Buenos Aires desde setenta años atrás/Epílogo


I

Hemos terminado nuestra obra; el objeto que en ella nos propusimos fue arrancar del olvido ciertos rasgos característicos de nuestro estado social, en una época ya lejana, y por su simple exposición poner en relieve el progreso actual. Conocemos que no es completa; pero estamos satisfechos con que estas páginas sirvan de mamotreto o pedestal para un trabajo más amplio.

Creemos haber sido imparciales en nuestras opiniones, emitidas parcamente; sin embargo, el juicio que de ellas se forme, dependerá de la apreciación individual. Nos explicaremos: se ha dicho que todos los hombres han sido y serán eternamente dominados por dos potencias diametralmente opuestas; en unos, la fuerza del hábito; el amor a la novedad, en otros. Por una parte, se encomia todo lo relativo a los buenos tiempos pasados; por otra, se ridiculiza todo cuanto hicieron los antiguos.

Alguien ha hecho esta pregunta: ¿somos mejores que nuestros antecesores? That is the question, diremos, repitiendo las palabras de Shakespeare. Para muchos, la antigüedad no es sino un inmenso vacío, que nada enseña, que nada vale. «¿Pueden acaso -exclaman-, los sabios de otros tiempos compararse siquiera con los del día?...» Pónesenos a algunos entre ceja y ceja que nada tenemos que aprender en el gran libro del pasado; que en la historia del mundo, el presente es la época más notable, más culminante; que, si nosotros no hubiésemos venido a él, todo sería obscuridad y atraso: que somos, en fin, los inventores de todo lo bueno, lo luminoso, y los reconstructores de todo lo que estaba desquiciado; y que para la marcha gigantesca de progreso que llevamos, tanto mejor será cuanto menos nos acordemos de los hábitos, costumbres y usanzas de tiempos que pasaron.

Para otros, a pesar de este asombroso adelanto, a pesar de nuestros telégrafos, máquinas, luz eléctrica, observatorios astronómicos, institutos da toda clase, civilización e inmenso progreso, muchas veces conviene hacer alto en la carrera vertiginosa, y volver atrás para ampararnos de alguna medida, alguna costumbre, alguna ley que imperaba, antes tal vez de nuestra emancipación, o aun de época más remota.

Estos, sin duda, están de acuerdo con Moratín, cuando decía:


En el filosofador siglo presente
más difíciles somos y atrevidos
que nuestros padres, más innovadores;
pero mejores, no.


II

Las grandezas que admiramos no son la obra de un día; paulatinamente, y en el curso de muchos años, han ido eslabonándose los anillos que forman la larga cadena que en el día asombran a aquellos que, con los ojos de la imaginación, contemplan a Buenos Aires, de ahora setenta años.

Mucho se ha hecho, es verdad, desde entonces acá; pero es preciso confesar que mucho hicieron también, y con poquísimos elementos, nuestros antepasados. Seamos, pues, ante todo, justos; ensalzemos, saludemos con entusiasmo y placer los rápidos progresos que debemos a la actividad e inteligencia actual; pero tributemos, a la vez, nuestro respeto a los primeros obreros, a los que colocaron la primera piedra.

Si nuestros antecesores volviesen a la vida, de cuántas cosas se admirarían, pero, ¡de cuántas, también, no tendrían que ruborizarse!...