Cánovas/18
-¿Elena Sanz?... ¡Ah!... sí... sí -exclamé yo golpeándome la frente-, la hermosa cantante española... Nunca la vi fuera de la escena; por eso la desconocía.
-En el teatro, querido Tito -me dijo Segis-, su belleza entra en el orden de lo monumental, y al pasar del escenario a la vida es un conjunto de gracias y seducciones que quitan el sentido. Recordarás que la aplaudimos en el Real por primera vez, interpretando el carácter de Leonor de Guzmán, favorita del Rey don Alfonso XI y madre del bastardo Trastamara y de sus hermanos, que tanta guerra dieron en estos Reinos.
-Ya, ya me acuerdo -contesté-. Luego la vimos en la Azucena de El Trovador, tipo musical a que da extraordinario relieve su potente voz de contralto».
Queriendo mostrar sus conocimientos en el arte del bel canto aplicado a la ópera, doña Segismunda intervino en la conversación con estas sensatas razones: «Entiendo yo que eso de contralto es lo mismo que barítona, o como quien dice, el barítono de las mujeres. Recuerden lo bien que estaba Elenita, vestida de muchacho, en esa ópera tan preciosa... no me acuerdo... ¿Cómo se llama?
-Lucrecia Borgia -contestó Segis-. El papel de Maffeo Orsini le va que ni pintado. ¡Qué elegante mozo, qué frescura, qué gracia!... Como dice Asmodeo en sus formas críticas, Elena Sanz rayó a gran altura en el racconto del primer acto y en el brindis del tercero.
-Pero donde está incomparable, ideal, es en Aida -afirmé yo-. ¡Qué Amneris! Diríase que es la auténtica hija del Rey de Egipto... Cuando entra en escena parece que viene de dar un paseíto por el Nilo y de echar un vistazo a las Pirámides.
-Todas esas óperas y otras le hemos oído en Sevilla -me dijo Segismundo-. Cada vez está mejor.
-Además -añadió la Condesa de Casa Pampliega-, como vivíamos en el Hotel de París, donde ella moraba, nos hicimos muy amigas. Elenita es una mujer simpatiquísima, buena como el pan, toda pasión, generosidad, ternura».
Hijo y madre siguieron bosquejando con cariñosa benevolencia el retrato de la diva guapetona y adorable, y yo me retiré porque tenía que hacer en mi casa. Al bajar la escalera pareciome sentir leves pasos al compás de los míos; volví el rostro y nada vi. Cuando llegué a la calle, además de los pasos oí una voz tenue que deslizó en mi oreja estas dulces palabras: «Soy la Efémera a quien nuestra Madre augusta confía las comunicaciones de índole más delicada. ¿No me ves?
-Vagamente, como un espectro engendrado por la luz solar, veo tu perfil de mármol y tu ropaje azul.
-No es azul; es verde con grecas de plata, fíjate bien. Y la región espiritual que cruzamos con fugaz vuelo mis hermanas y yo es aquella inmensa esfera encendida por el fuego de amor, que crea o destruye las familias humanas... Cuando hablabas con tu amigo y su madre estaba yo presente, pero no pudiste verme. Cuando salías te seguí para comunicarte el pensamiento de la divina Clío: ella movió la voluntad de tus amigos a fin de que te dieran a conocer a la gentil artista que, con su gallarda persona y sus acendrados sentimientos ha de ocupar grande espacio de la Historia... pero entiéndase bien, en los anales del ser interno de la Nación. Demasiado sabes tú que la vida externa y superficial no merece ser perpetuada en letras de molde. Lo que aquí llaman política es corteza deleznable que se llevan los aires. Desea Mariclío que te apliques a la Historia interna, arte y ciencia de la vida, norma y dechado de las pasiones humanas. Estas son la matriz de que se derivan las menudas acciones de eso que llaman cosa pública, y que debería llamarse superficie de las cosas».
Aplicando toda mi atención a las palabras de aquella fémina incorpórea, pude hacerme cargo de las excelsas órdenes que me transmitía. «Bueno -le dije-. Ya sé que la hermosa diva de los ojos de fuego trae, además de sus papeles de teatro, otro muy importante en la Historia. Dispuesto estoy a escribir lo que, tocante a esa señora, sea digno de pasar a la posteridad; pero ¿de dónde voy a sacar los pormenores y noticias de una vida que desconozco? ¿Ha de relatarme ella misma su propia biografía? Los amigos suyos que también lo sean míos, ¿podrán contarme el pasado de esa mujer seductora, algo de su presente, y revelarme los pensamientos y propósitos con que intenta elaborar su porvenir?».
Ibamos por la Plaza de Santa Ana, y al atravesar el jardincillo donde años después se colocó la estatua de Calderón, la infantil y grácil Efémera brincaba, separándose por momentos de mí para pisotear el césped y volver luego a mi lado con paso de cabritilla juguetona. De pronto me cogió de la mano, y como yo le manifestase de nuevo mi perplejidad ante la falta de datos para escribir la Vida y Hechos de la bella cantatriz, obligome a sentarme en un banco y me dijo: «No te apures, Titín, que aquí tengo yo, y voy a dártelo, el remedio de tu ignorancia».
Acto seguido sacó del seno un cartuchito de papel, y de este una pluma que me entregó, acompañando la acción con las siguientes diabólicas palabras: «Tu Madre te envía la péñola que ella usó algunas veces para apuntar los nombres de los Reyes enamorados que por sus liviandades perdieron el trono, y los de otros que por las mismas o parecidas flaquezas lo ganaron. Todo lo que con ella se escribe es verdad, aunque otra cosa quiera el que la coge en su mano para llenar de letras un blanco papel. ¿Te vas enterando? Si te propusieras escribir con esta pluma una mentira, ella no te obedecería y pondría la verdad».
Pronunciando la última palabra, introdujo la pluma en el bolsillo interior de mi levita y desapareció de mi vista... Apenas percibí un rumor, un viso verde rasgando el aire.
Sin detenerme a reconocer la dirección que por el alto espacio seguía la mensajerita de mi Madre, emprendí presuroso el camino de mi casa, espoleado por la inquietud y confusión que la presencia de la linda Efémera me causara, y con la esperanza de que cesarían mis dudas en cuanto pudiese probar la maravillosa virtud de la pluma que a despecho del escritor escribía siempre la verdad. Pocos minutos me bastaron para llegar a mi vivienda, y segundos tan sólo tardé en sentarme junto a mi mesa, requiriendo con ágil mano tintero y papel.
Púseme inmediatamente al trabajo, entregándome al arbitrio de la mágica péñola, la cual empezó a traducir mi pensamiento, o más bien a sugerirme el suyo en esta forma: «Elena Sanz nació en Castellón de la Plana por los años de 1852 ó 53, y no doy más referencias de su progenie, ni puntualizo la fecha de su nacimiento, porque ello ni quita ni pone un ardite en el valor documental de esta verídica historia. Os diré tan sólo que a mediados del 63 ingresó con su hermanita Dolores en el Colegio de las Niñas de Leganés, sito, como saben hasta los más indoctos, en la calle de la Reina, a mano derecha bajando de la calle del Clavel a la de San Jorge.
»Acreditados autores dan a entender que la gentil Elenita y su hermana entraron a recibir educación en aquel benéfico instituto por los auspicios o voluntad expresa del representante del Patronato señor Marqués de Leganés, más conocido por los ilustres títulos de Duque de Sexto y Marqués de Alcañices. Cuestión es esa que dejo al libre criterio de los lectores, limitándome a consignar que la nueva colegiala se distinguió por su belleza, por su aplicación al estudio, y singularmente por su magnífica voz y extraordinarias aptitudes para la música y el canto. El maestro don Baltasar Sardoni, profesor del Colegio en las clases de solfa, vaticinó a Elenita un porvenir brillante y provechoso si consagraba su florida juventud y su admirable órgano vocal a la ópera italiana.
»Todo Madrid sabe que en algunas tardes y noches de Semana Santa, acude gran gentío al Colegio de Niñas de Leganés para oír cantar a las educandas motetes, misereres, y otras piezas religiosas propias de tales solemnidades. A fuer de historiador de indiscutible veracidad, aseguro que la voz angélica de Elena Sanz, sobreponiéndose a la de sus compañeras, subyugó al público, y que este llevó de la iglesia a la calle y de la calle a diferentes Círculos y salones el nombre de la precoz niña de Leganés, que anunciaba la extraordinaria mujer de teatro en un porvenir próximo. También sostengo, sin temor de ser desmentido, que el año 66, cuando salió Elena del Colegio, era una moza espléndida, admirablemente dotada por la Naturaleza en todo lo que atañe al recreo de los ojos, completando así lo que Dios le había dado para goce y encanto de los oídos. Muchas familias aristocráticas se la disputaban para gozar de su canto en reuniones y tertulias. Por fin, en alas de su incipiente nombradía, fue llamada a Palacio por la Reina Isabel, que la oyó, la celebró, ofreciéndole su protección gallardamente, como siempre lo hizo, para que pudiera llegar pronto a las cumbres más excelsas del arte.
»Por conveniencia o por capricho, averígüelo Vargas, el historiador os anuncia que para seguir su relato dará un formidable salto en el tiempo, omitiendo no pocos episodios de la vida de Elena Sanz, que si para ella entrañan indudable importancia, no han de traer ningún hilo nuevo al sutil tejido de la historia presente. No tengo por qué decir, ni ello hace al caso, cómo fue Elena Sanz a Italia para perfeccionarse en el arte del canto; cómo se dio a conocer en los teatros de aquellos Reinos, obteniendo ruidosos éxitos por su belleza y su arte; cómo recorrió triunfalmente varias capitales de Europa y América; y cómo, en fin, volvió a París el año 73, en la plenitud de su hermosura y de su talento musical. En uso del sagrado derecho de preterición me callo lo que importa poco a mis fines, y me apresuro a consignar que uno de los primeros cuidados de Elenita en la capital de Francia fue visitar a su protectora y amiga la Reina Isabel en el Palacio Basileusky...».
Cuando a este punto llegaba, acercóseme Casianilla muy quedito, y mirando por encima de mis hombros lo que yo escribía, me dijo: «Pero ¿qué haces, Titín? No has levantado mano del papel desde que entraste en casa. Eso que escribes, ¿es Historia o qué demonios es?
-Novela, chiquilla, novela -repliqué un tanto confuso-. Ahora me da por ahí. Pero esta invención supera en verdad a la misma Historia.
-¡Bonita cosa será! -exclamó Casiana pasando sus ojos por las cuartillas-. Ya veo que sacas una heroína y que esta se llama Elena.
-Nombre supuesto, convencional. Mi heroína es Doña Leonor de Guzmán, señora muy bella y frescachona, que cantaba como los ángeles y que tuvo amores con el Rey don Alfonso.
-¿Con este Rey de ahora, con el viudo de Mercedes?
-No, mujer, no digas desatinos. Fue con otro Rey, a quien llamaban Alfonso onceno allá en los tiempos de Maricastaña, siglo XIV.
-¿Y esa Doña Leonor era cantante?... ¿De malagueñas, de jotas, o de...?
-De ópera, hija mía. Uno de sus mayores triunfos era La Favorita. ¡Qué arias se cantaba ella sola, qué dúos con el Rey!
-Explícame, explícame eso. ¿Dices que el Alfonso cantaba también?
-No, Casiana, no es eso. Déjame ahora. Temo que se me vaya el santo al cielo si me entretengo en hablar contigo... Vete a tus quehaceres... Esta noche te contaré todo el argumento».
Seguí mi trabajo con febril actividad, y la mágica pluma, que ya iba concordando sus verdades con la inspiración mía, trazó estas interesantes cláusulas: «Que doña Isabel II recibió a su amiga Elenita con la efusión más cariñosa, no hay para qué decirlo. La convidó a comer; llevola en su coche a los paseos por el Bois; y para que la oyeran cantar invitó en repetidas soirées a sus amigas, entre las cuales estaba la famosa soprano Ana de Lagrange, tan querida del público de Madrid. Aplaudida y celebrada pomposamente fue la Sanz en aquella linajuda sociedad. Todo esto es corriente y vulgarísimo. Lo que sigue, no sólo es interesante, sino que pertenece al orden de las cosas de indudable trascendencia en la vida de los pueblos... No reírse, caballeros...
»Ello fue que al ir Elenita a despedirse de Su Majestad, pues tenía que partir para Viena, donde se había contratado por no sé qué número de funciones, Isabel II, con aquella bondad efusiva y un tanto candorosa que fue siempre faceta principal de su carácter, le dijo: «¡Ay, hija, qué gusto me das! ¿Conque vas a Viena? Cuánto me alegro. Pues mira, has de hacer una visita a mi hijo Alfonso, que está, como sabes, en el Colegio Teresiano. ¿Lo harás, hija mía?». La contestación de la gentil artista fácilmente se comprende: con mil amores visitaría a Su Alteza; no, no, a Su Majestad, que desde la abdicación de doña Isabel se tributaban al joven Alfonso honores de Rey.
»Como testigo de la pintoresca escena, aseguró que la presencia de Elena Sanz en el Colegio Teresiano fue para ella un éxito infinitamente superior a cuantos había logrado en el teatro. Salió la diva de la sala de visitas para retirarse en el momento en que los escolares se solazaban en el patio, por ser la hora de recreo. Vestida con suprema elegancia, la belleza meridional de la insigne española produjo en la turbamulta de muchachos una impresión de estupor: quedáronse algunos admirándola en actitud de éxtasis; otros prorrumpieron en exclamaciones de asombro, de entusiasmo. La etiqueta no podía contenerles. ¿Qué mujer era aquella? ¿De dónde había salido tal divinidad? ¡Qué ojos de fuego, qué boca rebosante de gracias, qué tez, qué cuerpo, qué lozanas curvas, qué ademán señoril, qué voz melodiosa!...
»En tanto, el joven Alfonso, pálido y confuso, no podía ocultar la profunda emoción que sentía frente a su hechicera compatriota... Partió la diva... Las bromas picantes y las felicitaciones ardorosas de los Teresianos a su regio compañero quedaron en la mente del hijo de Isabel II como sensación dulcísima que jamás había de borrarse... Una de las primeras óperas que Elenita cantó en Viena fue La Favorita».
Escrito lo que antecede, suelto la mágica pluma y me permito obsequiar a los conspicuos lectores con este monólogo de mi propia cosecha:
«¡Bien haya, oh tierna Isabel, Majestad bondadosa y desdichada, aquel filósofo-político que añadió a tu nombre el lastimero mote de La de los tristes destinos!... Digo esto porque en tu larga vida de Soberana pusiste siempre tu corazón blando sobre tu inteligencia, y abusaste irreflexivamente del poder afectivo y lo extendiste fuera de tu órbita personal, llevándolo a trastornar y corromper la vida del Régimen... ¿Quién te inspiró la diabólica idea de enviar a la linda histrionisa al Colegio Teresiano, donde tu hijo educábase para Rey constitucional, grave, reflexivo, guardador de las leyes, primer ciudadano de un país ávido de acomodar su vida a la virtud y a las buenas costumbres? ¿No pensaste que Alfonso se hallaba en la edad crítica de la formación del carácter, expuesto a llevar a la existencia del hombre los arrebatos de la edad juvenil? Sin darte cuenta de ello, ¡oh Reina!, movida de tu ardorosa ternura, cumpliste tu sino, en el cual hemos de ver siempre una modalidad incendiaria. Con la tea del buen querer pegaste fuego al templo del Estado».
Esto pensé, y por lo que valiera aquí lo digo, entre dos parrafadas de la divina péñola forjada por los geniecillos que a su servicio tiene la Verdad.