Brenda/XXXI
El mar estaba tranquilo, terso, quieto como una costra de hielo; la barca inmóvil, con los remos caídos a las bandas; la atmósfera tibia. Allá en lo alto, entre sus ondas de luz, vagaban con las alas tendidas en círculos majestuosos algunas grandes gaviotas de pico dorado, cuyas notas vibraban claras y sonoras en el espacio límpido y sereno.
Cantarela se había sentado en una banqueta, junto a popa, de espaldas a la playa, débil y abatida.
Con el índice en los labios y la vista en la línea del horizonte, dejó transcurrir largos minutos, sin darse cuenta de la demora de Marcelo.
Parecía absorta en la contemplación de aquellos dos espacios azules, que la línea ideal confundía como una alianza de profundidades y misterios, entre el abismo y el vacío; pero, en realidad, estaba ella mirándose en su interior, donde también coincidían por otra línea ideal las soledades de su alma, con lo incierto de su destino. Su organismo trabajado por la dolencia, y su cerebro combatido por tantas emociones, la hacían pensar sin consistencia, de una manera extraña y fantástica, cual si todavía las visiones de la fiebre cruzasen veloces de vez en cuando, así como cruzan las últimas rachas de una tormenta renovando en el ánimo del marino los horrores del conflicto.
¿Se habría olvidado de ella Zelmar? ¡Qué hermoso se le aparecía el seductor, enmedio de sus penas! Quizás, a su regreso se arrepintiera. Si no fuese así... ¡qué cosas horribles pasaban por su cabeza! Se sentía tentada del delito. Un ángel negro que había visto en sueños, la había ofrecido una vez una redoma de cristal, con un licor rojo, y una espina afilada y aguda en forma de cuchillo.
De repente se estremeció todo su cuerpo.
La maroma se había desprendido del aro y entrádose un hombre en la barca, que apartose en el acto de la orilla, tras un empuje rudo y calculado.
Cantarela se puso lívida, y quedose inmóvil, sobrecogida por una sorpresa profunda.
Aquel hombre era Gerardo.
Estaba pálido, nervioso, la vista algo nublada y lánguida. Echose la gorra atrás, y empuñando los remos en silencio, azotó las aguas, imprimiendo a la barca un impulso poderoso.
La joven se levantó tambaleante, y alargó el brazo, mirando angustiada la ribera que se alejaba por momentos. Quiso balbucear un ruego y no pudo. Juntó las manos despacio, temblorosa, y alzó sus ojos al pescador con una expresión tan triste y suplicante, que éste dejó caer los remos un momento, y mirándola, más pálido aún, dijo con suavidad:
-Siéntate. Vamos a recoger la red corvinera no muy lejos, allí donde han de reunirse las otras barcas, y pronto daremos vuelta.
Cantarela se sentó más tranquila.
El pescador pasó por su frente un extremo del pañuelo que llevaba ceñido a su cuello robusto; y callado, rígido, volviendo la espalda a la joven, dio expansión a un intenso sollozo, levantando el puño al cielo.
Cantarela volvió a temblar.
Gerardo oprimió con fuerza los remos, y la barca siguió deslizándose con pasmosa rapidez hacia el levante.
A intervalos, él se inclinaba a una de las bandas, disminuyendo el esfuerzo, como si se sintiera languidecer por grados. Después proseguía la maniobra con nuevo ahínco. Cantarela observaba el acompasado movimiento de los brazos y de las palas, sin desplegar los labios; la invadía una zozobra inmensa, y pensó que nunca había ella sospechado un tormento parecido. De pronto, ya muy apartados de la orilla, Gerardo volvió el rostro, cubierto siempre de una palidez extrema, y murmuró:
-Marcelo me pidió que lo disculpase. Tenía que guiar otra barca, que ha de juntársenos en breve. Me dijo dónde estabas, y allí vine... ¿Te ha disgustado esto?
-¡Oh, no!...
Una sonrisa esforzada se dibujó en los labios del pescador, que siguió bogando con brío alguna distancia.
No muy lejos de la costa, por la parte del este, y delante de la embarcación, veíanse ya cerca varios botes solitarios, de que partían los cabos que sujetaban la red.
Gerardo condujo la barca a un espacio intermedio y largó los remos.
Enjugose las sienes, y pasose por la boca el pañuelo, respirando con ansia las emanaciones salinas. Luego dijo:
-Yo quería acompañarte. Marcelo se oponía, porque no estaba yo hace días bien de salud; pero insistí... El verte y hablarte, con ser una amargura, se me hacía gustoso. Tú te pareces a un cuchillo que está en la herida hasta el mango, y que al salirse se lleva también el último aliento. Por eso te miro con placer y no quiero arrancarte de la entraña que has partido, y te acaricio, para que me dejes vivir un poco más.
-¡Por favor!
Gerardo fuese adelantando paso a paso, y se sentó junto a ella, sin responder. Su cabello lacio, largo y negro le caía sobre la frente y ojos, húmedo y enredado, velando la mirada torva y huraña. En su semblante todo, varonil y enérgico, se esparcía espesa sombra de horrible desaliento.
Hallole Cantarela desfigurado, melancólico, fatídico, no pudiendo menos de experimentar fuertes sensaciones de inquietud y congoja.
Por doquiera la extensión desierta, la soledad, el silencio, sólo interrumpido a ocasiones por el leve ruido de los alegres saltos de los pececillos en torno de la barca: ningún indicio se ofrecía que anunciara aun, a la distancia, la venida de los otros pescadores.
Dirigiose entonces, con la vista desolada, hacia la costa, que se perdía en curvas a lo largo del lontananza con sus orlas de arenas y peñascos; alcanzando a distinguir sobre la loma verde que se destacaba detrás, uno que otro jinete lanzado al galope, cuya figura concluía por desaparecer en las laderas de las cuchillas, al son quizás de algún aire alegre de la tierra. La luz del sol, viva y deslumbrante doraba los trechos de playa circundados de granitos, quebrándose en el manto de intensa blancura que en los médanos formaba con su plumaje, una legión de gaviotas. Sobre una res muerta en la barranca se abatían los gavilanes en grupos, disputándose los sitios de preferencia en el festín, entre lúgubres chillidos.
¡Ninguna esperanza por allí!
Al frente, en la línea del horizonte, distinguíanse puntos oscuros a flor de agua, que desfilaban en batalla mar adentro, que eran manadas de delfines escoltados por algún albatros vagabundo; y muy cerca, a pocos metros de la barca, se veía cierto hervor extraño y continuo que ampollaba la superficie, como si debajo se deslizaran fugaces chocándose en tumulto, multitud de peces, de los que más de uno surgía del elemento, brillando con lúcidos destellos en el aire para sumergirse de nuevo en rápido chapuz.
Por un instante, creyó Cantarela que Gerardo observaba con interés los progresos de aquel desorden submarino; pero, notó bien luego que no era el enjambre turbulento con su rica variedad de especies, lo que embargaba su ánimo.
El pescador la había mirado con fijeza obstinada por entre el pelo revuelto semejante a un jirón de luto; y ella había sentido el rigor acerbo de aquel duelo, al recordar su propia desventura.
¿Por qué creer que su pena era mayor?
Gerardo sacudió la cabeza, cual si quisiera imponerse al amago de un vértigo y dijo al fin, con acento de amargura:
-Sabes cuánto te quise... El pobre timonel soñaba siempre contigo aun bajo la niebla de la borrasca y el rebramido del trueno; linda estrella que alumbrabas la misma noche oscura y el derrotero del barco, allá en el agua profunda del cabo, jugando en ella como una platija... ¡Mira que yo era crédulo y bruto!
Se acercó más a la joven, sacando el busto fuera de la borda, y poniendo su mano curtida, trémula en ese instante, sobre las rodillas de Cantarela. Ella puso las suyas en su brazo, separándosela con un movimiento brusco y enérgico.
La mano cayó pesada a un flanco, y un relámpago de ira brilló en el semblante del pescador.
-Este aire del mar te hará bien -añadió reprimiéndose.
Te siento estremecer... No tengas miedo. En la tormenta que está en mi cabeza, no hay ningún rayo para ti; que todos ellos me han de partir el alma sin dañarte.
Y la miró febril y sombrío. Sus palabras eran lentas y fatigadas; su expresión estúpida y salvaje.
-Ganas tengo de darte un beso...
De tus ojos sale una luz parecida a la que viene a veces de lo hondo del agua. ¿Por qué los bajas?...
¡Si tú supieras cómo algo se me ha roto dentro, y quiere saltar por los míos, como los peces de esa red!... que nunca he sentido esta ansia de llorar sin poderlo, cayéndose el llanto en las entrañas cual espíritu fuerte que se enciende y me quema el corazón
-¡Gerardo, por piedad! -prorrumpió Cantarela con voz ahogada.
No obtuvo ya respuesta. La diestra del pescador se alzó lentamente, abierta y sudorosa, para volver a caer con el peso del plomo sobre la falda de la joven.
Ella miró aquella mano con terror.
El rostro de Gerardo fue poco a poco demudándose. De improviso, tras una violenta sacudida, sus párpados se cerraron, y la cabeza cayó sobre el pecho, vencida al parecer por un dolor agudo. Sucediose un temblor, y luego una especie de letargo.
Enmedio de profundos sobresaltos y fúnebres presentimientos, Cantarela tocó su mano. Estaba fría.
Volvió entonces a llamarle con un grito de angustia; Gerardo continuó mudo e inerte.
-¡Qué horror! -exclamó a voz herida-. ¡Y nadie viene!
Nada en efecto, había cambiado en el solitario panorama; el resplandor del sol se dilataba en la superficie en inmensa llamarada, y en la altura se cernían los audaces cormoranes repitiendo sus monótonas quejas como una música funeral. La vista casi extraviada de la joven alcanzó, sin embargo, a percibir dos puntos negros hacia el sur, que eran sin duda los barcos de Marcelo y Carolo; pero, cuán lejos se veían todavía. El auxilio iba a llegar tarde.
¿Qué pasaba por Gerardo? Lo ignoraba; no sabía que su mal extraño era efecto de la pasión infeliz, y que aquel desvanecimiento siniestro era prólogo de una tragedia.
Presintió no obstante, alguna cosa espantosa, y arrepintiose de haber accedido a embarcarse. ¡El abismo parecía abrirse a sus pies!
Llamó a Gerardo por tres veces, frenética, y arrojó a su semblante lívido un poco de agua amarga.
El pescador en ese momento echó atrás la cabeza, lanzando su gorra al mar; las pupilas se contrajeron, dobláronsele los miembros con fuerza y los músculos adquirieron la dureza del hierro; crujió la dentadura cual si desmenuzara un vidrio, y su mano derecha levantándose temblorosa y crispada, se asió del cuello de la joven, con la presión de una tenaza.
Cantarela lanzó un quejido sofocado, y fue atraída vigorosamente.
Ocurrió entonces algo pavoroso.
El robusto cuerpo de Gerardo, presa de convulsiones epilépticas, dio un salto en la banqueta, levantando con él a la infeliz que se agitó desesperada en el vacío, y ambos rodaron con sordo golpe al fondo de la barca. Allí, la lucha fue lúgubre y horrible. Gerardo se había mordido la lengua dando un rugido; de sus labios violáceos brotaban bocanadas de sangre y espuma; los dos cuerpos se revolvían entrelazados, chocándose con furia en los maderos, y la mano poderosa seguía ceñida a la piel, como un resorte férreo, bajo las contorsiones supremas de la víctima, por cuyos ojos fuera de órbitas y abierta boca, parecía escaparse la última esperanza.
Con todo, ella había sentido renacer sus fuerzas en aquel lance espantoso; y obluctaba con una energía increíble, pretendiendo arrancar con sus dos manos del cuello los dedos acerados.
Pareció de pronto que iba a seguirse una ligera tregua al combate horrible.
Pero inmediatamente, tras de un segundo de sosiego, Gerardo alcanzó enmedio de convulsiones formidables la banqueta, arrastrando a Cantarela; cogiose de la borda con la nuca, hasta hacer inclinar la barca; su tronco atlético formó como una arcada de puente, y a un empuje de los pies apoyados en el fondo, entre las barras del lastre, los dos cuerpos cayeron al mar.
No se oyó ningún lamento. Grandes burbujas surgieron de la superficie, enmedio de círculos concéntricos; y momentos después, recobraba su aspecto sereno el agua profunda.
Seguían, en tanto, aproximándose los dos botes tripulados por cinco pescadores. En uno de ellos venían Marcelo y Carolo. Estos apuraban la marcha, hundiendo con vigor los cuatro remos, cuyas palas al levantarse deslizaban una lluvia de vívidos cambiantes al resplandor solar; halaban, uno sentado y el otro de pie, sin darse tregua, como si hubiesen distinguido a lo lejos la lucha y el desastre, impacientes y sudorosos. Y así era, en efecto. Ellos habían presenciado la caída, con su vista de albatros, y un grito de estupor había escapado de sus pechos. Vieron también agitarse en el aire el vestido de Cantarela como una vela suelta, y sobrenadar luego un segundo, siempre adherida al cuerpo del formidable timonel. ¿Cómo llegar a tiempo?
-¡Gran naufragio! -barbotó Marcelo rugiente.
-¡Hala por los remos! -aulló Carolo sofocado.
Y la barca arrollaba las aguas con la velocidad de una ráfaga. Los que bogaban detrás oyeron la voz, desplegando al unísono pujante esfuerzo. ¡Afán estéril!
Carolo y Marcelo llegaron los primeros a la barca de Gerardo, que se había mantenido inmóvil, junto al bote estacionario. Estaba éste inclinado por la banda de babor, como atraído hacia el seno de las aguas; el cabo unido a la relinga de la red aparecía fijo y tirante; los grandes corchos correspondientes a la cuerda de cáñamo hundidos a una profundidad considerable, e iguales boyas de otros costados, en todo el largo de su línea, se sumergían por intervalos, cual si las mallas soportasen el peso de una roca. En la banqueta y lingotes de hierro de la barca de Gerardo, podían verse manchas de sangre revuelta con espumas.
Ante aquellas huellas terribles los pescadores se miraron consternados, y Marcelo, cruzándose de brazos, lanzó una especie de alarido.
Carolo, que se había quitado las ropas, miró el agua.
Los aguamares con sus babas blancas y rojas, flotaban por doquiera en el haz apacible: ni un indicio denunciaba el sitio de la inmersión. El pescador, con todo, púsose la mano en el cráneo, y se lanzó a lo hondo como una saeta.
De la segunda barca cayó otro cuerpo al mar.
El resto quedó en silencio, abrumado el ánimo por la catástrofe, fijos los ojos en el líquido agitado, cuyos remolinos se extendieron hasta el centro de la red.
Momentos después, los dos pescadores reaparecieron en la superficie. Carolo volvió a sumergirse; el otro subiose al bote, con desaliento. No había encontrado nada, sino peces en tumulto.
La ansiedad crecía, cuando de improviso Carolo surgió de nuevo junto a la barca, despidiendo agua por boca y fosas. Traía la vista irritada, y venía pálido en extremo.
-¡Ahí están! -dijo con acento lúgubre.
Marcelo aprestose a desvestirse; pero el pescador lo detuvo con una seña. Se entró en la barca, respirando con fuerza algunos instantes; y agregó:
-No es preciso... Vamos a recoger la malla.
Minutos después, los pescadores callados y sombríos, retiraban la red con lentitud, estrechando el círculo con las barcas, sin preocuparse del enjambre de brótolas y lenguados que ascendía aleteando y revolviéndose enmedio de los más brillantes reflejos. La red debió aglomerar un número mayor de peces que el que aparecía a la vista; pero, la caída de los dos cuerpos hundiendo una de las relingas, había facilitado la fuga de las corvinas. Hubo que extraer la pesca en parte y dejar libre una gran porción de ejemplares pequeños de aquella fauna moteada de oro, plata, rubí y violeta, para asir los cadáveres de Gerardo y Cantarela.
La mano terrible no oprimía ya la garganta de su víctima; pero los dos cuerpos estaban unidos: los brazos de Gerardo estrechaban contra el suyo el busto de la joven, que tenía el rostro escondido en su cuello y suelta la profusa cabellera negra hasta envolver la cabeza del desventurado como un fúnebre crespón.