Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo XVI

Sociedad desde 1810 hasta 1830. -Trato y hospitalidad. -Los señores Escalada. -La señora de Mandeville; sus fincas. -Señora de Riglos. -Tertulias. -Tiempo que duraban. -Varias personas notables. -Trajes de las jóvenes. -Tocadores de piano. -Prohibición del fandango. -Cielo. -Bailes de aquellos tiempos. -El general Urquiza. -Maestros de baile. -Espinosa.

I

Buenos Aires, desde 1810 hasta 1830, era ya, podemos decirlo sin temor de equivocarnos, una de las ciudades de Sud América que descollaba por lo selecto de su sociedad. Era ostensible en sus habitantes el buen trato y el más delicado agasajo; a propios y extraños se les recibía con sencillez y amabilidad.

«Por el año 1817, escribe Robertson, Buenos Aires se hallaba en el estado más floreciente; la tranquilidad y la prosperidad interna, el crédito y el renombre en el exterior, mantenían a los habitantes joviales, alegres y contentos, de modo que las bellas cualidades de los porteños brillaban en su mayor esplendor.»

Efectivamente; todo era complacencia y contento; trato franco, sencillez de costumbres, sinceridad en las relaciones, éramos hospitalarios hasta el extremo. No pretendernos decir que todas estas recomendables disposiciones hayan desaparecido, pero ciertamente han disminuido. Nos hemos vuelto más europeos, más dados a las presentaciones formales, a la etiqueta y reserva.

Verdad es que, con el andar del tiempo, cierta clase de hospitalidad se ha hecho menos posible, a la vez que menos inevitable; la ciudad está llena de buenos hoteles, y de cómodas casas de alojamiento, de lo que antes carecíamos, y hace menos necesario que el que llega de otra parte, tenga que ir a parar a casa de algún pariente, amigo, o a un amigo de un amigo que lo hubiese recomendado a alguna familia a quien, ni de vista conocía.

Causas políticas, contribuyeron también, a cambiar casi por completo la faz social.


II

Figuraban en aquellos años, por la estimación y respeto que merecidamente se les profesaba, numerosas familias, algunas de las cuales, tendremos ocasión de citar en oportunidad.

El general San Martín casó, creemos que por el año 18, con doña Remedios, hija de don Antonio Escalada, y tuvo la desgracia de perderla, joven aún, quedándole sólo una hija, Mercedes San Martín, esposa de don Mariano Balcarce, Encargado de Negocios de la República Argentina, en París.

Este señor Escalada y su hermano don Francisco, ambos nacidos en el país, y decididos patriotas, llenos de honradez e integridad, formaban parte de una familia muy estimable y querida.

La señora de Mandeville, de quien antes hemos hablado, y que muchísimos de nuestros lectores han conocido, ya como socia, ya como secretaria o como presidenta de la Sociedad de Beneficencia, y en primera línea, cuando se trataba de ejercer actos de caridad, era nativa de Buenos Aires. Esta señora figuraba ya por el año 17, viuda entonces, del señor Thompson, siendo conocida mas tarde, por la señora doña Mariquita Sánchez de Mandeville, por haber contraído matrimonio con el cónsul francés, de este nombre.

Fue dueña de varias fincas, entre ellas, de la gran casa en que en estos últimos años ha existido por mucho tiempo, un depósito de plantas en la calle Florida; de todas las casas, en esa cuadra, y de la mayor parte de la manzana por la calle de Cuyo y la de Cangallo, donde por muchos años estuvo, en tiempo de Rosas, la imprenta de la Gaceta Mercantil.

La señora doña Ana, viuda de Riglos, altamente aristocrática, pero muy comunicativa y familiar en su trato, era madre de don Miguel Riglos, quien se educó en Inglaterra y volvió a su país en 1813; esta señora era sobrina de doña Eusebia de la Sala, que también figuraba en aquellos tiempos.

La señora doña Carmen Quintanilla de Alvear, natural de Cádiz, de esbelta figura, finísimos modales, esposa del general don Carlos M. de Alvear; pero nos es imposible continuar con la larga lista de personas distinguidas, que daban brillo a la sociedad de entonces.


III

Era costumbre muy generalizada, y especialmente entre las familias más notables y acomodadas, dar tertulias, por lo menos una vez por semana; a las que, con la mayor facilidad podía concurrir toda persona decente, por medio de una simple presentación a la dueña de casa, por uno de sus tertulianos.

Entre otras varias familias distinguidas, en cuya casa se celebraba esta clase de reuniones, estaban las de Escalada, Riglos, Alvear, Oromí, Soler, Barquin, Sarratea, Balbastro, Rondeau, Rubio, Casamayor, señora de Thompson, etc., etc.

Pero no se limitaban las tertulias a las familias de mayor rango y fortuna; tenían lugar también en gran número de casas de familias decentes, aunque de medianos posibles.

Se bailaba, generalmente, hasta las doce de la noche, o algo más, principiando temprano; en tal caso, sólo se servía el mate; cuando duraba el baile hasta el día, se agregaba el chocolate. Esto no quitaba que, de tiempo en tiempo, para un cumpleaños, por ejemplo, u otro acontecimiento, se diesen bailes de tono, con todos sus accesorios; sin embargo, en ningún caso se seguía la costumbre perniciosa, y hasta cierto punto ridícula, que existe hoy, de empezar a ir las familias a una tertulia, por íntima que sea, ¡a las 10 y aun a las 11 de la noche!

Desde las ocho hasta las doce o doce y media, eran horas que no perjudicaban ni alteraban en mucho el orden doméstico. Se divertían un rato, como entonces se decía, y al día siguiente todo el mundo se encontraba en aptitud de entregarse a sus ocupaciones. -Hoy no es así. -De manera que, si la civilización tiene sus indisputables ventajas, suele traer también consigo sus serios inconvenientes. Asistir hoy a una reunión de baile, se traduce por, tener que dormir gran parte del día siguiente, o andar cayendo de sueño, con detrimento del cumplimiento de sus deberes, y aun de la salud.

El traje de las jóvenes era de lo más sencillo y sin ostentación, reinando en aquellas reuniones la mayor cordialidad y confianza. En efecto, esas tertulias eran verdaderas reuniones de familia, sin el lujo, a veces desmedido, ni la fría reserva que se nota en muchas de nuestras actuales soirées.

No se precisaba de espléndidas cenas ni de riquísimos trajes; el baile, la música, la conversación familiar, el trato franco, y sin intriga, y el buen humor, bastaban para proporcionar ratos deliciosos. Bien poco costaba, pues, una de estas tertulias, ni a los concurrentes ni a la dueña de la casa, que todo lo hacía con una libra o dos de hierba y azúcar, el aumento del alumbrado y un maestrito para cuatro horas de piano; y muchas veces, ni aun este gasto se hacía, pues que se alternaban las niñas y los jóvenes aficionados, para tocar las «piezas de baile»; y cuando todo recurso faltaba, siempre se encontraba alguna tía vieja y complaciente, que tocase alguna contradanza, aunque fuese añeja, que el asunto era bailar.


IV

Había sonado la hora fatal: eran las doce, y las señoras mayores empezaban ya a decir a media voz a las niñas: «muchachas, tápense»; muchas contestaban «Ave María, mama» (todavía no se había generalizado el mamá), «es temprano», pero las más no replicaban, aunque ejecutaban la orden con desgano y lentitud, pues sabían que a ese precio habían obtenido el permiso, y esperaban obtenerlo en adelante.

Entonces empezaban los empeños (¿y qué extraño; no es éste, por excelencia, el país de los empeños?) empezaban, decíamos, los empeños de los mozos para con las mamás, a fin de que diesen su consentimiento para sólo un wals más; solicitud, diremos en honor de las señoras madres, que invariablemente, y después de un ligero debate, era despachada como lo pedía la parte.

Por muchos años, estas reuniones, aun entre familias muy respetables, solían terminar con un cielo, pedido por los jóvenes; a veces el denominado en batalla, pero el preferido era el cielo de la bolsa. Las jóvenes apenas lo conocían, pero gustosas lucían su natural gracia y donaire en este curioso baile tradicional.

Los bailes de aquellos tiempos eran: el minuet liso (a veces el figurado, rara vez el de la Corte), con que se daba principio siempre al entretenimiento, cediendo generalmente el puesto de honor a la señora de la casa, acompañada de otra respetable matrona y dos caballeros formales; el montonero o nacional, llamado más tarde, en tiempo de Rosas, el federal; el wals (pausado), la contradanza, la colombiana; ya se había desterrado el paspié, el rigodón, etc. Bailábase de vez en cuando por algún joven el solo inglés.

La contradanza se sostuvo hasta hace veintitantos años, creemos que debido a una simple casualidad. El general Urquiza era aficionadísimo a este baile; era, a la verdad, el único que bailaba, y en Entre Ríos primero y después aquí, en Palermo y en otras partes en esta ciudad, donde se le dieron bailes o a que él asistió, cada tanto tiempo se pedía una contradanza en obsequio del general.

Si retrocediésemos algo más y penetrásemos a la época colonial, encontraríamos aún otras clases de baile, como se colige del edicto de 30 de julio de 1743, en que el obispo don Juan José Peralta prohibió el baile llamado fandango, bajo la pena de ¡excomunión mayor!

Había varios maestros de baile, pero el de más fama, allá por los años entre 20 y 30, el más simpático y querido por los jóvenes de la época, era Espinosa, hijo del viejecito que tocaba el violoncelo en la orquesta del Teatro Argentino, y padre de Espinosa, conocido aquí hasta hace muy poco, como maestro de piano. Tenía en su casa una Academia de baile, donde noche a noche concurrían los jóvenes (no iban sino hombres), los unos a aprender, los otros a practicar y a pasar el rato.

Parecerá tal vez extraño a algunos, que haya sido necesario aprender a bailar, cuando hoy, no hay sino ir a las reuniones y aprender allí, aun cuando sea, ya pisando a la compañera, ya despretinando su vestido, ya confundiendo unas cuadrillas o lanceros; eso no importa, pronto salen bailarines de primera fuerza.