V

Cambió por completo la situación de Tonet en el establecimiento de Cañamèl. Ya no era un parroquiano: era el socio, el compañero del dueño de la casa, y penetraba en la taberna desafiando con altivo gesto la murmuración de las enemigas de Neleta.

Si pasaba allí los días enteros, era para hablar de sus negocios. Entrábase con gran confianza en las habitaciones interiores, y para demostrar que estaba como en su casa, franqueaba el mostrador, sentándose al lado de Cañamèl. Muchas veces, si éste y su mujer andaban por dentro y algún parroquiano pedía algo, saltaba el mostrador y con cómica gravedad, entre las risas de los amigos, servía los géneros, remedando la voz y los ademanes del tío Paco.

El tabernero estaba satisfecho de su asociado. Un excelente muchacho, según declaraba ante los concurrentes de la taberna cuando Tonet no estaba presente; un buen amigo, que, si guardaba buena conducta y era laborioso, iría lejos, muy lejos, contando con el apoyo de un protector como él.

El tío Paloma también frecuentaba la taberna más que antes. La familia, después de borrascosas escenas por la noche en la soledad de la barraca, se había dividido. El tío Tòni y la Borda marchaban á sus campos todas las mañanas á continuar la batalla con el lago, pretendiendo ahogarlo bajo los capazos de tierra traídos de lejos penosamente. Tonet y su abuelo iban á casa de Cañamèl á hablar de su próxima empresa.

En realidad, los únicos que hablaban de ésta eran el tabernero y el tío Paloma. Cañamèl se ensalzaba á sí mismo, alabando la generosidad con que había aceptado el negocio. Exponía su capital sin conocer el resultado de la pesca, y hacía este sacrificio contentándose con la mitad del producto. No era como los prestamistas extranjeros de tierra firme, que sólo daban el dinero con la seguridad de buenas hipotecas y un interés crecido. Y todo su odio contra los intrusos, la rivalidad feroz en el oficio de explotar al prójimo, vibraba en sus palabras. ¿Quién era aquella gente que poco á poco se apoderaba del país? Franceses venidos á la tierra valenciana con los zapatos rotos y un traje de pana vieja pegado al cuerpo. Gentes de una provincia de Francia cuyo nombre no recordaba, pero que venían á ser poco más ó menos como los gallegos de su país. Ni siquiera era propio el dinero que prestaban. En Francia, los capitales producían escaso interés, y estos gabachos los tomaban en su tierra al dos ó al tres por ciento para prestar el dinero á los valencianos al quince ó al veinte, realizando un negocio magnífico. Además, compraban caballerías al otro lado de los Pirineos, las entraban tal vez de contrabando y las vendían á plazos á los labradores, arreglando el negocio de modo que el comprador nunca tenía la bestia por suya. Había pobre á quien costaba un jaco ruin como si fuese el mismo caballo de Santiago. Un robo, tío Paloma; despojo indigno de cristianos. Y Cañamèl se encolerizaba hablando de estas cosas con toda la indignación y la secreta envidia del usurero que no osa, por cobardía, emplear los mismos procedimientos de sus rivales.

El barquero aprobaba sus palabras. Por esto quería á los suyos dedicados á la pesca, por esto se enfurecía al ver á su hijo contrayendo deudas y más deudas, en su empeño de ser agricultor. Los labradores pobres eran unos esclavos; rabiaban todo el año trabajando, ¿y para quién era el producto? Toda su cosecha se la llevaban los extranjeros: el francés que les presta el dinero y el inglés que les vende el abono á crédito... ¡Vivir rabiando para mantener á gente de fuera! No; mientras hubiese anguilas en el lago podían las tierras cubrirse tranquilamente de juncos y aneas, con la seguridad de que no sería él quién las roturase.

Mientras hablaban el barquero y Cañamèl, Tonet y Neleta, sentados tras el mostrador, se miraban tranquilamente. Los parroquianos se habían habituado á verlos horas y horas con los ojos fijos, como si se devorasen; con una expresión en la mirada que no correspondía á sus palabras, muchas veces insignificantes. Las comadres que llegaban por aceite ó vino permanecían inmóviles frente á ellos, con los ojos bajos y la expresión abobada, dejando que colasen las últimas gotas del embudo en la botella, mientras aguzaban el oído para coger alguna palabra de su conversación; pero ellos desafiaban este espionaje y seguían hablando, como si se encontraran en un lugar desierto.

El tío Paloma, alarmado por tales intimidades, habló seriamente á su nieto. ¿Pero era que había algo entre los dos, como afirmaban la Samaruca y otras malas lenguas del pueblo? ¡Ojo, Tonet! ¡Á más de que esto sería indigno de la familia, les haría perder el negocio! Pero el nieto, con la firmeza del que dice la verdad, se golpeaba el pecho, protestando, y el abuelo se daba por convencido, aunque con cierto recelo de que las amistades terminasen mal.

El reducido espacio detrás del mostrador era para Tonet un paraíso. Recordaba con Neleta los tiempos de la infancia; le relataba sus aventuras de allá lejos, y cuando callaban sentía una dulce embriaguez (la misma de la noche en que se perdieron en la selva, pero más intensa, más ardiente) con la proximidad de aquel cuerpo cuyo calor parecía acariciarle á través de las ropas.

Por las noches, después de cenar con Cañamèl y su mujer, Tonet sacaba de su barraca un acordeón, único equipaje que con los sombreros de jipijapa había traído de Cuba, y asombraba á todos los de la taberna con las lánguidas habaneras que hacía ganguear al instrumento. Cantaba guajiras de una poesía dulzona, en las que se hablaba de auras, arpas y corazones tiernos como la guayaba; y el acento meloso de cubano con que entonaba sus canciones hacía entornar los ojos á Neleta, echando el cuerpo atrás como para desahogar su pecho, estremecido por ardorosa opresión.

Al día siguiente de estas serenatas, Neleta, con los ojos húmedos, seguía á Tonet en todas sus evoluciones por la taberna, de grupo en grupo.

El Cubano adivinaba esta emoción. Había soñado con él, ¿verdad? Lo mismo le había ocurrido á Tonet en su barraca. Toda la noche viéndola en la obscuridad, extendiendo sus manos como si realmente fuese á tocarla. Y después de esta mutua confesión quedaban tranquilos; seguros de una posesión moral de la que no se daban exacta cuenta; ciertos de que al fin habían de ser uno del otro fatalmente, por más obstáculos que se levantasen entre los dos.

En el pueblo no había que pensar en otra intimidad que las conversaciones de la taberna. Todo el Palmar los rodeaba durante el día, y Cañamèl, enfermizo y quejumbroso, no salía de casa. Algunas veces, conmovido por un relámpago pasajero de actividad, el tabernero silbaba á la Centella, una perra vieja de cabeza enorme, famosa en todo el lago por su olfato, y metiéndola en su barquito iba á los carrizales más próximos para tirar á las pollas de agua. Pero á las pocas horas volvía tosiendo, quejándose de la humedad, con las piernas hinchadas como un elefante, según él decía; y no cesaba de gemir en un rincón, hasta que Neleta le hacía sorber algunas tazas de líquidos calientes, anudándole en cabeza y cuello varios pañuelos. Los ojos de Neleta iban hacia el Cubano con una expresión reveladora del desprecio que sentía por su marido.

Terminaba el verano y había que pensar seriamente en los preparativos de la pesca. Los dueños de los otros redolíns arreglaban ante sus casas las grandes redes para cerrar las acequias. El tío Paloma estaba impaciente. Los artefactos que poseía Cañamèl, restos de su pasada asociación con otros pescadores, no bastaban para la Sequiòta. Había que comprar mucho hilo, dar trabajo á muchas mujeres de las que tejían red, para explotar cumplidamente el redolí.

Una noche cenaron en la taberna Tonet y su abuelo para tratar seriamente del negocio. Había que comprar hilo del mejor, del que se fabrica en la playa del Cabañal para los pescadores del mar. El tío Paloma iría á comprarlo, como conocedor experto, pero le acompañaría el tabernero, que quería pagar directamente, temiendo ser engañado si entregaba el dinero al viejo. Después, en la beatitud de la digestión, Cañamèl comenzó á sentirse aterrado por el viaje del día siguiente. Había que levantarse al amanecer, sumiéndose en la húmeda bruma desde el lecho caliente; atravesar el lago, ir por tierra á Valencia, dirigirse después al Cabañal y luego desandar todo el camino. Su corpachón, blanducho por la inmovilidad, se estremecía ante el viaje. Aquel hombre, que había pasado gran parte de su vida rodando por el mundo, tenía echadas tan profundas raíces en el barro del Palmar, que se angustiaba pensando en un día de agitación.

El deseo de quietud le hizo modificar su propósito. Se quedaría al cuidado del establecimiento y Neleta acompañaría al tío Paloma. Nadie como las mujeres para regatear y comprar bien las cosas.

Á la mañana siguiente el barquero y la tabernera emprendieron el viaje. Tonet iría á esperarles en el puerto de Catarroja á la caída de la tarde, para cargar en su barca la provisión de hilo.

Aún estaba muy alto el sol cuando el Cubano entró á toda vela por el canal que penetraba en tierra firme con dirección á dicho pueblo. Los grandes laúdes venían de las eras cargados de arroz, y al pasar por el canal, el agua que desplazaban con sus panzas formaba tras la popa un oleaje amarillo, que invadía los ribazos y alteraba la tranquilidad cristalina de las acequias afluentes.

Á un lado del canal estaban amarradas centenares de barcas; toda la flota de los pescadores de Catarroja, odiados por el tío Paloma. Eran ataúdes negros, de diversos tamaños y madera carcomida. Los barquitos pequeños, llamados zapatos, sacaban fuera del agua sus agudas puntas, y las grandes barcazas, los laúdes, capaces de cargar cien sacos de arroz, hundían en la vegetación acuática sus anchos vientres, formando sobre el horizonte un bosque de mástiles burdos, sin desbastar y de punta roma, adornados con cordajes de esparto.

Entre esta flota y la ribera opuesta sólo quedaba libre un estrecho espacio, por donde pasaban á la vela las embarcaciones, distribuyendo con su proa golpes estremecedores y violentos encontronazos á las barcas amarradas.

Tonet fondeó su embarcación frente á la taberna del puerto y echó pie á tierra.

Vió enormes montones de paja de arroz, en los que picoteaban las gallinas, dando al amarradero el aspecto de un corral. En la ribera construían barquitos los carpinteros, y el eco de sus martillos se perdía en la calma de la tarde. Las embarcaciones nuevas, de madera amarilla recién cepillada, estaban sobre bancos, esperando la mano de alquitrán con que las cubrían los calafates. En la puerta de la taberna cosían dos mujeres. Más allá alzábase una choza de paja, donde estaba el peso de la Comunidad de Catarroja. Una mujer con una balanza formada por dos espuertas pesaba las anguilas y tencas que desembarcaban los pescadores, y terminado el peso, arrojaba una anguila en una gran cesta que conservaba á su lado. Era el tributo voluntario de la gente de Catarroja. El producto de esta sisa servía para costear la fiesta de su patrón San Pedro. Algunos carros cargados de arroz se alejaban, chirriando, con dirección á los grandes molinos.

Tonet, no sabiendo qué hacer, fué á meterse en la taberna, cuando oyó que alguien le llamaba. Tras uno de los grandes pajares, asustando á las gallinas que huían en desbandada, una mano le hacía señas para que se aproximase.

El Cubano fué allá y vió tendido, con el pecho al aire y los brazos cruzados tras la cabeza á guisa de almohada, al vagabundo Sangonera. Sus ojos estaban húmedos y amarillentos; sobre su cara, cada vez más pálida y enjuta por el alcohol, aleteaban las moscas, sin que él hiciera el más leve movimiento para espantarlas.

Tonet celebró este encuentro, que podía entretenerle durante su espera. ¿Qué hacía allí?... Nada: pasaba el tiempo, hasta que llegase la noche. Esperaba la hora de ir en busca de ciertos amigos de Catarroja, que no le dejarían sin cenar; descansaba, y el descanso es la mejor ocupación del hombre.

Había visto á Tonet desde su escondrijo y lo llamó, sin abandonar por esto su magnífica posición. Su cuerpo se había acomodado perfectamente en la paja, y no era caso de perder el molde... Después explicó por qué estaba allí. Había comido en la taberna con unos carreteros, excelentes personas, que le dieron unos mendrugos, pasándole el porrón á cada bocado y riendo sus chuscadas. Pero el tabernero, igual á todos los de su clase, apenas se fueron los parroquianos le había puesto en la puerta, sabiendo que por propia cuenta nada podía pedir. Y allí estaba matando al tiempo, que es el enemigo del hombre... ¿Había amistad entre ellos ó no? ¿Era capaz de convidarle á una copa?

El gesto afirmativo de Tonet pudo más que su pereza, y aunque con cierta pena, se decidió á ponerse de pie. Bebieron en la taberna, y después, lentamente, fueron á sentarse en un ribazo del puerto resguardado por tablas negras.

Tonet no había visto á Sangonera en muchos días, y el vagabundo le contó sus penas.

Nada tenía que hacer en el Palmar. Neleta la de Cañamèl, una orgullosa que olvidaba su origen, le había despedido de la taberna con el pretexto de que ensuciaba los taburetes y los azulejos del zócalo con el barro de sus ropas. En las otras tabernas todo era miseria: no acudía un bebedor capaz de pagar una copa, y él se veía forzado á salir del Palmar, á correr el lago, como en otros tiempos lo hacía su padre; á pasar de pueblo en pueblo, siempre en busca de generosos amigos.

Tonet, que con su pereza tanto había disgustado á su familia, se atrevió á darle consejos. ¿Por qué no trabajaba?...

Sangonera hizo un gesto de asombro. ¡También él!... ¡También el Cubano se permitía repetir los mismos consejos de los viejos del Palmar! ¿Le gustaba á él mucho el trabajo? ¿Por qué no estaba con su padre enterrando los campos, en vez de pasarse el día en casa de Cañamèl, al lado de Neleta, repantigado como un señor y bebiendo de lo más fino?...

El Cubano sonreía, no sabiendo qué contestar, y admiraba la lógica del ebrio al repeler sus consejos.

El vagabundo parecía enternecido por la copa que le había pagado Tonet. La calma del puerto, interrumpida á ratos por el martilleo de los calafates y el cloquear de las gallinas, excitaba su locuacidad, impulsándolo á las confidencias.

No, Tonet; él no podía trabajar; él no trabajaría aunque le obligasen. El trabajo era obra del diablo: una desobediencia á Dios; el más grave de los pecados. Sólo las almas corrompidas, los que no podían conformarse con su pobreza, los que vivían roídos por el deseo de atesorar, aunque fuese miseria, pensando á todas horas en el mañana, podían entregarse al trabajo, convirtiéndose de hombres en bestias. Él había reflexionado mucho; sabía más de lo que se imaginaba el Cubano, y no quería perder su alma entregándose al trabajo regular y monótono para tener una casa y una familia y asegurar el pan del día siguiente. Esto equivalía á dudar de la misericordia de Dios, que no abandona nunca á sus criaturas; y él, ante todo, era cristiano.

Reía Tonet escuchando estas palabras, considerándolas como divagaciones de la embriaguez, y daba con el codo á su harapiento compañero. ¡Si esperaba otra copa por sus tonterías, sufriría un desengaño! Lo que le ocurría á él era que odiaba el trabajo. Lo mismo les pasaba á los otros, pero unos más y otros menos, todos encorvaban el lomo, aunque fuese á regañadientes.

Sangonera vagaba su vista por la superficie del canal, teñida de púrpura con la última luz de la tarde. Su pensamiento parecía volar lejos: hablaba lentamente, con cierto misticismo que contrastaba con su hálito aguardentoso.

Tonet era un ignorante, como todos los del Palmar. Lo declaraba él, con la valentía de la embriaguez, sin miedo á que su amigo, que tenía vivo el genio, lo arrojase de un empellón en el canal. ¿No declaraba que todos torcían la espina á regañadientes? ¿Y qué demostraba esto sino que el trabajo es algo contrario á la Naturaleza y á la dignidad del hombre?... Él sabía más de lo que se figuraban en el Palmar: más que muchos de los vicarios á los que sirvió como un esclavo. Por eso había reñido para siempre con ellos. Poseía la verdad, y no podía vivir con los ciegos de espíritu. Mientras Tonet andaba por aquellas tierras del otro lado del mar, metido en batallas, leía él los libros de los curas y pasaba las tardes á la puerta del presbiterio reflexionando sobre las abiertas páginas, en el silencio de un pueblo cuyo vecindario huía al lago. Había aprendido de memoria casi todo el Nuevo Testamento, y aún parecía estremecerse recordando la impresión que le produjo el sermón de la Montaña la primera vez que lo leyó. Creyó que se rompía una nube ante sus ojos. Había comprendido de pronto por qué su voluntad se rebelaba ante el trabajo embrutecedor y penoso. Era la carne, era el pecado quien hacía vivir á los hombres abrumados como bestias para la satisfacción de sus apetitos terrenales. El alma protestaba de su servidumbre, diciendo al hombre: «No trabajes», esparciendo por los músculos la dulce embriaguez de la pereza, como un adelanto de la felicidad que á los buenos aguarda en el cielo.

--Ascolta, Tonet, ascolta--decía Sangonera á su amigo con acento solemne.

Y recordaba desordenadamente sus lecturas evangélicas; los preceptos que habían quedado impresos en su memoria. No había que preguntarse con angustia por la comida y el vestido, porque, como decía Jesús, las aves del cielo no siembran ni siegan, y á pesar de esto, comen; ni los lirios del campo necesitan hilar para vestirse, pues los viste la bondad del Señor. Él era criatura de Dios y á Él se confiaba. No quería insultar al Señor trabajando, como si dudase de la bondad divina que había de socorrerle. Solamente los gentiles, ó lo que es lo mismo, las gentes del Palmar que se guardaban el dinero de la pesca sin convidar á nadie, eran capaces de afanarse por el ahorro, dudando siempre del mañana.

Él quería ser como los pájaros del lago, como las flores que crecían en los carrizales, vago, inactivo y sin otro recurso que la divina Providencia. En su miseria, nunca dudaba del mañana. «Le basta al día su propio afán.» Ya le traería el día siguiente su disgusto. Por el momento, le bastaba la amargura del día presente: la miseria, que le proporcionaba su intento de conservarse puro, sin la menor mancha de trabajo y de terrenal ambición en un mundo donde todos se disputaban á golpes la vida, molestando y sacrificando cada cual al vecino para robarle un poco de bienestar.

Tonet seguía riendo de estas palabras del borracho, dichas con exaltación creciente. Admiraba sus ideas con tono zumbón, proponiéndole abandonar el lago para meterse en un convento, donde no tendría que batallar con la miseria. Pero Sangonera protestaba indignado.

Había reñido con el vicario, saliendo del presbiterio para siempre, porque le repugnaba ver en sus antiguos amos un espíritu contrario al de los libros que leían. Eran iguales á los demás: vivían atenaceados por el deseo de la peseta ajena, pensando en la comida y el vestido, quejándose del decaimiento de la piedad cuando no entraba dinero en casa, con la zozobra en el mañana, dudando de la bondad de Dios, que no abandona á sus criaturas.

Él tenía fe y vivía con lo que le daban ó con lo que encontraba á mano. Ninguna noche le faltaba un puñado de paja donde acostarse, ni sentía hambre hasta el punto de desfallecer. El Señor, al ponerle en el lago, había colocado á su alcance todos los recursos de la vida para que fuese ejemplo de un verdadero creyente.

Tonet se burlaba de Sangonera. Ya que era tan puro, ¿por qué se emborrachaba? ¿Le mandaba Dios ir de taberna en taberna para correr después los ribazos casi á gatas, con el tambaleo de la embriaguez?... Pero el vagabundo no perdía su solemne gravedad. Su embriaguez á nadie causaba daño, y el vino era cosa santa: por algo sirve en el diario sacrificio á la Divinidad. El mundo era hermoso, pero visto á través de un vaso de vino parecía más sonriente, de colores más vivos, y se admiraba con mayor vehemencia á su poderoso autor.

Cada uno tiene sus diversiones. Él no encontraba mejor placer que contemplar la hermosura de la Albufera. Otros adoraban el dinero, y él lloraba algunas veces admirando una puesta del sol, sus fuegos descompuestos por la humedad del aire, aquella hora del crepúsculo, que era en el lago más misteriosa y bella que tierra adentro. La hermosura del paisaje se le metía en el alma, y si la contemplaba al través de varios vasos de vino, suspiraba de ternura como un chiquillo. Lo repetía: cada cual gozaba á su modo. Cañamèl, por ejemplo, apilando onzas: él contemplando la Albufera con tal arrobamiento, que dentro de la cabeza le saltaban unas coplas más hermosas que las que se cantaban en las tabernas, y estaba convencido de que, á ser como los señores de la ciudad que escriben en los papeles, sabría decir cosas muy notables en medio de su embriaguez.

Después de un largo silencio, Sangonera, aguijoneado por su locuacidad, se oponía á sí mismo objeciones para rebatirlas inmediatamente. Se le diría, como cierto vicario del Palmar, que el hombre estaba condenado á ganar el pan con el sudor de su rostro, después del primer pecado: mas para esto había venido Jesús al mundo, para redimirlo de la primitiva falta, volviendo la Humanidad á la vida paradisíaca, limpia de todo trabajo. Pero ¡ay! los pecadores, aguijoneados por la soberbia, no habían hecho caso de sus palabras: cada uno quería vivir con mayores comodidades que los demás; había pobres y ricos, en vez de ser todos hombres: los que desoían al Señor trabajaban mucho, muchísimo, pero la Humanidad era infeliz y se fabricaba el infierno en el mundo. Le decían á él que si la gente no trabajase se viviría mal. Conforme; serían menos en el mundo, pero los que quedasen permanecerían felices y sin cuidados, subsistiendo de la inagotable misericordia de Dios... Y esto forzosamente había de ocurrir: el mundo no sería siempre igual. Jesús había de volver, para enderezar de nuevo á los hombres por el buen camino. Lo había soñado muchas veces, y hasta en cierta ocasión que estuvo enfermo de tercianas, cuando le entraba el frío de la fiebre, tendido en un ribazo ó agazapado en un rincón de su ruinosa barraca, veía la túnica de Él, morada, estrecha, rígida, y el vagabundo extendía sus manos para tocarla y sanar repentinamente.

Sangonera mostraba una fe tenaz al hablar de este regreso á la tierra. No volvería para mostrarse en las grandes poblaciones dominadas por el pecado de la riqueza. La otra vez no se presentó en la inmensa ciudad que se llama Roma, sino que había predicado por pueblecillos no mayores que el Palmar, y sus compañeros fueron gente de percha y de red, como la que se reunía en casa de Cañamèl. Aquel lago sobre cuyas olas andaba Jesús con asombro de los apóstoles, seguramente que no era más grande ni hermoso que la Albufera. Allí entre ellos vendría el Señor, cuando volviese al mundo á rematar su obra; buscaría los corazones sencillos, limpios de toda codicia; él sería uno de los suyos. Y el vagabundo, con una exaltación en la que entraban por igual la embriaguez y su extraña fe, se erguía mirando el horizonte, y por el borde del canal, donde se quebraban los últimos rayos del sol, creía ver la figura esbelta del Deseado, como una línea morada, avanzando sin mover los pies ni rozar las hierbas, con un nimbo de luz que hacía brillar su cabellera dorada de suaves ondulaciones.

Tonet ya no le oía. Un fuerte cascabeleo sonaba en el camino de Catarroja, y por detrás de la choza del peso de los pescadores avanzaba el toldo agrietado de una tartana. Eran los suyos que llegaban. Con su vista de hijo del lago, Sangonera reconoció á larga distancia á Neleta en la ventanilla del vehículo. Después de su expulsión de la taberna, nada quería con la mujer de Cañamèl. Se despidió de Tonet y fué á tenderse de nuevo en el pajar, entreteniéndose con sus ensueños mientras llegaba la noche.

Se detuvo el carruaje frente á la tabernilla del puerto y bajó Neleta. El Cubano no ocultó su asombro. ¿Y el abuelo?... La había dejado emprender sola el viaje de regreso, con todo el cargamento de hilo, que llenaba la tartana. El viejo quería volver á casa por el Saler, para hablar con cierta viuda que vendía á buen precio varios palangres. Ya llegaría al Palmar por la noche en cualquier barca de las que sacaban barro de los canales.

Los dos, al mirarse, tuvieron el mismo pensamiento. Iban á hacer el viaje solos: por primera vez podrían hablarse, lejos de toda mirada, en la profunda soledad del lago. Y ambos palidecieron, temblaron, como en presencia de un peligro mil veces deseado, pero que se presentaba de golpe, inopinadamente. Tal era su emoción, que no apresuraban la marcha, como si los dominara un extraño rubor y temiesen los comentarios de la gente del puerto, que apenas se fijaba en ellos.

El tartanero acabó de sacar del vehículo los gruesos paquetes de hilo, y ayudado por Tonet, fué arrojándolos en la proa de la barca, donde formaron un montón amarillento que esparcía el olor del cáñamo recién hilado.

Neleta pagó al tartanero. ¡Salud y buen viaje! Y el hombre, chasqueando el látigo, hizo emprender á su caballo el camino de Catarroja.

Aún permanecieron los dos un buen rato inmóviles en la riba de barro, sin atreverse á embarcar, como si esperaran á alguien.

Los calafates llamaban al Cubano. Debía emprender pronto el viaje: el viento iba á caer, y si marchaba al Palmar aún tendría que darle á la percha un buen rato. Neleta, con visible turbación, sonreía á toda aquella gente de Catarroja, que la saludaba por haberla visto en su taberna.

Tonet se decidió á romper el silencio dirigiéndose á Neleta. Ya que el abuelo no venía, había que embarcar cuanto antes; aquellos hombres tenían razón. Y su voz era ronca, con un temblor de angustia, como si la emoción le apretase la garganta.

Neleta se sentó en el centro de la barca, al pie del mástil, empleando como asiento un montón de ovillos, que se aplastaban bajo su peso. Tonet tendió la vela, quedando en cuclillas junto al timón, y la barca comenzó á deslizarse, aleteando la lona contra el mástil con los estremecimientos de la brisa, blanda y moribunda.

Pasaban lentamente por el canal, viendo á la última luz de la tarde las barracas aisladas de los pescadores, con guirnaldas de redes puestas á secar sobre las encañizadas del corral, y las norias viejas, de madera carcomida, en torno de las cuales comenzaban á aletear los murciélagos. Por los ribazos caminaban los pescadores tirando penosamente de sus barquitos, remolcándolos con la faja atada al extremo de las cuerdas.

--¡Adiós!--murmuraban al pasar.

--¡Adiós!...

Y otra vez el silencio, coreado por el susurro de la barca al cortar el agua y el monótono canto de las ranas. Los dos iban con la vista baja, como si temiesen darse cuenta de que estaban solos, y si al levantar los ojos se encontraban sus miradas, las huían instantáneamente.

Se ensanchaban las orillas del canal. Los ribazos se perdían en el agua. Las grandes lagunas de los campos por enterrar se extendían á ambos lados. Sobre la tersa superficie ondeaban las cañas en el crepúsculo, como la cresta de una selva sumergida.

Estaban ya en la Albufera. Avanzaron algo más con los últimos estremecimientos de la brisa, y en derredor sólo vieron agua.

Ya no soplaba viento. El lago, tranquilo, sin la menor ondulación, tomaba un suave tinte de ópalo, reflejando los últimos resplandores del sol tras las lejanas montañas. El cielo tenía un color de violeta y comenzaba á agujerearse por la parte del mar con el centelleo de las primeras estrellas. En los límites del agua marcábanse como fantasmas los lienzos desmayados é inmóviles de las barcas.

Tonet arrió la vela, y agarrando la percha, comenzó á hacer marchar la embarcación á fuerza de brazos. La calma del crepúsculo rompió su silencio.

Neleta, con sonora risa, poníase de pie, queriendo ayudar á su compañero. Ella también manejaba la percha. Tonet debía acordarse de los tiempos de la niñez, de sus juegos revoltosos, cuando desenganchaban los barquitos del Palmar sin saberlo sus amos y corrían los canales, teniendo muchas veces que huir de la persecución de los pescadores. Cuando se cansase comenzaría ella.

--Estate queta...--respondía él con el resuello cortado por la fatiga: y seguía perchando.

Pero Neleta no callaba. Como si le pesase aquel silencio peligroso, en el que se huían las miradas como si temieran revelar sus pensamientos, la joven hablaba con gran volubilidad.

En el fondo marcábase lejana, como una playa fantástica á la que nunca habían de llegar, la línea dentellada de la Dehesa. Neleta, con incesantes risas, en las que había algo forzado, recordaba á su amigo la noche pasada en la selva, con sus miedos y su sueño tranquilo; aquella aventura que parecía del día anterior: tan fresca estaba en su memoria.

Pero el silencio del compañero, su vista fija en el fondo de la barca con expresión ansiosa, la llamaron la atención. Entonces vió que Tonet devoraba con los ojos sus zapatos amarillos, pequeños y elegantes, que se marcaban sobre el cáñamo como dos manchas claras, y algo más que con los movimientos de la barca había ella dejado al descubierto. Se apresuró á cubrirse y quedó silenciosa, con la boca apretada por un gesto duro y los ojos casi cerrados, mientras una arruga dolorosa se trazaba en su entrecejo. Neleta parecía hacer esfuerzos para vencer su voluntad.

Seguían avanzando lentamente. Era un trabajo penoso atravesar la Albufera á fuerza de brazos con la barca cargada. Otros barquitos vacíos, sin más peso que el del hombre que empuñaba la percha, pasaban rápidos como lanzaderas por cerca de ellos, perdiéndose en la penumbra, cada vez más densa.

Tonet llevaba cerca de una hora de manejar la pesada percha, resbalando unas veces sobre el fuerte suelo de conchas y enredándose otras en la vegetación del fondo, que los pescadores llaman el pelo de la Albufera. Bien se veía que no estaba habituado á tal trabajo. De ir solo en la barca se hubiera tendido en el fondo, esperando que volviese el viento ó le remolcara otra embarcación. Pero la presencia de Neleta despertaba en él cierto pundonor y no quería detenerse hasta que cayera reventado de fatiga. Su pecho jadeante lanzaba un resoplido al apoyarse en la percha empujando la barca. Sin abandonar el largo palo, llevaba de vez en cuando un brazo á su frente para limpiarse el sudor.

Neleta le llamó con voz dulce, en la que había algo de arrullo maternal.

Sólo se veía su sombra sobre el montón de ovillos que llenaba la proa. La joven quería que descansase: debía detenerse un momento; lo mismo era llegar media hora antes que después.

Y le hizo sentar junto á ella, indicando que en el montón del cáñamo estaría más cómodamente que en la popa.

La barca quedó inmóvil. Tonet, al reanimarse, sintió la dulce proximidad de aquella mujer, lo mismo que cuando permanecía tras el mostrador de la taberna.

Había cerrado la noche. No quedaba otra claridad que el difuso resplandor de las estrellas, que temblaban en el agua negra. El silencio profundo era interrumpido por los ruidos misteriosos del agua, estremecida por el coleteo de invisibles animales. Las lubinas, viniendo de la parte del mar, perseguían á los peces pequeños, y la negra superficie se estremecía con un chap-chap continuo de desordenada fuga. En una mata cercana lanzaban las fúlicas su lamento como si las matasen y cantaban los buxqueròts con interminables escalas.

Tonet, en este silencio poblado de rumores y cantos, creía que no había transcurrido el tiempo, que era pequeño aún y estaba en un claro de la selva, al lado de su infantil compañera, la hija de la vendedora de anguilas. Ahora no sentía miedo: únicamente le intimidaba el calor misterioso de su compañera, el ambiente embriagador que parecía emanar de su cuerpo, subiéndosele al cerebro como un licor fuerte.

Con la cabeza baja, sin atreverse á levantar los ojos, avanzó un brazo, ciñéndolo al talle de Neleta. Casi en el mismo instante sintió una caricia dulce, un contacto aterciopelado, una mano que resbalaba por su cabeza y deslizándose hasta la frente secaba el sudor que aún la humedecía.

Levantó la mirada y vió á corta distancia, en la obscuridad, unos ojos que brillaban fijos en él, reflejando el punto de luz de una lejana estrella. Sintió en las sienes el cosquilleo de los pelos rubios y finos que rodeaban la cabeza de Neleta como una aureola. Aquellos perfumes fuertes de que se impregnaba la tabernera parecieron entrar de golpe hasta lo más profundo de su ser.

--¡Tonet, Tonet!--murmuró ella con voz desmayada, como un tierno vagido.

¡Lo mismo que en la Dehesa!... Pero ahora ya no eran niños; había desaparecido la inocencia que les hacía apretarse uno contra otro para recobrar el valor, y al unirse tras tantos años con un nuevo abrazo, cayeron en el montón de cáñamo, olvidados de todo, con el deseo de no levantarse más.

La barca siguió inmóvil en el centro del lago, como si estuviera abandonada, sin que sobre sus bordas se marcase la más leve silueta.

Cerca sonaba la perezosa canción de unos barqueros. Perchaban sobre el agua poblada de susurros, sin sospechar que á corta distancia, en la calma de la noche, arrullado por el gorjeo de los pájaros del lago, el Amor, soberano del mundo, se mecía sobre unas tablas.