a sus vasallos fieros (como el dueño feliz de las Españas) hacer tales hazañas? ¿Cuál vencerán a indómitos guerreros en lances verdaderos, si éstos sus juegos son y su alegría?» ¡Oh, no conozca España qué varones tan invencibles cría! ¡Rogádselo a los cielos, oh naciones! Y tú, por quien Vandalia nombre toma cual la aquiva Corinto (ni tal vio el circo máximo de Roma), si algo ofrece a mi verso el dios de Cinto, tu gloria llevaré del occidente a la aurora, pulsando el plectro de oro; la patria eternamente te dará aplauso, y de Aganipe el coro.
Barcelona, 1821