Buenos Aires desde setenta años atrás/Capítulo VII

Actrices. -Trinidad Guevara. -Error del Diccionario Biográfico Americano. -Matilde Díez. -Antonina Castañera. -Ana Campomanes. -Actores. -Velarde Ambrosio Morante. -Quijano. -Cossío. -Felipe David. -Culebras; sus anuncios in voce. -Marineros ingleses en el teatro. -Cultura del público. -Viera. -Díez. -Cáceres. -Casacuberta; su muerte. -Josefa Funes. -González. -Giménez. -Cordero. -Rosquellas. -Carlota Anselmi. -Zapucci. -Massoni. -Los hermanos Tanni. -Richiolini. -Vacani. -Primera ópera en Buenos Aires.

I

La lista de actores en una larga serie de años, tiene necesariamente que ser extensa; no merece ciertamente ningún buen servidor del público, ser relegado al olvido; sin embargo, y muy a pesar nuestro, sólo podemos consignar aquí algunos recuerdos relativos a un corto número de ellos.

Veamos lo que, respecto a una de las actrices más espectables, dice don José D. Cortés, en el «Diccionario Biográfico Americano»:

«Trinidad Guevara. - Artista dramático argentino. Artista por naturaleza y por sentimiento, Guevara ha sido durante muchos años aplaudido frenéticamente en los teatros de ambas riberas del Plata. Es considerado en su patria y fuera de ella como uno de los más notables artistas que en su género ha producido hasta hoy la América de origen español.»

En las palabras que anteceden hay algo de cierto, pero, o el señor Cortés ha sido víctima del cajista o él mismo ignoraba la verdad -equivoca el sexo de la pobre Trinidad, y la convierte en hombre.

Ahora diremos nosotros, que la hemos visto en el proscenio, lo que de ella sabemos. Trinidad Guevara, (primera dama), desempeñaba el rol protagonista en la tragedia y el drama. Era una mujer interesante sin ser decididamente bella; de esbelta figura, finos modales y dulcísima voz; pisaba con gallardía las tablas, y tenía lo que se llama posesión de teatro; había llegado a ser, y con razón, la favorita del público.

Refiérese de ella la siguiente anécdota:

Habiendo el padre Castañera atacado por la prensa a Trinidad, por usar en las tablas, según él, un medallón al cuello con el retrato de un hombre casado, esta señora se retiró del teatro; pero por instancias desistió de su propósito, y en su reaparición fue saludada con calurosos aplausos, dando a entender, sin duda, que el público nada tenía que ver con la vida privada.

Matilde Díez. -Hija del barba señor Díez; actor español mediocre. Era ésta lo que puede llamarse una hermosa mujer; alta, algo corpulenta, pero bien formada, era todo, menos actriz. Convencida, como parecía estarlo, de su hermosura, no se empeñaba en estudiar; jamás sabía su papel, ni entraba en él; los pasajes más patéticos, ni la conmovían ni la afectaban en lo mínimo; asimismo era un adorno en la escena.

Antonina Castañera. -Cuando la conocimos en las tablas era ya cuarentona y desempeñaba el rol de madre, de tía, y algunas veces, de Condesa o de Marquesa. No hay duda que era hábil; sin maestros, sin modelo que imitar, todo lo debía a su talento natural. Antonina trabajó, por lo menos, hasta el año 25; ignoramos cuándo empezó.

Ana Campomanes. -También de más de cuarenta años, fea en grado heroico; desempeñaba papeles secundarios con bastante desenvoltura, particularmente los de criada de confianza, que son las que manejan la intriga. Cantaba, pero tenía una voz cascada y chillona: asimismo era la encargada de las tonadillas de origen español. Su utilidad, sin embargo, en una compañía dramática, no admitía duda.

Había otras varias actrices de distintas épocas, de las que poco o nada tendríamos que decir, habiendo, no obstante, algunas de mérito, pero de las que nos es imposible ocuparnos. Josefa Salinas fue una de las actrices fundadoras del teatro de Buenos Aires, como también la Navarro.


II

Los actores de los primeros tiempos eran Velarde, Ambrosio Morante, González, Quijano, Culebras, Cossío, Felipe David, Viera, Díez, Malpica, Godoy y otros de segundo orden que se iban sucediendo; más adelante tuvimos a Cáceres y Casacuberta, verdaderos artistas; otros muchos que no permanecieron sino poco tiempo en la escena y, por consiguiente, no dejaron recuerdos muy duraderos.

Velarde. -(Primer galán), alto, de buena figura, pero sin elasticidad en sus movimientos y acción; a extremo que al verlo desempeñando el rol de Conde de Almaviva, en el Barbero de Sevilla o la Precaución infructuosa, un crítico de aquellos tiempos decía que más bien debiera llamársele Conde de Almamuerta. A pesar de esto, era simpático, había una modulación dulce en su voz y descollaba en los roles sentimentales; sus diálogos amorosos con Trinidad enternecían, y más de un pañuelo perfumado enjugaba con disimulo los ojos de no pocas bellas. Sus modales eran finos, pero, como sus compañeros, carecía de escuela.

Ambrosio Morante. - Nativo, creemos del Perú; venía de Chile, en cuyo teatro había trabajado. Era grueso, de baja estatura y de tez morena; grave, de voz sentenciosa; tenía posesión de teatro, pero su figura no predisponía en su favor. Una de sus piezas favoritas era el Duque de Viseo, pero su verdadero caballo de batalla era Misantropía y arrepentimiento. Como trágico, no sobresalía. Trabajó, por lo menos, hasta 1822.

Quijano. -Tenía talento natural; poco o ningún estudio; poseía el don de imitación: era lo que puede llamarse un actor general; lo mismo era para él lo serio que lo cómico, tanto le daba representar un personaje conspicuo en una tragedia como tener el último papel en un sainete. Por fin, cantaba, bailaba y aparecía en todos los roles imaginables, sin que pueda decirse que fuese decididamente malo en ninguno. Quijano era oriental.

Cossío. -Apareció en el proscenio Argentino más o menos por el año 23; venía de Montevideo y durante algunos años atendió por temporadas al teatro de ambas riberas, pero parece que daba preferencia al nuestro; su porte era bueno, regular en el drama, pobre en la tragedia, pero miembro indispensable en una compañía de aquellos tiempos.

Felipe David. -(Primer gracejo). Porteño. Este hombre, sin estudio, sin modelos que imitar, poseía dotes especiales; sobresalía en la mímica. Era el amigo predilecto del público que le dispensaba hasta ciertas libertades que a otro, o aun a él mismo, en otras circunstancias, no habría tolerado.

Bastaba ver solamente a Felipe en la escena, para que se pronunciara la hilaridad; antes que dijera una sola palabra, la risa se hacía general. Era extremadamente delgado y de figura raquítica; las pantorrillas (si es que merecían semejante nombre), parecían palillos; tenía una fisonomía particular sin ser desagradable.

Durante su carrera teatral, llegaron de tiempo en tiempo algunos graciosos pertenecientes a compañías españolas, pero no obtuvieron el favor del público; sólo después de la desaparición de Felipe llegó a aclimatarse en el país y a gustar el estilo de éstos. El de David, especial, nativo, diremos así, estaba tan arraigado, era tan nuestro, que el público difícilmente podía acostumbrarse a otro, aunque le fuese superior.

En los sainetes, como es de suponer, Felipe David era el héroe; y a fe que en algunos no dejaba que desear. Por ejemplo, entre otros varios, el público no se cansaba (a pesar de repetirse con mucha frecuencia), de oírle en Los tres novios imperfectos, en el que desempeñaba el rol de tartamudo y cantaba tartamudeando, acompañándose en el arpa, una canción de serenata a su novia que principiaba así:

En el tiempo de Mari-Castaña,
una vieja solía cantar:
a unos pollos chucurrutitos
que corrían por su corral.


Luego concluía cantando como gallo, después de darse una palmada en el muslo, imitando el ruido que hace este animal con el ala cuando canta.

Los muchachos de la contraseña y cierta clase de concurrencia festejaban el chiste con estrepitosas carcajadas, no dejando al fin de asociarse la parte más sería.

Felipe estaba muy bien en ciertas comedias en que representaba el payo, el criado, un escribano o un alcalde de la antigua España, en cuyos roles el objetivo era el ridículo; pero si alguna vez (como tenía que suceder donde el personal era limitado), se le encomendaba un rol serio, era imposible que guardase por mucho tiempo la circunspección debida, y a poco andar se deslizaba alguna chuscada, las más veces de su propia invención, estimulado por la predisposición del público a festejarla.

Luego apareció otro actor cómico, también hijo del país: Cordero; era como David muy delgado, pero más alto. En sus acciones y movimientos era imitador servil de Felipe, verdad que fue su único modelo; más tarde mostró alguna originalidad y obtuvo aceptación.

Culebras. -Era oriundo de España; su lenguaje castizo, pero su figura no le favorecía; la cara, como todo su cuerpo, sumamente delgada, los ojos pequeños y aun creemos que había cierto grado de estrabismo. El público, a pesar de sus defectos físicos, lo apreciaba por sus modales finos, pureza de lenguaje y estilo; tenía buenos conocimientos y fue por muchos años director de escena.

Existía la costumbre de proclamar in voce la función próxima y era Culebras el encargado de hacerlo. Caído el telón se presentaba este señor en alguno de los entreactos, en el espacio que mediaba entre el telón de boca y la fila de luces y allí anunciaba empleando más o menos la siguiente fórmula: -«¡Respetable público! El martes se representará el interesante drama en tantos actos o la tragedia tal, terminando la función con un chistosísimo sainete.»

Este anuncio era invariablemente seguido de una descomunal gritería y algazara por los muchachos (que siempre lograban entrar por medio de las contraseñas), y aun de algunos grandesitos, vociferando: ¡Culebras! ¡Culebras!... ignoramos el origen de esta broma de mal gusto.

Fuera de este pequeño incidente nada ocurría capaz de perturbar en lo mínimo; en efecto, el orden que se observa en nuestros teatros es digno de llamar la atención y ya desde aquellos años se hacía remarcable. Un escritor inglés de entonces, decía:-«El teatro de Buenos Aires a este respecto, podría servir de ejemplo para aquellos países más avanzados en cultura.»

El mismo, cita como excepcional el siguiente incidente. «De tiempo en tiempo, dice, suele colarse al teatro uno que otro marinero inglés; pero como no entiende el idioma, pronto cambia de escena y se va a la taberna. Dos de éstos se hallaban una noche en el patio y hacían sus observaciones en inglés y en alta voz; los concurrentes, atraídos por la novedad, reían a descostillarse, pero no así la policía; los celadores (hoy vigilantes), trataron de sacarlos a la calle; Jack protestaba, gritando que había armado más de un barullo en los teatros de Liverpool y Portsmouth, sin que a viviente alguno le hubiese ocurrido molestarlo y maldecía una libertad semejante a la de Buenos Aires.

»Ayudó -continúa el escritor-, a sacar pacíficamente a mis curtidos (weather beaten) compatriotas, quienes por otra parte, parecían dispuestos a ceder, pues que poco podían contra una policía armada de sable y bayoneta.»

Hecha esta pequeña digresión volvamos a la ligera reseña de algunos actores.


III

Viera. -Era hijo de una negra: tenía un hermano, o acaso medio hermano, negro también, que fue por muchos años tambor mayor de la banda de tambores de uno de los batallones de línea; él era mulato. Su trato atento y sus modales no dejaban que desear, y como se dice muy comúnmente el color no más le faltaba, o mejor dicho, le sobraba. Como actor dramático, poco tenemos que decir de él, pero lo volveremos a encontrar en la parte lírica.

Diez. -Padre de Matilde y a quien ya hemos citado, era lo que en las compañías españolas denominan barba. Hombre ya de edad muy avanzada era, sin embargo, bueno en la comedia y en el sainete.

Más tarde, como antes hemos dicho, tuvimos a Cáceres y Casacuberta. El primero vino de Chile; era un actor muy capaz, hombre educado y estudioso; le hemos visto sobresalir en varios dramas y lo recordamos aún hoy, con placer, en su rol de coronel en la Corona de laurel.

Casacuberta. -Vino después: tendría, según nuestros recuerdos, 35 o 36 años en la época en que le conocimos: sus palabras y sus maneras eran las de todo un caballero; su figura arrogante, y amaba el arte con pasión.

Hubo una época (fue en tiempo de Rosas) en que el teatro llegó a tal estado de decadencia que los artistas no podían absolutamente sostenerse y se vieron obligados a buscar temporalmente otros medios de subsistencia; entonces fue, que Casacuberta que tanto había brillado en la escena, hombre excesivamente delicado e incapaz de vivir sino de su trabajo honrado, se ocupó en hacer bordados de oro, entorchados, etc., para procurarse las necesidades de la vida: hacía entre otras cosas, divisas de paño y de terciopelo carmesí, con inscripciones en letras de hilo de oro.

Las vendía bien; pero quiso su desventura que al señor don Juan Manuel se le ocurriese declarar que sólo eran buenos federales aquellos que llevaban flotando una cinta punzó de media vara de largo, prendida por su parte media al lado izquierdo del pecho, con las palabras impresas en letra negra «Viva el ilustre Restaurador de las Leyes, Mueran los Salvajes Unitarios» o «Viva la Confederación Argentina, mueran, etc.»

Conservamos por muchos años una divisa delicadamente bordada en oro, con que nos obsequió el infortunado Casacuberta, hecha por él.

Era un excelente actor y lo reputamos (después de haber visto muchos desde aquel tiempo), inimitable en ciertas piezas, algunas de mi género tan opuesto como son «El gastrónomo sin dinero» y «Treinta años o la vida de un jugador».

Hemos visto en ambas piezas el rol de Casacuberta desempeñado por buenos artistas, pero nada que tan siquiera se le aproximase.

En cambio de lo que nosotros pudiéramos decir respecto a su mérito artístico, en que nuestras palabras serían siempre pálidas, preferimos transcribir un bello artículo que tomamos del Diccionario Biográfico.

Dice así:


IV

José Casacuberta

Artista dramático argentino. Murió en Santiago de Chile en septiembre de 1849, inmediatamente después de una representación de los Seis grados del crimen. Moliere, el padre de la comedia francesa, murió agobiado de fatiga después de la representación de Le malade imaginaire.

Casacuberta, más afortunado aun, ya que es fortuna para el artista sucumbir sobre la arena, murió deshecho, despedazado por un papel terrible. Su exquisita sensibilidad excitada más allá del grado de elasticidad que admiten las fibras humanas, no pudo reponerse del sacudimiento, y «el último laurel que el público le acordó cayó sobre un cadáver.»

Representaba Los seis grados del crimen. ¡Cuántas vibraciones debieron dar aquellos nervios para extinguir la vida, como las convulsiones causadas por el honghong, ruido con que los chinos matan a los criminales! ¡Cuán artística ha debido ser aquella organización para resistir la congoja y los furores de una muerte afrentosa, para morir víctima de sus emociones!

La naturaleza privilegiada de Casacuberta le echó en aquella noble carrera que coronó gloriosamente. Hijo de un bordador, éralo él también como Máiquez. Su naturaleza artística le había llevado a adivinar papeles imposibles para otros, y reiterados estudios sobre el sentido de esta o aquella palabra obscura, fijaban al fin su manera especial de traducirlas.

Esta escena del criminal escapado del carro, la había creado él, bordando la tela de Ducange con un cuajado de pasiones, de esperanzas desesperadas, imposibles, que se agolpan en un segundo a la cabeza de aquel infeliz.

Para el público que aplaudió aquella escena, que sintió todas sus pavorosas sublimidades, ver morir al actor fue la prueba de que el arte humano había dado la última nota de la pasión; puesto que las cuerdas del corazón se habían roto a fuerza de tirarlas. Murió así el artista, cediendo a las nobles aspiraciones del genio. Ha dejado incrustado en la historia del arte dramático de Chile, asido a su nombre, el suceso de este género más lamentable y ruidoso que haya ocurrido en América.


V

Varios otros artistas de ambos sexos, pudiéramos citar como la interesante joven actriz, Manuelita Funes, doña Josefa Funes, González, Giménez, etcétera, etc., pero no nos hemos propuesto dar una biografía general.

En cuanto a nuestra apreciación respecto de algunos, podría juzgarse apasionada o errónea si hubiésemos escrito en época en que ellos figuraban, pues no habríamos tenido medio entonces de formar juicio por la comparación; pero habiendo visto hasta la fecha mucho mejor y algo peor, creemos habernos puesto en condiciones de juzgar con mayor acierto e imparcialidad.


VI

Nos hemos detenido tanto en lo referente a nuestro teatro dramático, que sólo podremos ocuparnos someramente del modo de crearse la ópera en el país, sin entrar en mayores detalles.

El 28 de febrero de 1823, apareció por primera vez en las tablas del Teatro Argentino, don Pablo Rosquellas, castellano de nacimiento, pero residente por largo tiempo en Italia. Puede decirse que fue él quien nos dio los primeros conocimientos de la música italiana haciéndonos apreciar sus bellezas.

Rosquellas poseía la música como ciencia y la practicaba como arte. Su voz no era poderosa, pero sabía remediar ese inconveniente y suplir esa carencia con suma habilidad con los socorros de la ciencia, la mímica y aun por medio de la orquesta. Era de admirarse cómo con un ademán, un gesto, un movimiento; con poner la mano sobre el corazón, echarse ligeramente hacia atrás y abrir un tanto la boca, suplía una nota que no alcanzaba y que era hábilmente dada por la flauta o el clarinete en momento oportuno.

Había viajado mucho e indudablemente había reportado, inmensa ventaja de sus viajes.

Rosquellas empezó cantando la Tirana, el Contrabandista y otras canciones españolas.

Tenía buena figura, rostro simpático, ojos negros, grandes y expresivos; era muy apreciado y especialmente distinguido por el bello sexo.

En esa misma época llegaron algunos italianos, artistas líricos de mérito; la joven Carlota Anselmi, Zappucci y Massoni.

Carlota era entonces una niña que apenas contaba 12 años, de bello semblante y agradable voz.

Zappucci, bufo, maestro en su arte, pero muy inferior en todo sentido al inolvidable Vacani a quien pronto presentaremos al lector.

Massoni, director de orquesta (tal vez igual al mejor que haya venido al país); era un inteligentísimo profesor de violín, siendo su fuerte la ejecución de trozos difíciles, y parecía que más procuraba lucir por una dificultad vencida, que por la belleza de la pieza ejecutada; sin embargo, Massoni era tan maestro, había llegado a tal grado de perfección en su instrumento, que realmente no precisaba de tal artificio.

Viera, con una rapidez increíble, aprendió la música a fuerza de estudio y constancia, convirtiéndose en artista lírico muy útil en aquellos tiempos.

Con la llegada de Vacani empezó a abrigarse la esperanza de oír una ópera en Buenos Aires. Fácilmente se comprenderán las dificultades con que había que luchar para organizar, siquiera fuese medianamente, elementos tan poco adecuados. Así pasaron algunos meses, dándose algunas funciones en que cantaban arias, duetos, tercetos y acaso algún cuarteto, ausentándose, por fin, Rosquellas, en busca de artistas.

En junio de 1823, regresó y ya contábamos con la familia Tanni, Angela, María, Marcelo y a más un señor Richollini.

Ángela o la Angelita, como en aquellos días se acostumbraba decir, tendría creemos de 26 a 28 años; si la hemos adjudicado uno o dos años de más, no dudamos que ella disculparía nuestro error, sin embargo de ser ésta, como nuestros lectores saben, ofensa que no perdona mujer alguna. Maestra en el arte, daba una expresión particular de dulzura al canto; era de menor estatura que su hermana María. Esta, era de lindas facciones, bella figura, pero inferior a su hermana, como artista.

Richollini, tenía poca voz, pero era un verdadero profesor; su don Basilio podía reputarse como una especialidad.

Marcelo, tenía una voz dulcísima, pero en su figura era lo que se llama desgraciado.

Vacani, el incomparable Vacani, pronto se hizo el favorito del público: deleitó por mucho tiempo con el Molinero, el Maestro de Capilla, el Zapatero, el Viejo Militar, y sobre, todo con su aria de Fígaro. Su trato social, fuera del escenario, era ameno. Hemos visto muchas veces el Barbero de Sevilla desde aquella época, por grandes reputaciones líricas, pero no hemos vuelto a ver un Fígaro como Vacani; y creemos que muchos hay entre nosotros, que dirán otro tanto. En toda la presentación sostenía admirablemente su carácter festivo, gracioso, inteligente y activo.

Vacani, después de muchos años de ausencia, visitó nuevamente nuestras playas, pero muy deteriorado por los años y los trabajos. Volvió a pisar el proscenio, desde donde tanto triunfo había obtenido, pero deshecho, gastado, con la voz muy debilitada, conservando sólo su actitud y su gracia. Como es de suponer, fue recibido con entusiasmo y repetidos aplausos, por un público indulgente y que tanto lo quería, a pesar de ser ya sólo un débil reflejo de lo que había sido en sus mejores días.


VII

Tomaron de acá y de allá algunos italianos de diversos oficios y, luchando con ellos, los convirtieron al fin en coristas.

Así organizados, lograron dar algunas óperas, Tancredo, Otelo, Cenerentola, el Barbero de Sevilla, etc.

En esta última ópera el personal se distribuyó así:

  • Rosina Ángela - Tanni
  • El Conde de Altamira. - Rosquellas.
  • Don Bartolo - Viera.
  • Don Basilio - Richollini.
  • Fígaro - Vacani.


De aquí, como hemos dicho antes, nació el gusto por la música italiana; los señores Rosquellas y Vacani, como los demás profesores, tuvieron gran número de discípulas, muchas de las cuales, sobresalieron en el canto.

Nuestros lectores comprenderán que, ciñéndonos a los límites que en este libro nos hemos trazado, no podemos en muchos casos, dar sino ligeras pinceladas tanto sobre objetos como sobre personas, y que nos obliga a poner punto final a este capítulo.