Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XXVI
I
En este capítulo vamos a ocuparnos de algunos usos y costumbres, que gradualmente han ido cayendo en desuso unos, y modificándose otros.
En aquellos tiempos no había vigilantes apostados en las boca-calles; el servicio de policía en la noche, se hacía por medio de patrullas encabezadas por un alcalde, un teniente alcalde o algún vecino. Todos los hombres estaban obligados a hacer la patrulla cuando llegaba su turno o a poner un personero que costaba, generalmente, de 20 a 30 centavos.
Casi excusado parece decir, que eso se convertía (como todo es susceptible de convertirse) en negocio, y que las citaciones se menudeaban para con aquellos que podían pagar. Muchas veces estas patrullas prestaban buenos servicios, impidiendo peleas, llevando a la policía, ebrios o mal entretenidos; pero algunas ganaban un baile y no salían sino cuando amanecía, hora en que debía terminar su tarea.
Durante la noche empleaban la siguiente fórmula: cuando llegaba cierta hora y veían gente, el comandante de la patrulla daba la voz -«¿Quién vive?» La contestación, de la que la población estaba al corriente, era: «La patria» -«¿Qué gente?» -«Patrulla»- «Haga alto la patrulla y avance el comandante a rendir santo y seña.» Entonces, ambas patrullas hacían alto, los comandantes avanzaban algunos pasos a vanguardia de su respectiva comitiva, y el uno decía en voz baja el «santo» y el otro contestaba la «seña.»
Si en vez de patrulla era uno o más individuos, al «¿quién vive?» se contestaba -«la patria»- al «¿qué gente?» -«paisano», militar o lo que fuese y como es de suponer en ese caso, no había ni santo ni seña.
En estas patrullas, iban ya por tocarles el turno, o como personeros por los 20 centavos, algunos vejetes que podrían derribarse de un soplido, armados, uno de un machete o un latón, otro de un fusil de chispa, tal vez sin gatillo.
La verdad es, que la vigilancia armada no era tan necesaria como ha llegado a serlo después; los crímenes de toda clase eran infinitamente menos numerosos.
No queremos decir que absolutamente no se cometía alguno; pero lo cierto es que eran rarísimos los robos y los asesinatos premeditados, excepcionales; la mayor parte de las muertos violentas resultaban de peleas. Entre los crímenes cometidos recordaremos el siguiente: Creemos que fue en 1824, un genovés, Misereti, (ignoramos si era nombre o apodo) que tenía hojalatería, del Colegio media cuadra para el río, fue bárbaramente asesinado por dos negros de su servicio. Estos fueron fusilados en la plaza del Retiro; y un muchacho cómplice, se salvó de la última pena por su poca edad, pero se le obligó a presenciar la ejecución.
Algunos dicen, que el mayor desenvolvimiento del crimen en estos días, está perfectamente explicado por el aumento de población y por la poca escrupulosidad que hemos observado en recibir toda clase de inmigrantes. No hay duda que esta circunstancia en mucho ha influido, pero hay además otras muchas causas que han obrado poderosamente en el aumento aterrador del crimen, entre nosotros.
II
Preciso es confesarlo; teníamos una mancha negra; el uso del cuchillo. En la clase baja, tanto en la ciudad como en la campaña, en la más trivial contienda, a un dos por tres salían a brillar los cuchillos, dagas, o facones; los casos, pues, de heridas en pelea eran casi diarios, y frecuentes los de muerte.
Durante la sabia administración de Rivadavia, debido a la prohibición de cargar cuchillo, los casos fueron algo menos repetidos, y no se oía jamás de les crímenes atroces que hoy diariamente registra la prensa, en que aparecen familias enteras asesinadas, mujeres y criaturas, hasta en brazos, bárbaramente degolladas. Con placer declaramos, sin embargo, que hace algún tiempo que no se repiten estas horribles escenas; mucho puede haber influido la presencia de la policía rural en la campaña: sin embargo, siguen los robos en toda escala, con profusión.
Comprendemos que en todas partes del mundo se cometen crímenes, que éstos no se pueden evitar; pero sí puede reducirse el número de ellos: entre nosotros no disminuyen como debieran, por el modo deficiente de administrar justicia y la lentitud de sus procedimientos cuando ella se aplica. Entonces, por ejemplo, un hombre daba una puñalada en pelea por quítame esas pajas; sabía, de antemano, que le costaba unos días de prisión, o cuando más, unas semanas de trabajo en las calles, y esto era ciertamente lo suficiente para intimidar al heridor.
Hoy sucede otro tanto en crímenes de mayor entidad (tal vez la Penitenciaría vendrá a resolver el problema); cansados están los jueces de paz de campaña de enviar a la ciudad criminales famosos que debían 4, 5 o más muertes, y de verlos 4 o 6 días después, paseándose en su partido con toda desfachatez y como desafiando su autoridad. ¿Qué es lo que ha pasado? Es muy fácil de explicar. Ha llegado el reo a la ciudad con un formidable proceso; crúzase el empeño de algún magnate, y hete aquí puesto en libertad al asesino, que vuelve a continuar en su camino de crímenes y a burlar la autoridad que había cumplido con su deber, y a quien no le queda gana de volverlo a cumplir.
Cuando no ha mediado este empeño, viene la inmoral y degradante medida de convertir al presidiario, al feroz asesino, en soldado de línea, deshonrando al Ejército y facilitando la evasión del criminal. «Este hecho solo -dice el doctor Quesada refiriéndose la esta medida-, formaría el proceso y la deshonra de una administración que fuese verdaderamente libre»: y a fe, que tiene razón.
Las reflexiones que han surgido nos han hecho detener demasiado al hablar de las patrullas.
III
Era costumbre poner en exhibición, bajo los portales del Cabildo, el cadáver de alguien que se hubiese encontrado muerto en las calles, sin duda con el objeto de que fuese reconocido y reclamado por sus deudos. No era raro ver al lado del cadáver un platillo destinado a recolectar limosna para ayudar a sepultarlo, o para velas o una misa.
Los progresos de la civilización nos han libertado felizmente, de tan triste y repelente espectáculo.
La generalidad de los cuerpos exhibidos eran por peleas, accidentes casuales o muertes repentinas; porque, lo repetimos, hasta entonces, estábamos libres, casi por completo, de esos crímenes premeditados y salvajes, que han manchado los anales de las naciones más civilizadas de Europa y que hoy se repiten con aterradora frecuencia, entre nosotros.
El suicidio, puede decirse, que era igualmente desconocido. En el espacio de muchos años, sólo ocurrió uno que otro caso y los suicidas fueron extranjeros.
Verdad es, que aquellos tiempos eran de abundancia y bienestar; los afanes, las ansiedades consiguientes al sostenimiento de una familia, aun numerosa, no preocupaban a nadie en un país en que se vivía sencillamente; en que era tan fácil ganar dinero y en que los artículos de primera necesidad costaban tan poco, y cuando la desenfrenada pasión por el lujo no había establecido su tiránico imperio entre nosotros.
También eran raros los desafíos; no sabemos si porque entonces había menos honor que hoy; lo cierto es que eran rarísimos los duelos; y asimismo, se adoptaban medidas tendentes a supresión, como lo prueba el decreto del Supremo Director, de 30 de diciembre de 1814, inculcando sobre la irremisible aplicación de la pena de muerte a los que se desafiaban y asistían a los duelos en calidad de padrinos: considerándolos a aquéllos «como a verdaderos asesinos, no obstante, que un falso y criminal punto de honor se esfuerce en disculparlos.»
IV
Era también muy común, hasta hace algunos años, en caso de muerte, colocar el cadáver en el ataúd rodeado de cirios o de velas, según los posibles de los deudos, en la sala o pieza a la calle, abriendo las ventanas o, cuando menos, entornándolas, pero de modo que pudiera verse de la calle.
Gran número de personas pasaban la noche de velada en la casa mortuoria, y lo más particular es, que muchos de los concurrentes ni siquiera conocían a los deudos del finado.
Esto ocurría más frecuentemente, y hoy mismo ocurre en la clase baja cuando muere una criatura; entonces se invita aún a las personas más indiferentes, y nada de extraño tiene que un individuo encuentre a otro en la calle y lo invite a ir a un velorio, aun cuando ninguno de los dos les haya visto jamás la cara a los dueños de casa.
Entre la plebe y especialmente en la campaña, eso es entendido; se sale exprofeso a convidar. En el velorio se fuma, se bebe, y se toma mate; para acortar la noche se juega al truco o al monte, se baila, y gracias cuando la cosa no acaba a puñaladas. A veces son tantos y tan fuertes los empeños, que la madre o los deudos conservan por dos noches al angelito en exhibición, sacando provecho de la limosna con que contribuyen los concurrentes, de los que uno lleva una libra de hierba, otro un paquete de velas, el de más allá, cinco pesos, etc. Las autoridades deben velar que estos actos inmorales no se repitan.
V
Existía la costumbre invariable del saludo; todas las personas que se encontraban en la calle se hacían un saludo de paso; unos con una simple inclinación de cabeza, otros quitándose o tan sólo tocándose el sombrero; pero la generalidad en la clase culta con un «beso a usted la mano», «buenos días, tardes o noches», y a las señoras «a los pies de usted, etc.»
En la campaña aun no se ha extinguido del todo esa manifestación de fraternidad y cortesía.
En aquellos años sobraba el tiempo para poder ser cumplido con todo el mundo; hoy sólo saludamos a las personas de nuestra relación y eso no siempre. A través de los tiempos se operan estas mudanzas en las costumbres de los pueblos; entre nosotros, el aumento de población, el trato con extranjeros (a quienes sea dicho de paso, bastante hemos criticado eso que llamábamos descortesía), y el materialismo mercantil, ha influido sin duda en el cambio.
VI
Entre las medidas filantrópicas que adoptó Rivadavia, se encuentra la supresión de la exposición de presidiarios cargados de cadenas que se colocaban el jueves santo a pedir limosna al lado de una mesa en las puertas de las iglesias.
También se suprimió el afligente espectáculo de ver en las calles, delincuentes montados a caballo, azotados por mano del verdugo, en cumplimiento de alguna sentencia judicial. Estos eran legados da los antiguos usos de la colonia española, que ya chocaba con el adelanto o ilustración de la época. También se mandó no llevar los presos encadenados a los trabajos públicos.
VII
Otra costumbre abolida. El modo de comunicar las resoluciones al pueblo, a más de su publicidad en los periódicos (Gaceta de Buenos Aires), era por medio de lo que se llamaba «Bando». Un notario, acompañado de tropa y a veces de música, proclamaba en alta voz en cada boca-calle el decreto gubernativo.
Debemos agregar, aunque con pesar, que los decretos entonces, como antes y como después, se sucedían con asombrosa rapidez, muchos de ellos tan ricos en teoría como desprovistos de utilidad práctica. Especialmente en esa época (la de los bandos), se notaba una vacilación, que sólo puede justificarse por las dificultades y la inexperiencia de Gobiernos nuevos.