IV
VI

Segundos no más tardé en sustraerme al mundo quimérico para volver a la esfera real. El sagaz estadista, adoptando el tono familiar apropiado al asunto que quería tratar conmigo, me dijo así: «Sé que es usted amigo de Cárceles y de otros que tuvieron parte muy visible en las locuras del Cantón; seguramente lo es usted también de Tonete Gálvez, que, según mis noticias, fue la cabeza más firme y el brazo más fuerte en las jornadas de Cartagena. Estará usted enterado de que los cantonales que escaparon en la Numancia permanecieron largo tiempo en Orán, encerrados en un castillo. El Gobierno francés dispuso, a fines del año anterior, internarlos en la provincia de Constantina. Contreras y su ayudante Rivero accedieron a ser internados; Manuel Cárceles, Germes, Gálvez y Gutiérrez obtuvieron un salvoconducto para fijar su residencia en Suiza. Allá se fueron, creo que en Diciembre último. Y ahora pregunto yo a don Proteo Liviano: ¿Están aún en Suiza? ¿Algunos de ellos ha vuelto a España? Dígame lo que sepa. Habla con usted el amigo, no el gobernante, y debo advertirle que estoy decidido a no perseguir a nadie, ni aun a esos cuatro que, como usted sabe, están condenados a muerte. Las realidades del Gobierno y la fuerza indudable de la Situación que presido me imponen la clemencia. Oportunamente pienso dar una amnistía general, que ha de comprender a esos ilusos, más románticos que criminales. Espero que me diga usted, si lo sabe, el paradero de Cárceles, Germes, Gutiérrez y Gálvez, y no vacilo en indicar que me intereso singularmente por este último. Antonio Gálvez es un hombre de bien; un político de ideas extraviadas, pero muy puro y muy sincero; caudillo valiente hasta la temeridad. Sus sentimientos generosos le impulsan hacia el bien, y si alguna vez hizo el mal fue por obedecer ciegamente a la pasión revolucionaria».

Asentí con fuertes cabezadas y algún monosílabo a lo que don Antonio me decía en elogio a Gálvez. Como yo declarase con toda ingenuidad que ignoraba el paradero de los emigrados del Cantón, el Presidente me sorprendió con este rasgo de franqueza: «Tenemos una policía detestable. No veo en ella más que la proyección más inútil y desmayada de nuestro matalotaje burocrático. Si yo tuviera tiempo y no me agobiaran atenciones de superior importancia, intentaría organizar un Cuerpo de Seguridad muy a la moderna. Pero es más difícil crear aquí una buena policía que poner en pie de guerra un gran Ejército. Por esa caterva de vagos, mendigos y soplones, que no otra cosa son nuestros actuales corchetes, ha sabido el Gobierno que andan por Madrid algunos presidiarios de los escapados de Cartagena. Me han hablado de un armero, muy hábil por cierto, que trabaja en la calle de los Reyes, y de un vejete que se dice aristócrata napolitano y al parecer es gran pendolista y pintor de ejecutorias. De seguro habrá en Madrid muchos más y usted quizá los conozca. Ya comprenderá que no trato de perseguirlos. Si esos infieles viven de su trabajo y no hacen daño a nadie, arréglense como puedan. Lo que yo deseo de usted, señor Liviano, es que por esa gente o por otra indague si está Gálvez en Madrid. En caso afirmativo, trate de verle y dígale de mi parte que no se dé a conocer y se le proporcionará buen recaudo para retirarse a Beniaján o Torre Agüera, sin peligro alguno... Y ahora, dispénseme, don Proteo, que yo dé a usted esta comisión, puramente confidencial y amistosa. Esto queda entre nosotros, y si dan resultado sus investigaciones y tiene la bondad de venir a manifestármelo, ya sabe que con sólo presentarse a Esteban Collantes será usted recibido por mí cuando guste».

Prometí al caudillo alfonsino ocuparme desde aquel mismo día en dar los pasos necesarios para satisfacer lo más pronto posible sus deseos, y me despedí con todo el rendimiento y veneración que persona tan ilustre merecía. Al atravesar el Salón de Consejos para retirarme, flaqueaban mis piernas y mi cabeza no estaba muy firme. Cuando salí al vestíbulo me alzó la cortina una mujer... ¡Por Júpiter, era Efémera!... Mi retirada fue más bien escapatoria. No vi a don Saturnino Esteban Collantes ni a ninguno de los amigos de la Secretaría... Bajé a trompicones la escalera. En cada rellano, en el zaguán y en la puerta se me apareció una, dos y veinte veces la figura de Efémera, con su túnico negro y su mirada dulce y un poquito guasona... En la calle tiré hacia el Prado, sin rumbo ni dirección razonable. Me sentía sin aplomo, enloquecido. La mensajera de Clío no me abandonaba. Volví a verla en la esquina de la calle del Turco; después junto al palacio de Alcañices. A lo largo del Prado se repitió la visión, desvaneciéndose gradualmente.

Al llegar a mi casa iba totalmente persuadido de que la entrevista con Cánovas era un nuevo fenómeno de la vida quimérica. Ni don Antonio me había dicho nada, ni yo le vi, ni puse los pies en la Presidencia. Todo había sido un bromazo impertinente de los espíritus picarescos que en aquella temporada pasaban el rato divirtiéndose conmigo. El resto del día permanecí en mi casa sumido en tristes cavilaciones, sin que los halagos de Casiana pusieran término a mis melancolías. ¿Cómo era posible que el Jefe del Gobierno, atento a los problemas políticos que debían consolidar la Restauración, descendiese a la nimiedad de inquirir el paradero de los desgraciados cantonales? La amistad protectora con que distinguía Cánovas a Tonete Gálvez ¿era un hecho real o un desvarío de mi cerebro debilitado? Estas dudas me atormentaron hasta la siguiente mañana en que mí espíritu empezó a serenarse, y di en pensar que tal vez no era un sueño mi entrevista con el árbitro de los destinos de España.

Fuese o no verdad el fenómeno, una fuerza misteriosa me impulsó a inquirir y olfatear la pista de Gálvez. Vi a David Montero, y ni este ni Dorita me dieron luz alguna. Busqué a Fructuoso Manrique, que vivía con Graziella, no ya en la calle de San Leonardo sino en la del Limón. En el taller de amenas hechicerías permanecí un rato entretenido con las donosas diabluras de la italiana, y tuve el gusto de acariciar al cuervo y al búho que gravemente colaboraban en las operaciones de la casa. Ni Fructuoso, ni Graziella, ni Celestina Tirado, que entró de la compra con cesta repleta y un conejo de campo para ponerlo con arroz en la comida de aquel día, sabían una palabra de lo que afanosamente trataba yo de averiguar.

Cuando ya me despedía desalentado, saltó Graziella con la idea de apelar a la Cartomancia, arte muy eficaz para descubrir tesoros ocultos y personas escondidas. Agarró la diablesa los naipes, y después de barajarlos y hacer sobre ellos la mar de garatusas, pronunció sobre el humo de un braserillo palabras hebraicas, llamó al cuervo que saltando a su hombro le picó en el oído, y tras un nuevo sobar y manoseo de las cartas trazando sobre una de ellas crucecitas con saliva, me dijo en tono pausado y altísono: «Angélico Tito; encamina tus pasos vacilantes hacia Perico Niembro, que te dará la luz que deseas».

Ni corto ni perezoso corrí a ver a Niembro, el cual, después de un largo palique en que se mantuvo escamón y misterioso, me mostró una carta de Gálvez, fechada diez días antes en Lausanne. Ya me consideré satisfecho; ya podía dar al gran estadista la precisa información que anhelaba. De regreso a mi casa, revivió en mí la idea de que la famosa entrevista fue soñación quimérica o mofa de los socarrones espíritus. A pesar de esto, y temeroso de que no me dejaran llegar a la presencia de Cánovas, endilgué mi levita y chistera, y me fui con maquinal impulso al caserón de la calle de Alcalá. Contra lo que esperaba y temía, el Subsecretario me recibió amablemente y me introdujo en el Salón donde vi como unas veinte personas, entre las cuales reconocí al Marqués de Molins, a don Fernando Cos Gayón, a Pepe Cárdenas, a Elduayen, a Valero de Tornos, y a otros que por su empaque provinciano parecían embajadores del caciquismo rural.

Iba Cánovas de grupo en grupo, repartiendo formulillas afectuosas y equívocas, dulces ofertas que a nada comprometen. Yo me mantuve apartado, esperando a que el Presidente me viese y me concediera el honor de un breve coloquio. De improviso vino a mí el grande hombre, y llevándome junto a una ventana, en una sola cláusula condensó el saludo y la interrogación referente al encargo que me había hecho. Comprendiendo que el laconismo se me imponía, saludé y contesté con estas breves razones: «Señor don Antonio, he visto una carta, datada en Lausanne con fecha 18 de este mes, en la cual dice Gálvez a su amigo Perico Niembro que aún no sabe cuándo podrá volver a España».

Pareciome que quedaba satisfecho el jefe de la Situación, y fuí despedido con esta fórmula cortés: «Dispénseme, señor Liviano. Ya ve usted cómo estoy de gente».

Salí, y en la antesala me sorprendió la voz de Fernández Bremón, que desde la puerta de la Subsecretaría me dijo: «No te vayas, Tito. Precisamente estaba en acecho de ti para que no te me escaparas».

Cogiome del brazo para llevarme a su oficina y allí, sentados vis a vis a un lado y otro de la mesa de trabajo, el sutil periodista me dejó estupefacto con esta inesperada manifestación: «Por encargo de mi Jefe te pregunto si aceptarías una posición decorosa, correspondiente a tus méritos literarios y a tu conocimiento de la sociedad española. Por el pronto tendrías una plaza en provincias, y más adelante vendrías a Madrid».

La sorpresa no me permitió formular una contestación inmediata y terminante. Con medias palabras me mostré muy agradecido a la bondad del Presidente... Mas no podía, no debía dar... ¿cómo decirlo?... dar a mis ideas de toda la vida un brutal esquinazo... Saltar tan de súbito al campo alfonsino, parecíame un acto de cínica desvergüenza. Sólo el pensarlo me amargaba y me dolía como un remordimiento.

Apuró Bremón los argumentos más ingeniosos para combatir una susceptibilidad que a su juicio era producto de romanticismos mandados recoger. Dignidad tan fieramente escrupulosa y arisca entraba ya en los términos del mal gusto... Disputamos, primero con serenidad, después con cierto agridulce. Por fin, deseando yo cortar por el momento la cuestión, le dije: «Pepe, lo pensaré. Déjame reflexionar y mañana hablaremos».

Abandoné la Presidencia con el recelo de encontrarme a Efémera, cuya vaga presencia precedía siempre a las burlas de los ociosos geniecillos maleantes. Al llegar a mi casa habíase afirmado en mi ánimo la resolución de no admitir del alfonsismo una merced indecorosa. Respetaba yo a Cánovas y le admiraba por su elevado entendimiento, por su saber de Historia y de política, así como por su palabra enérgica y sugestiva, esmaltada con los donaires de un ingenio sutil. Pero no quería en modo alguno entregarme a la Restauración, induciéndome a ello no sólo el vocerío de mi conciencia, sino el hecho de tener asegurado un vivir modesto por el estipendio que de mi divina Madre recibía.

Decidido a rechazar con toda entereza el soborno, me personé al día siguiente en las oficinas de la Presidencia, y reiteré a mi amigo Fernández Bremón mi negativa exponiéndole exclusivamente las razones de conciencia y dignidad, pues del subsidio materno que aliviaba mi pobreza no tenía yo que dar conocimiento a ningún nacido. En esto llegaron al despacho Frontaura y Campo Arana, y con ellos me dejó Bremón, llamado en aquel instante a la Subsecretaría. Los ociosos funcionarios y yo charloteamos más de media hora de cosas de teatros, comentando la fulgurante aparición del genio de Echegaray en la escena española. Fue como un huracán tonante y luminoso que trocó las emociones discretas en violentos accesos de furia pasional; deshizo los gastados moldes, infundió nueva fuerza y recursos nuevos al arte histriónico, electrizó al público, y lanzó al campo de la crítica, en espantable remolino, los ardientes entusiasmos revolcándose con las tibiezas rutinarias.

Cuando nuestras voces bajaban de tono hablando de Calatañazor, Arderíus, Escríu y otros graciosos comediantes, volvió Fernández Bremón, y llevándome aparte me dijo lo que a la letra copio para que el lector se percate bien de la sorpresa que recibí al oírlo: «Se estima y se respeta tu delicadeza al rechazar lo que se te propuso. Pero hay otra cosa, Tito. Consta en la Subsecretaría que tienes a tu lado a una parienta próxima recién venida de Cuba, una joven ilustradísima que posee todos los conocimientos y títulos para ejercer el magisterio en condiciones insuperables. Como supongo que en esa señorita no existirán los motivos de delicadeza que a ti te obligan a renegar de la protección oficial, dime el nombre de tu prima, sobrina o lo que sea, y se le dará una de las plazas de Inspectoras de Escuelas que se crearán en estos días».

Mediano rato estuve pensando la contestación que debía dar. Mi conciencia me acusó de prestarme a una superchería si aceptaba, pues Casiana no había pasado del be o ene, bon, be u ene, bun. Luego, mi voluntad un tanto picaresca quiso ahogar a la conciencia, dictaminándome la conformidad con lo que se me proponía. Vacilé. Mi boca trémula hizo una emisión de monosílabos que expresaban el pro y el contra. Sentí en mi cabeza un leve desvanecimiento. Miré en derredor. Frontaura y Campo Arana habían desaparecido.

En la mesa de despacho una mujer escribía silenciosa, haciendo con sus lindos morros muecas infantiles... ¿Era la vaporosa Efémera? No puedo asegurarlo. Sólo afirmo que en mi ánimo se extinguieron las dudas, y sin miedo a la superchería dije a Bremón: «Si quieres, ahora mismo te daré el nombre». Acordeme entonces de que el apellido de Casiana era Conejo, palabreja innoble y bajuna que a mi parecer envilecía la persona de una Maestra Superior, y resolví traducirlo al portugués, diciendo a mi amigo: «Apunta, Pepe, apunta el nombre: Señorita doña Casiana Coelho... y por más señas Coelho de Portugal».

Seguro estoy de que al leer esto, mis fieles parroquianos preguntarán: «¿Y Efémera?». Honradamente les contesto que no la vi al salir de las covachuelas presidenciales, ni acierto a discernir si una figura de flotante ropaje blanco, que iba delante de mí por las calles de Alcalá y Cedaceros, reproducía la vagorosa estampa de la recadista de mi Madre. Creo haber notado que se detuvo a comprar El Cencerro en la esquina de la calle de Gitanos, y que por esta vía húmeda y tabernaria desapareció.

Me fui a mi casa, y entretuve la tarde repasándole las lecciones a Casiana y oyendo el voluble disertar de mi buen patrón sobre materias políticas y militares. «Sabrá usted, ilustre don Tito... ¿y cómo no ha de saberlo si un día sí y otro también hociquea usted con don Antonio Cánovas?

-Párese un poco, don José -dije cortándole el discurso-. Yo no he hablado con Cánovas. Por mis ideas y por mi insignificancia no sé, ni puedo, ni quiero tratar a personas tan altas.

-Respeto, Excelentísimo Señor, las razones que Vuecencia tiene para hacerse el chiquito -prosiguió Sagrario-. ¡Sabe Dios lo que se traerá Su Ilustrísima entre ceja y ceja! No me meto, no quiero meterme en escudriñar su interior, las ideas, los propósitos, los planes que algún día han de salir a la luz pública. Yo, que no veo más que lo que tengo pegado a mis narices, pregunto: ¿Qué va a pasar aquí?... No alterno con sabios ni con gentes de grandes lecturas. Lo que sé lo aprendí oyendo la voz del pueblo, vox caeli que dijo el Latino. Todas las mañanas voy a la compra, como Vuecencia sabe, y un ratito en la tienda, otros en los cajones y puestos de los Tres Peces, me voy enterando de los dichos que corren de boca en boca. Cuando vuelvo a mi casa y me recojo en mi discernimiento natural, de lo que me entró por el oído y de lo que yo discurro saco la verdadera enjundia y el meollo de eso que llaman la Cosa Pública.

-Muy bien, don José. Los ruidos de la calle, traídos al crisol del entendimiento, nos dan la verdadera clave de la opinión de un pueblo.

-Y francamente, naturalmente, un hombre que ha vivido mucho, que ha tratado innúmeras personas de arriba, de abajo y de en medio, que ha sufrido adversidades personales y públicas viendo pasar ante sus ojos tantas mudanzas, revoluciones y cataclismos, tiene derecho a decir: yo veo lo que no se ve, yo presiento el suceso que aún está escondido en los pechos de los que engendran la actualidad de hoy y la actualidad de mañana. Y como pienso muy al derecho, al derecho le digo a Vuecencia, señor don Tito, que su amigo don Antonio Cánovas... amigo, ¿eh? aunque Su Ilustrísima lo niegue por razones de sigilo diplomático... está tragando mucha quina, una barbaridad de quina, apretado entre dos muelas cordales, pues de una parte pesan sobre él los malditos moderados, los Chestes, Moyanos y Orovios que le piden neísmo, intolerancia y tente tieso, y de otra parte le acosan los alfonsinos que vienen de lo de Alcolea y quieren franquicias, unas miajas de Soberanía Nacional y vista gorda para el libre pensamiento.

-Así es, amigo Sagrario. Lo que usted cuenta no es nuevo para mí.

-Pero hay algo más que usted no sabe, o si lo sabe no quiere decirlo, y es que la Reina doña Isabel está dando las grandes tabarras a don Antonio: solicita que la dejen venir acá, creo que para mangonear y meterse en lo que ya no debe importarle. Con Pezuela y Roca de Togores se entiende por cartitas dulces que menudean lo que usted no puede figurarse... Los moderados escupen ya por el colmillo; quieren ser los amos y que Cánovas gobierne a gusto de ellos. Por esto yo digo a todo el que quiera oírme: aquí va a pasar algo... Ya se habrá usted enterado de que el rey don Alfonso, que se fue a Zaragoza y Tudela a los cuatro días de llegar a Madrid, marchó después a Peralta, donde acudieron los Generales Moriones, Laserna y Ruiz Dana, y con estos y Jovellar, Primo de Rivera, Despujols, Terreros, Portilla, Morales de los Ríos y otros, celebró Consejo para acordar el plan de operaciones.

-Sí, ya lo sé. Y el 22 de Enero largó sendas alocuciones a los habitantes de las Provincias Vascongadas y Navarra y a los soldados del Ejército del Norte.

-¡Consejo de Generales, alocuciones! Y yo pregunto: ¿Se trata de dar el golpe definitivo a la negra facción, organizando descomunal batalla con todos esos ilustres caudillos y el total contingente de nuestras valientísimas tropas? ¿Estará próximo ese día de júbilo, ese día grande, principio de la redención de España? Para mí, no hay duda, reunidos todos esos elementos que han de constituir una hueste tan poderosa como las de Alejando y César, la victoria es indudable. Venceremos, señor don Tito, barreremos de nuestro suelo y de una vez para siempre esa escoria del retroceso, esa inmundicia del absolutismo, esa paparrucha indecente de la legitimidad. ¡Oh alegría, oh inmensa dicha de las almas liberales!... Un abrazo, don Tito. Y tú, Casiana, ven aquí... ¡Un abrazo al amigo, al patrón, al maestro!».