Cada uno manda en su casa
I
editarNo sé precisamente en que año del pasado siglo vino de España a esta ciudad de los reyes un mercenario, fraile de macho peso y gran cogote, con el título de Visitador general de la Orden. Lo de la fecha importa un pepino; pues no porque me halle en conflicto para apuntarla con exactitud, deja de ser auténtico mi relato. Y casi me alegro de ignorarla.
Traía el padre Visitador pliegos del rey y rescriptos pontificios que le acordaban un sinnúmero de atribuciones y preeminencias. Los hijos de Nolasco lo recibieron con grandes festejos, loas y mantel largo, novillos en la plazuela, catimbaos y papahuevos, y qué sé yo qué otras boberías.
El ilustrísimo arzobispo, más que por agasajo al huésped, por desentrañar hasta qué punto se extendía su comisión, fue a visitarlo con gran ceremonia y lo comprometió a que tres veces por semana habían de almorzar juntos en el palacio arzobispal.
Para encarecer la importancia del fraile, nos bastará apuntar que tenía el tratamiento de excelencia, según lo testificaban papeles y pergaminos.
No me atrevo a asegurarlo, pero mis razones tengo para sospechar que su excelencia el Visitador no pudo ser otro que fray José González de Aguilar Flores de Navarra, teólogo del rey, señor de las baronías de Algar y Escala en Valencia y (¡ahí es rana!) grande de España de primera clase.
La primera mañana en que debían almorzar en cordial compaña el ilustrísimo y el excelentísimo, vino el coche de aquél a la puerta de la Merced poco antes de las ocho, y el Visitador se arrellanó en los mullidos cojines.
Llegado al salón del diocesano y después del cambio de saludos y demás borondangas de etiqueta social, dijo el Visitador:
-Por no hacer esperar a su ilustrísima heme venido sin celebrar el santo sacrificio.
-Pues tiempo hay para que su excelencia cumpla en mi catedral la obligación.
Y un familiar acompañó al mercenario, y por el patio de los Naranjos penetraron en la sacristía; revistiose, y ayudado por un monacillo dijo misa en el altar mayor.
Cuando a las nueve se congregaron los canónigos en el coro y supieron lo que acababa de ocurrir, quisieron agarrar con las manos los cuernos de la luna. «¡Cómo! -gritaban furiosos-. ¡Tener un fraile el atrevimiento de decir misa en nuestro altar mayor!».
Aquello, para el orgullo de los canónigos, era una cosa que clamaba al cielo y no podía quedar así como así.
Después de almorzar suculentamente chicharrones, tamales y pastelillos, sanguito de ñajú y otros apetitosos guisos de la cocina criolla, se despidió el comensal y entraron los indignados canónigos con la queja, y con sus aspavientos y recriminaciones le pusieron al bonachón arzobispo la cabeza como una olla de grillos.
A su ilustrísima un color se le iba y otro se le venía; pues en puridad de verdad, la culpa en gran parte era suya, porque no se le ocurrió franquear al celebrante su oratorio particular. Los de la querella sacaron a relucir cánones y breves y reales cédulas y demás garambainas, y se acordó, tras larga controversia, que si al Visitador se le antojaba volver a decir misa en la catedral, lo hiciese en altar portátil.
La cuestión se hizo pública y llegó, como era natural, abultada con notas, apéndices y comentarios, a oídos de su excelencia, quien por el momento adoptó el partido de no volver a pisar el palacio arzobispal, mientras le llegaba ocasión propicia para sacarse el clavo.
II
editarY pasaron algunas semanas, y cuando ya nadie se acordaba de lo sucedido, amaneció un domingo, y el Visitador se levantó muy risueño, diciendo que entre ceja y ceja se le había metido hacer en el acto una reforma en su iglesia.
Y convocando secretamente una docena de carpinteros, mandó que cercasen de tablas el altar de Nuestra Señora de la Antigua, que se halla situado cerca de la puerta, independizándolo de la nave central y del resto del templo.
Los dominicos disputan a los mercenarios la antigüedad de residencia en Lima; pero es punto históricamente comprobado que la primera misa que se dijo en nuestra capital fue celebrada por el religioso de la Merced fray Antonio Bravo; que en 1535 era ya el padre Miguel Drenes provincial o comendador de la orden, y que cuando en 1541 fue asesinado el conquistador Pizarro, los mercenarios, a quienes se tildaba de almagristas, tenían ya casi concluida la fábrica del convento e iglesia, invirtiendo en ambas la suma de setecientos mil pesos. Sigamos con la tradición.
Los frailes murmuraban sotto voce que a su excelencia se le había barajado el seso; pero el respeto les impedía hacer la más ligera observación al mando del superior.
Al día siguiente estuvo terminado el cerco y con su respectiva puertecita. Los obreros habían trabajado toda la noche.
Era ese el primero de los tres días de rogativas que preceden a la Sesta de la Ascensión del Señor, y según rito, el arzobispo y su coro de canónigos iban por turno a las iglesias grandes. Aquel lunes la ceremonia correspondía a la Merced.
El comendador con todos sus conventuales salió a la puerta del templo a recibir solemnemente la visita; pero su excelencia se quedó tras la cancela.
La comitiva iba a dirigirse por la nave central en dirección al altar mayor, cuando el Visitador le atajó el paso diciéndole:
-¡Alto ahí, que no es ese el camino!
Y volviéndose hacia el arzobispo añadió:
-Ilustrísimo señor: ¡Pues los canónigos no hallan bien que un fraile celebre en su altar mayor, yo he resuelto que ellos no puedan oficiar sino en la puerta de mi iglesia!
-Pero, señor excelentísimo... -balbuceó el arzobispo.
-Nada, ilustrísimo señor. Cada uno manda en su casa.
-Y Dios en la de todos, hermano -murmuró un maestro de capilla.
Y no hubo tu tía. El arzobispo y los canónigos dieron media vuelta y se dirigieron a hacer las rogativas en otro templo, que si no estamos mal informados fue el de la Concepción.
Parece que los canónigos conservan desde entonces tirria tradicional a los mercenarios, y que no quieren perdonarles la arrogancia del Visitador. Buena prueba es que no han vuelto a celebrar las rogativas en la Merced.