II
IV

Las ingenuas declaraciones de Casianilla, infeliz pájara vagabunda y analfabeta, me interesaban más a cada instante, y su afán de aprender a leer y escribir despertó en mí los más puros sentimientos de tierna simpatía. Cuatro días permanecí en aquella casa bien alimentado, bien servido, como fuera Lanzarote- cuando de Bretaña vino. Suavemente, por naturales atracciones y accidentes circunstanciales, fuimos entrando la mozuela y yo en franca intimidad. La tía de Casiana, Simona, era una mujer tan avezada al trabajo casero que ni un momento daba paz a sus manos bastas, así en la cocina como en el barrido y fregoteo de las humildes habitaciones. Cuando ya me encontraba restablecido y en disposición de salir a la calle, Casiana, infatigable y hacendosa, me arregló la capa disimulando con hábil aguja los sietes que la deslucían, y adecentando a fuerza de bencina y cepillo mi desdichada ropa. En medio de estas faenas solía presentársenos de improvisto El Dante, para darnos buenos consejos y señalarme con profética autoridad la conveniencia de recobrar mi alta posición.

Por fin, la vaciedad de mis bolsillos que en aquella ocasión pedía inmediato remedio, me lanzó a las calles, llevando conmigo a la que ya conceptuaba como inseparable compañera. Réstame decir que en el período de mi corto encierro acabaron los agitados días del año 74 y empezaron los de su sucesor. Estábamos, pues, en los infantiles comienzos del 75, entre la Circuncisión y los Santos Reyes, cuando Casiana y este humilde cronista atravesábamos medio Madrid alegremente y cogiditos del brazo, para dirigirnos a la portería de la Academia de la Historia, donde esperaba encontrar, con noticias frescas de la Madre, los dineritos que tanta falta nos hacían... No me engañó el corazón. Puso la portera en mis manos el paquete, diciéndome: «Feliz año, don Tito», y salimos mi amiga y yo, no diré que brincando de alegría, pero poco menos. Propuse a Casiana que bajáramos al Prado para descansar y leer detenidamente la carta de mi Madre. Así lo hicimos, y sentaditos en el escaño de la verja del Botánico, me consagré a leer, con el debido respeto y devoción, la carta de Mariclío que así decía.

«Para que te vayas enterando, mi buen Tito, te mando estos apuntes producto de mi observación directa en los risueños lugares de Levante. Días ha encontrábame yo en las ruinas del teatro romano de Murviedro, rememorando la espantosa ocasión de la caída de la heroica Sagunto en poder del furioso Aníbal, cuando mi fiel criada Efémera me trajo el aviso de que en el caserío llamado de les Alquerietes ocurría un suceso, que no por previsto era menos interesante para mí. Volando fuimos allá Efémera y yo, y vimos numerosas tropas del Ejército del Centro formadas en cuadro. Frente a ellas, el General Martínez Campos, rodeado de brillante Estado Mayor, pronunciaba con ronca elocuencia un militar discurso, comenzado con negra pintura de los males de la Patria y concluido con proponer la panacea de su invención, la cual era proclamar Rey de las Españas al joven Príncipe Don Alfonso.

»Yo vi a Martínez Campos el 27 de Diciembre por la noche, cuando llegó a Sagunto en una tartana, acompañado del Teniente Domínguez. Estábamos él y yo en la misma posada. Ya sabes que aprecio mucho a este General, reconociendo en él cualidades de bravo militar y honrado caballero. Me ha dolido verle metido en este enredo. Si la Restauración era un hecho inevitable, impuesto por fatalismo histórico, los españoles debían traerla por los caminos políticos antes que por los atajos militares. Cánovas opinaba como yo, y al fin ha tenido que doblar su orgullosa cerviz ante la precipitada acción de las espadas impacientes.

»Al tanto estaba yo de lo que tramó don Arsenio en el Ejército del Centro, antes de irse a Madrid; de la misión que llevó a la Corte el Comandante Aznar, de las conferencias que tuvo con Martínez Campos, y de la clave convenida para que este viniese a dirigir y encauzar el movimiento. La clave telegráfica, que pasó por mis manos, decía: naranjas en condiciones. Las primeras tropas que se unieron al General para dar el grito fueron las que mandaba el Teniente Coronel Aragón, Jefe de la reserva de Madrid. Las demás no tardaron en agregarse.

»Con mis propios ojos vi al General Martínez Campos, la noche que llegó a Sagunto, escribir tres cartas que mandó a su destino con el Comandante Salcedo. El sobre de una de ellas decía simplemente: Brigada Laguardia.- Villarreal. La segunda carta iba dirigida a don Pablo Corral, Teniente Coronel de la misma Brigada. Y la tercera al Coronel Borrero, Jefe del Regimiento de la Constitución, que se hallaba en Castellón de la Plana. Tras el emisario mandé a Efémera, hija del Tiempo, educada por Eolo, y yo me fui a dar una vuelta por Valencia, para ver lo que allí pasaba. Cuando me reuní con Efémera dejé a esta al cuidado de lo que ocurriera en Villarreal y volé a Castellón, donde observados directamente los actos y palabras del General Jovellar que mandaba uno de los Cuerpos de Ejército del Centro, comprendí que la Restauración era ya un hecho, y que por la vulgaridad de aquellos sucesos, la Historia no debía precisar pormenores que carecían de todo interés.

»Apunta, hijo, apunta en media página el resumen de las directas observaciones de tu Madre. Ayudaron a la fácil traída de don Alfonso los hermanos don Luis y don Antonio Dabán, Borrero y don José Bonanza, el Jefe de Estado Mayor Brigadier Azcárraga; el Teniente Coronel Aragón, los Comandantes Aznar y Salcedo, y casi todos los jefes y oficiales de la Brigada Laguardia y del Cuerpo de Ejército mandado por Jovellar. Efémera y yo nos reíamos de la llaneza ramplona con que en España se desarrollan y se redondean estas revoluciones pacíficas que llaman pronunciamientos. El de Sagunto fue una comedia, El juego de las cuatro esquinas, representada en un escenario de algarrobos.

»Y por último, no olvides que entramos en una época de buenas maneras, distinción y elegancia. Ya se llevan los chalecos de fantasía y los botines blancos.

»Adiós, muñeco mío. Ten juicio. Si no te escribo ni me ves, sabrás de mí por la veloz Efémera».

Afirmándome en la resolución que tomé apenas recibidos los dineros y la cartita, cogí por un brazo a Casiana y nos fuimos a mi mansión hospederil. Grande fue la sorpresa del matrimonio Ido al verme entrar con la bonita res que había cazado en mi ausencia de cinco días. Acostumbrados a mis extravagancias y a la presteza genial con que yo emprendía y realizaba las amorosas conquistas, mis patrones suprimieron toda indiscreta pregunta. Adelanteme yo a satisfacer su curiosidad, diciéndoles en tono que excluía todo comentario: «Esta señorita que traigo de la mano vivirá conmigo en esta misma habitación o en otra muy próxima. Prepare usted, Nicanora, una buena cama y los muebles más decorosos que haya en la casa». Y tirando del paquete que acababa de recibir saqué el fajo de billetitos y puse dos en manos de mi patrona, diciéndole: «Ordeno y mando que esta señorita y yo comeremos en nuestras habitaciones, apartados de la turbamulta de estudiantillos alborotadores y zaragateros. Cobren mis atrasos si los hubiere. Abriremos la mano en el dispendio, pues como ustedes saben, vienen tiempos en que las personas han de ser estimadas según su prestancia y el tono que se den al presentarse en el escenario social».

Cuando esto decía, miré a la percha, abrí el armario de luna, y vi con asombro y júbilo que toda mi ropa buena había vuelto a los colgaderos donde estuvo antes de su inexplicable desaparición. Antes que yo pidiera explicaciones de aquel prodigio, el filósofo don José pronunció estas solemnes palabras: «Excelentísimo Señor: los mismos ordenanzas galonados que se llevaron la ropa, la trajeron a los dos días, intacta y sin el menor deterioro.

-Vamos, lo que yo pensé: un bromazo de los pícaros escolares.

-Dispénseme, Ilustrísimo Señor; no está en lo cierto. La broma, según he podido yo entender por mis cálculos políticos, fue de don Antonio Cánovas, que aquel día tenía gran interés en que Vuecencia no se pusiera al habla con don Práxedes Mateo Sagasta, ni con el Capitán General de Madrid, señor Primo de Rivera.

-Bien podrá ser -dije yo con fingida seriedad-. Me maravilla, señor Ido, su descomunal pesquis y la justeza de sus puntos de vista, así en lo privado como en lo público. Y ahora, querido, ordene usted que nos sirvan a la señora y a mí un suculento almuerzo».

Mientras almorzábamos, por cierto con soberano apetito, solté el chorro de mi locuacidad sobre el buen Ido del Sagrario, que ceremoniosamente nos servía. «Don José de mi alma -le dije-. Voy a encomendar a usted una misión, en cierto modo sagrada, que no dudo desempeñará cumplidamente por ser usted tan cuidadoso patrón como ilustrado pedagogo. Esta joven, cuyo nombre es Casiana de Vargas Machuca y procede de una de las más ilustres familias españolas, ha venido a ser mi compañera por una serie de lamentables desdichas que no es oportuno referir. En edad crítica para las niñas, entre los trece y catorce años, padeció una terrible enfermedad de cerebro. ¡Ay don José! Casi milagrosamente escapó con vida de aquella hondísima crisis. Pero perdió en absoluto la memoria de cuanto aprendiera en la niñez. Aquí la tiene usted modosa, dulce, cortita de genio, dotada de toda la perspicacia compatible con su inocencia. Mas le falta... le falta... En fin, ilustre amigo: Casiana no sabe leer ni escribir».

Asombrado quedó mi patrón, y brindose como viejo maestro de escuela a reparar en corto tiempo la deficiencia educativa de la señorita de Vargas Machuca. «Esta misma tarde -le dije yo- proveeré a usted de fondos para que compre una Cartilla, el Catón, el Fleury, el Juanito, papel de escribir, pizarra, y todo lo que sea menester para la primera enseñanza. La enfermedad quitó a la niña la memoria, pero le dejó su talento natural, y con tan buen maestro como usted recobrara en un periquete la sabiduría que perdiera».

Muy orondo y como las propias mieles se puso el bueno de Ido. No veía ya las santas horas de dar comienzo a su faena educativa. Cuando nos quedamos solos, Casiana, soltando la risa, me dijo: «¡Ay, Tito, qué graciosos embustes le has metido! ¡Vaya con decirle que me llamo Vargas Machaca, cuando mi apellido es Conejo!

-Y mañana le diré que por la línea materna eres Imón de la Mota, y que te corresponde el título de Baronesa de Canillas de Aceituno, con sus miajas de grandeza de España».

-En el mismo tono de amable socarronería seguimos departiendo largo rato, y a media tarde, adecentándome un poco sin llegar a ponerme los atavíos señoriles, nos fuimos a la calle. Deseaba yo ponerme al habla con algunos amigos para enterarme de todo lo actuado políticamente en los días de mi eclipse. Estuvimos en el café de Venecia y en el de San Sebastián, donde sólo encontré a dos amigos periodistas, Fabriciano López y Mateo Carranza, que habían hecho campañas furibundas en la prensa avanzada durante los pasados días, y a la sazón dejaban traslucir su movible criterio con estas o parecidas manifestaciones: «Nosotros, a la chita callando, hemos infiltrado el alfonsismo en toda España».

Imitando la flexibilidad de sus conciencias, les presenté a Casiana como una prima mía de grandes conocimientos pedagógicos, que había llegado de Cuba con la noble aspiración de ocupar una plaza en la Escuela Normal de Maestras. Subiéndose a la parra y poniéndose muy hueco, ofreció Carranza su influencia para colmar los deseos de la ilustrada joven, pues era muy amigo del nuevo Director de Instrucción Pública y esperaba tener un puesto preeminente en las oficinas del Ramo.

Por Fabriciano y Mateo adquirí frescas noticias del raudo cambio de situación que mi Madre llamaba gozne o doblez histórico. Apenas comprendieron Sagasta y sus Ministros que al pronunciamiento de Sagunto se adhería con blanda unanimidad toda la fuerza militar del Centro y del Norte, se apresuraron a retirarse por el foro cantando bajito. Se hizo la pamema de detener en el Gobierno civil al imponderable don Antonio Cánovas, el cual pasó algunas horas en el despacho del Gobernador señor Moreno Benítez, obsequiado por este, y recibiendo plácemes, mimos y reverencias de innumerables hombres públicos, arrimados temporalmente a un sol que alumbraba antes de nacer. Don Emilio, amigo de Cánovas, le envió al Gobierno Civil una cama para que descansase cómodamente en su breve cautiverio. Por tal fineza, el ilustre malagueño favoreció después a su amigo con rápidos adelantos en la carrera de la Magistratura.

Al día siguiente, si no estoy equivocado, después de un fugaz e ilusorio poder omnímodo del Capitán General de Madrid, Primo de Rivera, se constituyó la indispensable Junta con figuras culminantes del alfonsismo. Poco después, maese Cánovas, como quien cambia los títeres de un retablo, compuso en esta forma el llamado Ministerio Regencia: Presidencia: Cánovas. -Estado: don Alejandro Castro. -Gracia y Justicia: don Francisco Cárdenas. -Hacienda: Salaverría. -Guerra: Jovellar. -Marina: Molins. -Gobernación: Romero Robledo. -Fomento: Orovio. -Ultramar: Ayala.

Prosigo ahora mi cuento mezclando sabrosamente lo personal con lo histórico. Sabed, lectores míos, que Casianita dio comienzo a sus lecciones con ardiente entusiasmo, y que el docto profesor, contentísimo de las aptitudes y aplicación de su discípula, aseguraba que pronto leería de corrido y que sus adelantos habrían de ser prodigiosos. Como la señorita de Vargas Machuca deletreaba mañana y tarde, y gustaba de emplear el resto del día ayudando a Nicanora en la cocina y en los trajines de la casa, yo salía solo a recorrer el mundo.

Una tarde, Felipe Ducazcal me llevó al Círculo Popular Alfonsino, hervidero de pretendientes al sin fin de plazas que brindaba la Restauración a los españoles necesitados. Allí me encontré a Carranza, que ya se había colado en la Dirección de Instrucción Pública; a Modesto Alberique, que andaba tras una secretaría de Gobierno de provincias; a don Francisco Bringas, que, bien asegurado en Fomento por la protección de Orovio, brindaba sus influencias a la gentuza advenediza; a don Florestán de Calabria, que del empleo escribientil que tenía en el Círculo, quería saltar a una plaza de la Calcografía Nacional.

Entre los que vendían protección me topé con Telesforo del Portillo (Sebo), colocado ya en un buen puesto del Gobierno Civil, a las órdenes del secretario don Federico Villalba. Serafín de San José había sido llevado al Ayuntamiento por el nuevo Alcalde, Conde de Toreno. Mi amigo Fabriciano López, a quien yo había conocido largos años en la intimidad de Llano y Persi, Felipe Picatoste y el Marqués de Montemar, progresistas de abolengo, tenía ya labrado un nido en la Secretaría de la Presidencia, donde estaban colocados Carlos Frontaura, Lafuente, Fernández Bremón y el joven Esteban Collantes. También encontré allí al simpático Vicente Alconero, que no iba ciertamente al olor de los destinos, sino por pasar el rato. De la conversación que con él sostuve, saqué la sospecha de que tenía puestos los puntos al acta de diputado por el distrito de La Guardia.

Se me olvidaba consignar... y no extrañéis el desorden de mi cabeza, pues ya sabe mi parroquia que yo endilgo mis cuentos brincando locamente de idea en idea... olvidé referir, digo, que el día 2 de Enero del 75 salieron de Madrid los individuos designados para traer al Rey Alfonso de las lejanas tierras donde se encontraba. Componían dicha Comisión el Marqués de Molins, los Condes de Valmaseda y Heredia Spínola, y don Ignacio Escobar, director de La Época, todos hombres muy serios y de encopetada representación para el caso. Una de las primeras medidas del Ministerio Regencia fue suspender a rajatabla los siguientes periódicos: El Imparcial, El Pueblo, El Correo de Madrid, La Bandera Española, El Cencerro, La Prensa, El Gobierno, La Iberia, La Igualdad, El Orden, La Civilización y La Discusión.

Habituado a la lectura matinal de mis periódicos favoritos, el vacío de prensa me causaba tristeza. A Casiana le tenía sin cuidado que no entraran papeles en casa, porque le estorbaba lo negro, y además, le sabía mal que pasara yo largas horas agarrado al Imparcial o al Pueblo. Cada día se metía más en las honduras del Catón, y sus ocios los consagraba, con no menor celo, al trabajo físico. Una mañana me la encontré en la parte interior de la casa, fregando los suelos, de rodillas, con los brazos al aire y las manos moradas de tanto darle a la bayeta. Como rasgo característico de su feliz adaptación a la nueva vida, contaré que los estudiantillos de San Carlos solían acosar con bromas de mal gusto a mi hacendosa compañera; pero esta les contestaba en breves y agrias razones, y si ellos insistían, refrenaba sus audacias a bofetada limpia.

A menudo era visitada Casiana por su tía Simona, y cuando la encontraba en el trajín de sus lecciones, permanecía la pobre mujer pasmada y muda cual si presenciase un acto milagroso. Analfabeta era también Simona, de las empedernidas e incapaces de enmienda, por causa de su edad. Se consolaba mentalmente admirando el fervor de la muchacha, y la paciencia del escuálido maestro que le iba metiendo en la cabeza tanta sabiduría. Terminada la lección, tía y sobrina salían hablar de sus conocimientos y relaciones.

Refiriéndose a Celestina Tirado, aseguró un día Simona haber descubierto que la hermana del tabernero Ginés tenía trato con los demonios; vivía en sociedad con una tal Grosella, italiana o cosa así, y ganaban la mar de dinero adivinando lo que no se ve y curando con bebedizos a los desamorados. A lo mejor se iban por los aires en busca del Gran Cabrío para celebrar las misas demoníacas. Desde que Celestina andaba en estos trotes se le había puesto la cara más huesuda y le habían salido en la barbilla, en la nariz y en las orejas unos pelos largos y feos.

Una tarde, solos Casiana y yo en nuestra habitación, platicábamos sobre lo mismo. Mostrábase mi amiga incrédula de las cosas sobrenaturales que su tía le contaba. Sostenía que eso de las almas del otro mundo que vienen al nuestro no tiene realidad más que en los cuentos de viejas. Díjele yo que existen verdades y fenómenos fuera de la acción de nuestros sentidos; que no debemos rechazar en absoluto en contacto de nuestro mundo con otros lejanos o próximos, aunque invisibles... y estando en estas amenas divagaciones vi que entraba en la estancia una imagen, una persona, una mujer, sin que precediera el tintín de la campanilla, ni anuncio ni aviso alguno. Di algunos pasos hacia la extraña visitante, y antes que yo le preguntara si en mi busca venía, oí su voz melodiosa que así me dijo: «¿No me conoce, señor don Tito? Soy Efémera, la mensajera de su divina Madre».