Tratábamos una mañana Segis y yo de esta interesante y hasta cierto punto divertida mudanza, cuando se llegó a nosotros la Condesa de Casa Pampliega cargada con un rimero de polvorientos librotes, que puso sobre un velador, diciendo: «Mi marido, que en gloria esté, heredó de su hermano Ramón la mar de libros viejos que yo he conservado largo tiempo en la bohardilla, entre los montones de trastos inservibles. Ayer mandé a Micaela que los bajase para dárselos al trapero con unos miriñaques míos, y los bragueros y otras prendas de mi difunto. Pero cuando la chica y yo quitábamos la mugre a los librachos, pensé que estos mamotretos son muy del gusto de don Antonio Cánovas, el cual tiene en su casa gran acopio de ellos y los cuida como a las niñas de sus ojos. Se me ha ocurrido que debo, no vendérselos, sino regalárselos, pues seguramente estimará mucho el obsequio. Si te parece bien, Segismundo, llévaselos tú mismo y ofréceselos en mi nombre, poniendo en cada uno tarjetas de las nuevas que ayer me trajiste con mi nombre, título y corona condal».

A esto dijo García Fajardo con agria displicencia, que aunque él se dejaba llevar del curso evolutivo de las aguas sociales, no tenía maldita gana de presentarse a don Antonio, ni a ningún otro fantasmón de la ganadería conservadora. En tanto, yo levantaba las tapas de pergamino para ver los títulos de aquellos vetustos infolios, y leí los rótulos que siguen: Diversas fazañas y Tractado de los rieptos y desafíos, por Mosén Diego de Varela, cronista de la Reina Católica.-Memorial en detestación de los grandes abusos en los trajes y adornos nuevamente introducidos en España, por Alfonso Carraza (Madrid 1640).-Clavellinas de recreación, por Ambrosio de Salazar (Ruan 1614).-Geometría y trazas pertenecientes al oficio de sastre, por Martín de Andújar (Madrid 1640).-Diálogo de la verdadera honra militar, por don Hierónimo de Urrea (Venecia 1566), y otros rarísimos títulos, entre los cuales distinguí el de la obra del Reverendo Padre Hernando de Talavera, primer Arzobispo de Granada, Tractados de la mesa, del vestir e calçar e de la mormuración.

Examinados los libros, dije a doña Segismunda que no tenía yo inconveniente en ofrecer a don Antonio las obras con que la señora Condesa le obsequiaba. Dos veces había visitado yo a Cánovas y sin duda me acogería con agrado, pues, a pesar de su fama de mal genio, era hombre cortés y de cortesana educación. Conformes hijo y madre en darme credenciales de embajador de los Casa Pampliega cerca del Presidente del Consejo, me personé en el número 2 de la calle de Fuencarral el segundo domingo de Adviento, 5 de Diciembre, porque me constaba que las mañanas de los días festivos pasábalas el gran don Antonio en el recreo de su magnífica biblioteca. Recibiome con gran displicencia el famoso criado Ramón, dándome a entender que era notoria osadía intentar acercarse al Presidente sin traer etiqueta o marchamo de personaje muy calificado de la Situación. Con risita guasona levanté el papel que era envoltura de los librotes, para que Ramón viese el título con que yo pretendía ser llevado a la presencia del grande hombre. En cuanto el fámulo vio los arrugados pergaminos, desarrugó el entrecejo y me dijo:

«¿Viene usted a vender al señor sus libros?

-No, no. Vengo a regalárselos de parte de la Excelentísima señora Condesa de Casa Pampliega. Son obras muy raras, y pienso que algunos de estos incunables no figuran en la biblioteca del Presidente».

Suplicándome que esperase un momento se internó Ramón en la casa, para anunciar a su amo la visita de un bibliófilo. Instantes después me encontraba en la presencia del insigne político y erudito historiógrafo. Había yo entrado con cierto temor en la morada del estadista, pensando que mis anteriores visitas al monstruo fueron fantásticas, obra de mi desbordada imaginación o artífice dispuesto por las Efémeras obedientes a misteriosos dictados de mi divina Madre. Contra lo que yo esperaba, don Antonio me reconoció al instante, y con llaneza y afecto me dijo:

«Hola, señor Liviano... Mucho gusto en verle... ¡Ah! ¿libritos viejos? ¿También padece usted mi chifladura? Veamos, veamos qué es eso».

Con ágil mano alzó Cánovas las tapas de los volúmenes para examinarlos, y al llegar al de Fray Hernando de Talavera, exclamó lleno de júbilo: «¡Ay... esto no lo tengo, no lo tengo! Conocía la obra por citas que de ella hacen otros autores... Tractados de la mesa, del vestir e calçar e de la mormuración. Es un libro interesantísimo. ¡Cuánto se lo agradezco!... Los demás que me trae usted creo que los tengo todos, menos este: Carro de las dona, por Fray Francisco Ximénez, Obispo (Valladolid 1542)... ¡Ah! Tampoco poseía este otro: De las cosas que traen de las Indias que sirven al uso de la Medicina, por Monardes (Sevilla 1569)... En cambio poseo una edición lindísima del Libro del arte de las comadres, por Damián Carbón, y dos ejemplares, uno de Venecia y otro de Amberes, del Diálogo de la verdadera honra militar, de Hierónimo de Urrea... Difícilmente podrá usted traerme una obra de arte militar que yo no tenga... Deme usted ahora las señas de la señora Condesa de Casa Pampliega, que quiero ofrecerle personalmente mis respetos y darle las gracias por su valioso regalo».

Pensaba yo en el loco entusiasmo de la vanidosa doña Segismunda al saber que sería visitada por el Presidente del Consejo, cuando este, reteniéndome con bizarra cortesía, se dignó mostrarme los primores de su rica biblioteca. Vi preciosos incunables, manuscritos de inmenso valor, y los cuadernos de las Cortes de Castilla, Aragón, Valencia y Navarra, con las pragmáticas y cédulas reales emanadas de sus acuerdos. Convencido regalista, Cánovas puso ante mis ojos un verdadero tesoro diplomático y bibliográfico de las cuestiones habidas entre España y Roma desde los Reyes Católicos, Carlos V y Felipe II, hasta Felipe V y Carlos III.

A propósito de esto, entablamos una conversación, iniciada por él gallardamente. Sentados junto a la gran mesa central del salón de la biblioteca, don Antonio me honró más de lo que yo merecía, oyendo mis opiniones sobre la independencia del poder civil. Orgulloso de la gentileza con que me hablaba, considerándome equivocadamente como historiador de la actualidad palpitante, me atreví a expresar esta idea:

«¿Y qué me dice usted, señor don Antonio, de la irrupción de los frailes expulsados de Francia por las leyes y edictos del pasado Noviembre?

-Reconozco la gravedad del problema que se nos presenta -me contestó Cánovas, mordiéndose el bigote y afirmándose los lentes sobre el caballete de su nariz-. Pero ha de reconocer usted, como historiador imparcial, atento a la circunstancialidad de las cosas públicas y a la estructura interior de cada partido, que yo no soy el llamado a cerrar el paso a la caterva de regulares despedidos de Francia. Por ahí se dice que los constitucionales, llamados ahora fusionistas, verán calmada muy pronto su impaciencia por gobernar a la Nación. Créame usted: no encontrarán en mí esos señores la menor resistencia para sustituirme en el puesto que ocupo. Dos cosas deseo: el descanso mío, y ver el estreno del nuevo partido en las funciones del Gobierno. Si Sagasta no reniega de su historia, su primer cuidado al llegar al poder será poner diques a la inundación frailesca, ateniéndose estrictamente a la letra del Concordato. Cada cual debe permanecer en su terreno propio, gobernando conforme a sus ideales y a sus compromisos. La realidad histórica, el carácter y sentido de las fracciones políticas que me han dado su apoyo para consolidar la Restauración, me impiden realizar con acento vigoroso la política regalista. Sagasta es el llamado... ¿no lo cree usted así?».

Con expresivas cabezadas asentí a las observaciones del Presidente, el cual siguió mostrándome curiosos ejemplares de su soberbia librería. Cual padre amoroso encariñado con sus tiernas criaturas, me presentó el precioso incunable Coronación de D. Íñigo López de Mendoza y coplas de Juan de Mena, editado en 1489. Después admiré el Doctrinal de Caballeros, del Obispo de Burgos don Alonso de Cártagena, impreso en 1487, fijándome en las anotaciones que el propio don Antonio puso en las guardas de tan interesante y arcaico libro. Vi también la Invención liberal y arte del juego de axedrez, por Ruy López de Segovia, clérigo, vecino de la Villa de Çafra, dado a la imprenta en Alcalá de Henares el año 1561, y otras joyas preciadísimas del arte de imprimir en los siglos XV y XVI.

En este punto hirió mi olfato un fuerte aroma de tomillos. ¿Eran los tomillos del monte Hymeto?... Creí entrar en la esfera de las alucinaciones: al olfato se agregaron los ojos haciéndome ver una figura de mujer, arrogante, de luengos paños negros vestida, que de las estanterías sacaba los libros para ponerlos en las manos del poseedor de tanta riqueza tipográfica. Entregado de lleno al trastorno de mis sentidos o a la percepción del vidente que explora el mundo ultraterreno, reconocí a mi excelsa Madre que hacía el servicio de auxiliar de bibliotecaria. Mariclío clavó en mí una mirada de fuego, transmitiéndome los pensamientos que literalmente traslado:

«Toda esta ciencia arcaica y este fárrago que tuvieron su porqué y sazón en siglos remotos, ¿le sirven al buen don Antonio para consumar y sutilizar sus artes de estadista y gobernador de los Reinos hispanos, o sería el mismo sujeto, que descuella hoy al frente de los negocios públicos, si estuviera privado del continuo trato con los treinta mil volúmenes que adornan las paredes de esta noble vivienda? Las venerables antiguallas de arte de guerra, y de las armas e ingenios militares de tiempos remotos, ¿ayudan al conocimiento y régimen de los Ejércitos de nuestros días? Voy creyendo que esto no es más que un bello delirio de coleccionista, ávido de gozar tesoros raros no poseídos por otro alguno, monomanía que satisface los amores de la erudición platónica, con poca o ninguna eficacia en el arte de aplicar las sabidurías trasnochadas al vivir contemporáneo».

Llegó el momento de despedirme del patriarca de la Restauración, el cual me reiteró su afecto, invitándome a repetir mis visitas en su casa o en la Presidencia, donde esperaba recibir poco tiempo más.

Al salir yo de la biblioteca repitiéronse los fenómenos peri-espirituales, pues si no me engañaron mis ojos, la divina Clío, gallarda y bien oliente, despidiendo de su ropaje el aroma de las hierbas del monte Hymeto, me condujo de la mano hasta el vestíbulo, entregándome al celoso guardián de su Excelencia, conocido en el mundo político por su nombre de pila.

Ramón, más complaciente a mi salida que a mi entrada, me abrió la puerta, y tranquilamente descendí la escalera, satisfecho de haber aumentado el tesoro bibliográfico de don Antonio Cánovas del Castillo.