Cádiz/XI
XI
Inés, no indiferente a mi presencia, según comprendí, pero tampoco sorprendida, debía saber que yo estaba allí.
-¡Ah! -exclamé con despecho para mis adentros-. La muy pícara aunque la llamaron, no bajó hasta que vino el maldito inglés.
Doña María me presentó ceremoniosamente a ella diciendo:
-A este caballero le conocimos en nuestra casa de Bailén cuando la célebre batalla. Es amigo del que va a ser tu marido; allí pelearonjuntos con tan buena suerte, que, según afirma Diego, si no es por ellos...
-Gabriel es un gran militar -dijo don Diego-. ¿Pero no le conoces tú? Es amigo de tu prima la condesa.
Doña María frunció el ceño.
-En efecto -dije yo- tuve el honor de conocer en Madrid a la señora condesa. Ambos teníamos un mismo confesor. Yo solicité de la señora condesa que me consiguiese una beca en el arzobispado de Toledo; pero después me vi obligado a servir al rey, y salí de la corte.
-Este joven -añadió doña María- nos acompañará algunas noches, robando tal cual rato a sus estudios religiosos y a las meditaciones místicas que le traen tan absorbido. Hoy el servicio de las armas le obliga a sofocar su ardiente vocación; pero cantará misa después de la guerra. ¡Noble ejemplo que debieran imitar la mayor parte de los militares! Yo me complazco, hija mía, en que se reúnan aquí personas formales y de excelentes y sólidos principios. Caballero -añadió encarando conmigo-, esta damisela es mi futura nuera, prometida esposa de este mi amado hijo don Diego.
Inés me hizo una profunda reverencia. Se sonrió al mismo tiempo, comprendiendo el astuto ardid de mi fingida religiosidad.
¿En tanto dónde estaba lord Gray? Extendí la vista y le vi tras el respaldo del monumental sillón de doña María, muy enfrascado en estrecha plática con Asunción, que sin duda le estaba convenciendo de la superioridaddel catolicismo con respecto al protestantismo. A cada paso apartaba él los ojos de su interlocutora para mirar a Inés.
-Bien decía el tunante -observé para mí- que se valía de las discretas amigas. La otra con su santidad es quien les lleva y trae los recaditos.
Inés me dijo con dulce ironía:
-Celebro mucho que esté usted tan decidido a seguir la carrera eclesiástica. Hace usted bien, porque hoy no hacen falta militares, sino buenos clérigos. El mundo está tan pervertido, que no lo curarán las espadas sino las oraciones.
-Esta afición la tengo desde muy niño -repuse- y nadie puede apartarla de mí porque sobrevive a todas mis alternativas y desgracias.
Inés miraba a cada instante el grupo formado por el inglés y Asunción. También doña María volvió allá los ojos, y dijo:
-Hija, basta ya. No marees al buen lord Gray. Ven a mi lado.
La muchacha acudió al lado de su madre, y al mismo tiempo Inés, por indicación muda de la condesa, pasó al lado del inglés. Yo estaba asombrado de aquel ir y venir y del incomprensible diálogo de expresivas miradas que las muchachas tenían constantemente, trabado entre sí. Me propuse observar atentamente, para descubrir los misterios que allí pudieran existir; pero doña María distrajo mi atención, diciéndome:
-Sr. D. Gabriel, usted, como persona casidivorciada del siglo, aunque en su continente y rostro no se advierte nada que lo indique, comprenderá que en estas recatadas tertulias de mi casa no se puede tener con las muchachas la licenciosa tolerancia que madres inadvertidas y ciegas tienen con sus hijas en otras familias. Por eso verá usted que apenas permito a mis niñas hablar un poco con Ostolaza, con lord Gray o con usted, si bien ha habido noches en que les he consentido conversaciones de quince minutos en distintas horas. Comprendo que mi sistema, aunque no es riguroso, será criticado por los que dan rienda suelta a los impulsos naturales de la juventud. Pero no me importa. Usted me hace justicia sin duda y alaba la prudencia de mi proceder.
-Seguramente, señora -respondí con afectación y pedantería- ¿qué cosa más sabia, ni más prudente puede haber que prohibir en absoluto a las niñas toda conversación, diálogo, mirada o seña con hombre que no sea su confesor? ¡Oh, señora condesa, parece que ha adivinado usted mi pensamiento! Como usted, yo he observado la corrupción de las costumbres, hija de la desenvoltura francesa; como usted, he observado el descuido de las madres, la ceguera de los padres, la malicia de las tías, la complicidad de las primas y la debilidad de las abuelas; y he dicho: «orden, rigor, cautela, reclusión, tiranía, o si no dentro de poco la sociedad se precipitará en los abismos del pecado». Nada, nada, señora condesa, yo lo aconsejo a todas las madres de familia que conozco,y les digo: «mucho cuidado con las niñas mientras sean solteras. Después de casadas, allá se entiendan ellas, y si quieren tener dos docenas de cortejos, háganlo».
-En todo estamos de acuerdo -dijo doña María- menos en esto último, pues ni de solteras ni de casadas, les tolero la inmoralidad. ¡Ay, yo tengo ideas muy raras, Sr. D. Gabriel! Me asombro de ver por ahí madres muy cristianas, que celando hasta lo sumo las hijas solteras, ven con indiferencia los pecadillos de las casadas. Yo no soy así; por eso no quiero que se casen mis niñas; no, jamás, jamás. Casadas estarían libres de mi autoridad, y aunque no las creo capaces de nada malo, la idea de que pueden cometer una falta, siéndome imposible castigarla, me horripila.
-El gran sistema es el mío, señora; este sistema que no ceso de recomendar a todas las madres que conozco. Orden, rigor, silencio, encierro perpetuo y esclavitud constante. Mis lecturas y meditaciones me han inspirado estas ideas.
-Son también las mías. Mi hija Asunción entrará pronto en un convento, y Presentación está destinada a ser soltera, porque así lo he resuelto yo.
-Cosa justísima y naturalísima que usted haya resuelto eso.
-Siendo el destino de la una el claustro y de la otra el celibato, ¿a qué viene el consentirles conversaciones con los jóvenes?
-Es claro... a qué viene... No aprenderían más que cosas malas, pecados... ¡y qué pecados!
-Pero como es preciso transigir un poquito con las costumbres, que exigen cierta licencia, suele írseme la mano en esto del rigor. Ya ve usted, a casa suelen venir algunas personas muy distinguidas, honestas y prudentes, sí, pero de mundo. Necesito contemporizar con ellas, por no aparecer gazmoña, intolerante y extremada. Felizmente baja todas las noches a mi tertulia, Inés, a quien como muy próxima a ser mujer casada, puede permitirse que sostenga coloquios tirados con tal cual persona decente y bien nacida. Si no fuera por ella, lord Gray se aburriría grandemente en casa. ¿No cree usted, que a una muchacha que va a ser mayorazga y que ocupará posición muy encumbrada en la corte, se le debe dar cierta libertad?
-Todas las libertades, señora, todas. ¡Una mayorazga! Pues digo; si me la hacen camarista de reina, o dama de honor de emperatrices, ¿qué ha de hacer sin la desenvoltura, el desenfado, la astucia que el buen servicio y concierto de los palacios exige?
-Cierto; a cada cual se le debe educar según su destino. En posiciones elevadísimas no puede sostenerse todo el rigor de los principios, según dice la gente, aunque ciertas leyes sí deben regir en todas partes. Sin embargo, como así viene de atrás, debemos respetar la obra de nuestros mayores, quienes harto supieron lo que se hacían.
-Justamente.
-Pero me parece que se prolonga demasiado la conversación de Inés con lord Gray, yvoy a hacer que hablen en corrillo donde les oigamos todos. Sr. D. Gabriel, ni un momento debe abandonarse el ejercicio de la prolija autoridad materna. ¡La autoridad! ¿Qué sería del mundo sin la autoridad?
-En efecto, ¿qué sería? ¡El caos, el abismo!
Doña María, que reglamentaba los diálogos de sus tertulias como mueve y ordena un general experto los movimientos de una batalla campal, dispuso que Inés continuase hablando con lord Gray, y que Presentación pegase la hebra con Ostolaza. En tanto Asunción charlaba en voz bastante alta con su hermano, diciéndole cosas cuyo sentido no pude entender. Ostolaza, Teneyro y D. Paco estaban muy metidos en lenguas disertando sobre los grandes males de la educación a la moderna, y forzosamente me enredaron en su coloquio, teniendo ocasión de lucir mi intolerancia, y un poco de cierta erudicioncilla trasnochada que yo tenía para el caso. Poco después volví al lado de doña María a punto que don Diego, apartándose de su hermana, hacía lo mismo, y le oí decir:
-Señora madre, a ser usted, yo no permitiría a Inés tantas intimidades con lord Gray. Francamente, señora, esto no me gusta, y menos cuando veo que la que va a ser mi mujer, se está los minutos de Dios oyéndole y contestándole sin pestañear.
-Diego -manifestó doña María con severo acento-. Me enfada la bajeza de tus conceptos, que indican la ruindad de tus juicios. Si Inés fuera tu hermana, podrías tener esos escrúpulos;pero siendo tu futura esposa, cuanto has dicho es ridículo. Una gran señora, ¿ha de ser encogida y corta de genio como una novicia de convento?
D. Diego, oído esto, se acercó de muy mal talante a sus hermanas.
-Sr. de Araceli -me dijo doña María- la juventud es así. Comprendo los celillos de mi hijo. Verdaderamente Inés se alarga demasiado con lord Gray. Aunque le supongo a usted poco aficionado a perder el tiempo conversando con muchachas frívolas, hágame el favor de departir un rato con mi futura nuera.
Doña María miró a Inés con enojo, y dirigiéndose luego a lord Gray, le llamó con afectuosa súplica.
Inés quedó sola y acudí hacia ella. Por primera vez durante la tertulia hallaba ocasión de poderle hablar lejos de los demás, y la aproveché con presteza. Ella, anticipándose al afán con que yo iba a hablarle, me dijo:
-¿Mi prima te ha mandado aquí? ¿Me traes algún recado de ella?
-No -respondí-. No me ha mandado tu prima. No he venido por traerte recado alguno. He venido porque he querido, y por el deseo de verte y de saber por mí mismo que me has olvidado.
-Por Dios -me contestó disimulando su emoción-. Repara dónde estás. La condesa no cesa de observarme. Aquí es preciso fingir a todas horas, y disimular los pensamientos. ¿Por qué no has venido antes? Pero di: ¿mi prima no te ha dado ningún recado?
-¿Qué me importa tu prima? -exclamé con enfado-. Tú no sospechabas que viniera a sorprenderte.
-¿Pero estás loco?, doña María no me quita los ojos.
-Vaya al diantre doña María. Respóndeme, Inés, a lo que te pregunto, o gritaré y escandalizaré para que nos oigan hasta los sordos.
-Pero si no me has preguntado nada.
-Sí te he preguntado. Pero tú haces que no oyes, y no quieres responderme.
-No nos entendemos -repuso llena de confusiones, y mortificada por la observación tenaz de doña María-. ¿Vendrás todas las noches? Aquí es preciso mucha cautela. Para respirar necesito pedir la venia a la señora. Ten prudencia, Gabriel; también D. Diego nos mira. Haz de modo que doña María y los murciélagos crean que estamos a hablando de religión, o de los cuadros de la pared o de esa gran grieta que hay en el techo. Aquí es preciso hacerlo todo así. No te expreses con vehemencia. Ponte risueño y mira a las paredes diciendo: «¡Qué bonitas láminas! Allí están Dafne y Apolo».
-Pero ¿es preciso ser cómico para entrar aquí?
-Sí; es preciso estar siempre sobre las tablas, Gabriel; fingiendo y enredando. Esto es muy triste.
-Pues lord Gray no disimula.
-¿Eres amigo de lord Gray?
-Sí, y me lo ha contado todo.
-Te lo ha dicho... -exclamó confusa-. ¡Qué hombre tan indiscreto! Y yo le había encargado la mayor prudencia... Por Dios, Gabriel, no pronuncies una palabra, ni un gesto que puedan dar a conocer lo que te ha contado lord Gray. ¡Qué indiscreción! Hazme el favor de olvidar lo que te ha dicho. ¿Él te ha traído aquí?
-No; he venido con D. Diego. He querido saber por ti misma que ya no me amas.
-¿Qué estás diciendo?
-Lo que oyes. Ya lo sabía; pero a mí me hacía falta oírlo de tus propios labios.
-Pues no lo oirás.
-Ya lo he oído.
-Por Dios, disimula. Ahora, Gabriel, alza la vista y di: «¡Qué terrible grieta se ha abierto en el techo!». ¿Con que no te quiero yo? ¿Sabes que no lo había advertido? Y en tanto tiempo ¿qué has hecho tú? ¿Has estado en el sitio de Zaragoza? Aquello sería un paraíso; no estaba allí doña María.
-No he vivido más que para ti; y si alguna vez he hecho un esfuerzo para subir un peldaño en la escala del mundo, hícelo sólo con el deseo de llegar, si no a valer tanto como tú, al menos a ponerme en condición tal, que no se rieran de mí cuando te miraba.
-Mentiroso, tú también has aprendido a disimular. Ni una sola vez te has acordado de mí en tanto tiempo... Pero no te acerques tanto. Cuidado, no me tomes la mano. Parece que tienes fuego dentro de los guantes. Doña María nos observa.
-Yo no sé disimular como tú. Te he querido con toda mi alma, Inesilla, y con veinte almas más, porque una sola no basta para quererte como te quiero... Dime con la mano puesta sobre el corazón si lo mereces tú; dímelo.
-Pues no lo he de merecer -me contestó sonriendo-. Merezco eso y mucho más, porque me lo tengo ganado y pagado con interés y anticipación. ¿Pero no ve usted, Sr. D. Gabriel -añadió alzando la voz- qué hendidura tan grande es esa que hay en el techo?
-Inés, si es verdad lo que me dices, dímelo otra vez, y alza la voz. Quiero que lo oigan doña María, D. Diego y los murciélagos.
-Calla; por haber estado tanto tiempo sin verme, merecerías... a ver, ¿que merecerías?
-Bastante castigado estoy por los celos, por unos terribles celos que me han estado mordiendo el corazón, y me lo muerden todavía.
-¡Celos! ¿De quién?
-¿Me lo preguntas tú? De lord Gray.
-Tú has perdido el juicio -dijo con precipitación y atropellándose en sus labios frases rápidas y confusas-. ¡Él lo dice!... Tal vez... Ese hombre me causará grandes pesadumbres.
-¿Tú le amas?
-Por Dios, habla bajo, disimula.
-Yo no puedo disimular. Yo no estoy, como tú, educado en esta escuela de los fingimientos. Yo no puedo decir más que la verdad.
-¿Has dicho que yo amo a lord Gray? Jamás he pensado en tal cosa.
-¡Oh! ¿Qué haré para creerlo? Bajo la autoridad de doña María has aprendido de tal modo a disfrazar los pensamientos, que hasta se ocultan a mis ojos, tan acostumbrados, no sólo a leerlos, sino a adivinarlos. Ha desaparecido aquella claridad que te rodeaba, y que te hacía doblemente hermosa ante mí. Ya no hablas aquella palabra divina que ningún mortal, y menos yo, podía poner en duda. Ahora, Inés, me asegurarás una cosa, me la jurarás, y... ¿qué quieres tú?, no lo creeré. ¡Maldita sea mil veces doña María que te ha enseñado a disimular!
-Si te alteras de ese modo, no podremos hablar -repuso con agitación en voz baja; y luego, en voz alta, añadió-: Sr. D. Gabriel, estas estampas de Dafne y Apolo, de Júpiter y Europa son indecorosas, y hemos encargado a Sevilla una colección de santos para sustituirlas. Pero ¿qué has dicho de lord Gray? -prosiguió quedamente-. ¿Que le amo yo? ¡Oh, ese hombre me traerá alguna desgracia! No repara en nada. ¡Qué loca he sido! ¡Me encuentro comprometida! Gabriel, te suplico que olvides lo que te haya dicho lord Gray. Olvídalo, y a nadie, ni a tu confesor, hables de eso. Tú reconocerás que está lleno de seducciones y que no es extraño que su fantasía acalore y agite el alma de una... Pero no hables de eso. Calla, por favor.
-¿De veras no le amas?
-No.
-¿Ama a alguna otra de esta casa?
-No sé... calla... no, a nadie de esta casa-respondió turbada-. Pero ¿no merezco que me creas?
-No, casi no.
-¿Me has conocido mentirosa?
-No sé qué tiene esta casa y todos los que la viven. Me parece que en esta morada del disimulo y la mentira, ninguna cosa es como aparece. Mienten los que aquí moran; mienten los que aquí viven, y hasta yo he necesitado mentir para que me admitieran. Esta atmósfera está formada de falsedad y engaño. Los corazones, oprimidos por una autoridad insoportable, necesitan desfigurarse para que se les permita vivir. Esta casa, esta familia, a quien preside desde su sillón doña María, como el genio de la tristeza, no es para mí. Me ahogo, y deseo huir de este sitio. Veo aquí mil misterios, y sobre todos mis sentimientos domina uno, que es el más antipático y desagradable de todos: la desconfianza. El corazón se me oprime cuando considero que tú, Inesilla, tú me dices una cosa, me la juras y yo no la puedo creer.
-Ten calma. Doña María no nos quita los ojos. D. Diego tampoco. Yo me muero de pena... Pero, por Dios, Sr. D. Gabriel -añadió en voz alta-. Un hombre que va a tomar el hábito cuando acabe la guerra, no debe entusiasmarse tanto al hablar de una batalla.
Doña María, desde su trono, me interpeló pomposísimamente de esta manera:
-Pero, Sr. D. Gabriel, que oigamos todos esas maravillas que está usted contando con tanta vehemencia, con tanto ardor.
-Me contaba -dijo Inés con una naturalidad que me asombró- que en cierta ocasión, estando él en una casa del arrabal de Zaragoza, los franceses abrieron una mina, pusieron no sé cuántos barriles de pólvora, ¿no fue así?, y luego pegaron fuego.
-¿Y luego, Sr. D. Gabriel?
-Y luego volamos todos hasta el quinto cielo -repuse-. Siento que usted no hubiera estado allí... pues... para que lo hubiera visto.
-Gracias.
Los vencejos me tomaron por su cuenta para que les explicase cómo fue aquello de mis vuelos y cabriolas por el aire, y en tanto llegose Inés junto al sillón de doña María, llamado por esta; y yo con disimulo (también aprendía) presté atención a lo que dijeron.
-Ha sido demasiado larga tu conversación con el militarcito -le dijo con desabrimiento la señora-. ¡Veinte minutos! ¡Has estado en coloquio con él veinte minutos!
-Señora madre -repuso Inés- si se empeñó en contarme sus hazañas... Yo buscaba ocasión de poner punto; pero él, dale que dale. Me refirió siete sitios, cinco batallas y no sé cuántas escaramuzas.
-¡Cómo finge, cómo miente, cómo engaña! -exclamé para mí ciego de rabia-. ¡La ahogaría!
Lord Gray se juntó después con Inés y hablaron largamente. Mi rabia, motivada por una duda cruel, era tanta, que apenas podía disimularla, hablando pestes de las Cortes ante doña María, Ostolaza y Valiente.
Avanzaba la hora y doña María indicó con majestuosa gravedad el fin de la tertulia. Despedime de Inés, que a hurtadillas me dijo:
-Cuidado con lo que te he encargado.
Y luego tardó en despedirse de lord Gray más de diez minutos. Por mi parte anhelaba salir para no volver más a aquella casa, y saludando a la condesa, echeme fuera, juntándose conmigo en la escalera lord Gray, que salió un poco después.
-Amigo -le dije cuando estábamos en la calle- en todas partes es usted el favorecido de las damas.
No se dignó contestarme. Iba con la cabeza inclinada, fruncido el ceño y mudo como una estatua. Repetidas veces me esforcé por hacerle hablar; pero sus labios no articularon una sílaba, y sólo en la calle Ancha, al despedirse de mí, me dijo sombríamente:
-El amigo que sorprende un secreto mío y usa de él sin mi licencia, no es mi amigo. ¿Usted me conoce?
-Un poco.
-Pues suelo reñir con los amigos.
-Antes de reñir nosotros, ¿quiere usted acabar de perfeccionarme en la esgrima?
-Con mucho gusto. Adiós.
-Adiós.