Preocupado estaba Raúl delante de planos diversos extendidos en su mesa de estudio, pocos días después de lo que queda relatado, y a la hora habitual de sus tareas.

Exigencias de su profesión le retuvieron toda la mañana en la ciudad, destinando unos buenos momentos a su amigo Bafil, con quien compartiera el almuerzo y mantuviese animadas conversaciones sobre asuntos de interés. Había recibido Raúl una carta de Río Grande, en que la empresa constructora le pedía tratase de ponerse en viaje en esos días, asignándole quince de espera a lo sumo, en virtud de haberse resuelto la iniciación de los trabajos de movimiento de tierras y nivelaciones para fines de mes, y ser indispensable su presencia como director de los que debían practicarse en una zona determinada.

Se estaba a principios de diciembre, y desde luego podíanse aprovechar bien los días de plazo acordado. Los amigos convinieron en realizar símultáneamente su respectivo viaje, para volverse a encontrar en Montevideo en la primera quincena de febrero, si, como creía Zelmar, no se oponía obstáculo alguno a su solicitud presentada a la Facultad, que contaba con el valioso apoyo de muy influyentes personas, en el sentido de abreviar el término en que debería someterse a prueba. Laboriosa y difícil era ésta, por cuanto tenía que rendir exámenes parciales en varios días consecutivos, y luego el general y de tesis, con arreglo a las severas formalidades que rigen el profesorado y consagran el título de hombre de ciencia.

Por su parte, Raúl presumía verse libre en ese lapso de tiempo, prometiéndose multiplicar su actividad para conseguirlo. Sabemos bien que a este respecto el propósito no podía ser más firme y sincero; a juicio del joven, todo estribaba en la observancia de una especie de procedimiento logarítmico. La simplificación posible en las operaciones más arduas y complicadas, con éxito completo, era, a no dudarlo, uno de los progresos matemáticos... especialmente en este caso, en que la regla debía tener dura aplicación. Cierto es que en estos cálculos, el ingeniero no se preocupaba mucho de Neper, ni de los tabularios de Briggs o Vlacq: sencillamente ponía su criterio científico al servicio exclusivo del corazón, verdadero logaritmo hiperbólico, tratándose de esos «medios proporcionales» que se llaman pasiones o impulsos irresistibles, según el mayor o menor vigor del músculo noble.

De muchas cosas habían hablado los jóvenes, sin reserva, a no ser para las del sentimiento. Sin ofenderse el de la amistad, los demás pueden a veces replegarse delicadamente a semejanza de ciertos pétalos de flor, en extremo susceptibles, hasta tanto la mano cariñosa no adquiera la misma suavidad de la hoja. Con este motivo, Zelmar había dicho, entre una y otra ocurrencia frívola:

-Me ocultas algo, porque noto que no eres el mismo...

-Y tú también.

Los dos amigos se habían reído en silencio, como una promesa tácita de descubrirse en oportunidad, sin insistir más al respecto. Como Raúl recordase a Areba Linares, en uno de los giros de la conversación, con el interés natural que inspira una persona de mérito, Zelmar había replicado tranquilamente:

-Pronto la conocerás. ¡Oh, eterno femenino! El lunes se baila en lo de Stewart, te refresco la memoria. Aparte de la mecánica insulsa de la danza, ¡qué gratos instantes de expansión! Me los reservo, y te aseguro que has de pasar por entre los tules de fantasía de mi jolgorio... Mira, Raúl: que no se te ocurra abordar formalmente a Areba: te lo digo con la misma licencia con que me permito sazonar el pastel por medio de esta copa de jerez viejo... Sería igual que tú echases tus rieles sobre un puente sospechoso... La habilidad estaría en que tendieras un hilo eléctrico que pasara por encima, rasando, de manera que ella sola sintiera el vibrante rumor del acero zaherido por el viento, sin recoger ni una frase que le diera luz... Ya me entiendes: ¡es un fondo que asusta! Muchas ingeniosas intrigas brotan de ella, mansas, casi imperceptibles, hilos de agua que nacen quién sabe en qué ojos escondidos de la tierra; pero Julieta Camandria es el órgano caracterizado, como si dijéramos el hilo fino y plateado convertido en raudo que salta bullicioso y golpea a la piedra del escándalo, hasta repercutir en la trompa más rebelde... ¡Deliciosa e incomparable Julieta! En lo que no puede revelarse, está su fuerte; el día en que no hubiera secretos, se moría de nostalgia... ¡Cuidado Raúl, que ella o la otra se haga la ilusión de descubrirte alguno, o de inventarlo al menos, para rodear tu personalidad de una atmósfera ficticia!

Algo turbaron el pensamiento de Raúl estas y otras frases, proferidas con la más marcada sencillez y amistosa afabilidad, y por largas horas conservó en el fondo cierta inquietud mortificante que no le era fácil desvanecer. Tentado estuvo de comunicarse con entera franqueza, a condición de que su amigo le aclarase los oscuros conceptos, que hallaban su espíritu tan bien preparado para engendrar dudas y sospechas; pero la discreción, que era una de las cualidades notables de su carácter, le aconsejaba guardar todavía algún tiempo el secreto que Bafil no tardaría, por otra parte, en adivinar o descubrir, si es que ya contra sus designios, no había levantado una punta del velo.

Agitábase el joven ingeniero en estas ideas, doblando y extendiendo planos en su mesa, con una excitación nerviosa que no le permitía aislarse y quedarse a solas con las rectas y curvas, líneas y cálculos, demasiado fríos y rígidos para conformarse con el demonio interior o familiar, entretenido en los instantes de que hablamos, en bosquejarle paisajes con pincel de luz, encantadores y atrayentes, poblados de imágenes extraterrestres de alas blancas que se movían esparciendo perfumes desconocidos al mundo, como las del ángel de Milton, en redor de otra imagen de cabellera luminosa, cuyos ojos parecían hechos con el azul profundo que resalta en ciertas noches sin luna serenas y estrelladas del estío.

Y cuando por una volición enérgica lograba que su vista percibiese clara y distintamente algunos puntos señalados en un mapa de la provincia brasilera, sin perderse en la enmarañada trama de los ríos, villas, ciudades, serranías, lagunas y accidentes, tan confusa y entretejida como una selva virgen toda enroscada por lianas gigantescas, entonces escribía algunas notas y apuntes, y buscaba en el estante con mano firme y cierta, textos de consulta y cuadernos de diseño, reconcentrado con toda gravedad en el helado tema matemático. Pero, a semejanza del jugador de ajedrez, que coge una pieza por otra y la sienta, sin apartar la vista de aquella cuyo ataque se presume en la táctica del gambito, aconteciole una vez que sin mirar los rótulos para no distraerse de cierta asociación de ideas, alargase la diestra con la firmeza que da el hábito, extrayendo en lugar del que quería, un elegante y lujoso volumen impregnado de olor muy distinto al que exhalan los sesudos libros de ciencias exactas, por lo común de encuadernación sólida y prosaica como su contenido.

Lo apoyó sin poner atención sobre la mesa, y cual si obedeciera al roce de sus dedos, abriose el volumen por la página en que debía, hiriendo entonces su vista una flor de madreselva en ella adherida por la última humedad de su jugo y la presión de las hojas; sin perfume y ya marchita, pero intacta y venerable como un recuerdo indeleble. ¡Indiscreto volumen!

Contenía las poesías de Petrarca, el gran precursor del lirismo moderno y el estro más melódico del soneto, en cuyos versos el sentimiento del amor y la pasión del patriotismo se elevan a un tono que superan al gusto de su época. Se conocía al primer golpe de vista que sus páginas no habían sido vueltas con mucha frecuencia, y esto habría resaltado abriendo las poesías de Foscolo y de Leopardi que ocupaban el puesto inmediato en el estante; pero fuere casual o de intento, la flor de madreselva distendida, había dibujado su forma con tintes amarillos y purpúreos sobre una composición que terminaba con estos versos:

Ove sia chi per prova intenda amore,
spero, trovar pietá, non che perdono.

No pudo menos Raúl de contemplar con placer el dulce recuerdo, y de fijar algunos instantes su atención en los versos con marcado interés... Los planos se convirtieron bien luego en líneas confusas y perdidas, bajo la mirada vaga y pensativa; una de esas miradas sin expresión ni luz, en que los ojos parecen haber vuelto las pupilas hacia el interior del cerebro, absortas en algún cuadro de magia esbozado en la cúpula y mantenido por un exceso de fluido nervioso, con todo el vigor del colorido y la frescura de las imágenes de un lienzo ideal.

Las manos inquietas empezaron por enrollar un plano; luego otro; después el mapa; y por último cerraron el libro, despacio, con cuidado, cual si temiesen estrujar una ilusión.

Levantose enseguida Raúl, y estuvo mirando largo tiempo por la ventana.

Declinaba el día, nublado y ventoso. Ráfagas tibias, cual si hubiesen pasado por un foco incandescente, sacudían con ruido monótono las ramas del ombú y se entraban veloces al gabinete, oreando la frente del joven y haciendo remolinos en su cabello. Pero aquellas ráfagas, verdaderos resuellos de fuelle, sólo se producían a intervalos, presagiando una calma profunda.

Apartose él de allí.

Algunos minutos después cruzaba a paso lento la arboleda, y seguía a lo largo del seto, hacia la choza. Sólo una vez puso los ojos en la quinta de Nerva, sin detenerse, y lo fue para experimentar una impresión agradable. Brenda le había visto desde el sendero de los manzanos. Daba el brazo a la anciana y caminaba con la cabeza erguida y ese aire de severa dignidad que la mujer emplea para ocultar alguna sombra importuna, o mirar de más alto algún detalle insignificante para otros ojos que los suyos.

Pronto llegó Raúl a la choza, en donde, como de costumbre, después de medio día había resonado implacable la marimba. No estaba Zambique en ella, presumiendo el joven que a esa hora se encontrara inclinado sobre ciertas plantas predilectas limpiando sus hojas y dispensándoles generoso riego. Sentose en un banco rústico de madera, cuyos pies estaban sólidamente encajados en el suelo, y esperó.

Este banco se descubría apenas entre un enjambre de guías de enredaderas silvestres que envolvían al elevarse algunos de sus anillos en el glauso follaje de los agaves, y dejaban flotar más de uno de sus extremos a merced del viento. Delante se mecían en sus tallos combados por el peso grandes dalias amarillas y punzoes, lujosas y sin esencia, como las frágiles vanidades. A la izquierda se abría una calle de eucaliptus que guiaba al estanque, formando allí una plazoleta circular, para extenderse más allá en línea recta hasta la gran puerta del edificio que daba paso a la quinta.

Calmábanse las ráfagas del este; el aire estaba denso y caliente, el cielo cubierto de nubes plomizas, y enmedio de la siniestra serenidad reinante las golondrinas rasaban el suelo; volvían las abejas en tumulto a la colmena, y los pececillos del estanque saltaban sobre la superficie, como aturdidos, anunciando de consuno próximos fenómenos atmosféricos.

Raúl se encontraba demasiado sometido a las tiranías del sentimiento, las únicas que se soportan sin protesta y se arrostran sin humillación ni pena, para preocuparse mucho de lo que ocurría en las alturas, en esos instantes. Ansiaba ver a Brenda.

Por dos veces se asomó a la calle de eucaliptus para inquirir algo a la distancia, con el corazón palpitante, poseído de la impaciencia que hace rebosar al deseo y aumenta la excitación de ánimo. No se veía su falda en el sendero enarenado.

Así transcurrieron algunos minutos.

Decidíase a aproximarse al estanque, cuando de súbito su mirada irradió de satisfacción, permaneciendo inmóvil en su sitio de espera.

Brenda acababa de aparecer seguida de Zambique, saliendo de entre los árboles por un flanco, más bella y seductora bajo aquel cielo gris y tristemente envelado, como si en su cabeza adorable llevase un nimbus luminoso que dorara todos los objetos alrededor.

Escapó al joven una exclamación vehemente y apasionada:

-¡Qué hermosa surges, mi bien!

Oyole ella, y avanzose esbelta y levantada, con ese paso rimado y gallardo que descubre todo el pie y hace ondular la cabellera en el cuello de rosa y perla. Risueña, un tanto pálida y trémula, le extendió su mano, diciendo:

-Está vendada, no la oprima usted mucho. ¡Cuántos días que no veía a usted, señor Henares!

Cogió Raúl aquella mano, cubierta en efecto en parte por una pequeña venda, y sin pronunciar palabra la llevó a sus labios en un arrebato, que no le hubiera sido fácil reprimir. Quiso ella retirarla, pero él la retuvo, acercola a su corazón y puso encima sus dos manos, mirándola con profundo deleite.

-¿Qué hace usted?

-Probar con esos latidos que la he extrañado yo mucho más.

-¿Más?... Si fuera cierto...

-¿Qué?

-¡Cuánta dicha! Como ahora está, estuvo estos días el cielo para mí.

Raúl acercó su rostro al de Brenda.

-Triste como vese el cielo, alumbra ahora un sol toda mi alma y la enardece.

Zambique sin mirar para nada aquella escena, inclinose con la mayor calma, recogió un pico delgado de carpir, y pasó muy cerca de los jóvenes, lenta y sosegadamente. Para él, parecía no haber nadie allí.

Al entrarse por la calle de eucaliptus, cuando estuvo seguro de no ser visto, parose temblando, dilatáronse sus gruesos labios con una mueca rara, cerráronse sus ojos, y brotó de su boca una especie de quejido ahogado. Restregóselos luego con el brazo, empuñó el pico y siguió su camino, cantando su aire africano con una expresión extraña e indecible de melancolía y de contento.

En tanto, decía Raúl:

-¿Cómo tuvo usted esta pena?

-No fue mucha, pero al principio me hizo sufrir. Vea usted. Cuido un jazmín con esmero: todos los días lo visito, y al siguiente de nuestra última conversación, me acerqué a la planta temerosa de las hormigas. No había ninguna: mas como viese una abeja de esta colmena que ahí tiene Zambique, haciendo destrozo dentro de un pimpollo, blanco que era una nieve, quise ahuyentarla, pues estaba yo en verdad enojada... y se estuvo quieta, ¡como si tal cosa! Entonces sacudí las hojas, y la abeja se posó aquí y me hizo sangre... ¿No ve usted?

-Sí que veo... El cruel insecto creyó sin duda, Brenda, que esa mano era una azucena; y más ha sufrido ella que la flor al perder ésta tan sólo el polen de sus estambres.

-Así dijo el jardinero, quien pretendía para consolarme que era la reina del abejar la autora del delito.

-Celos entre reinas... ¿Y quién curó esa herida?

-El doctor de Selis, que vino más tarde. Aseguró que esto no era de importancia y que pronto estaría bien... Se ha ido el poco de fiebre.

-¡Se pone usted triste!

-No...

-Si la flor no era para él -agregó la joven con acento candoroso-. Mire usted. La traigo aquí.

Y llevó la izquierda al seno, envolviendo al joven en una de sus miradas límpidas y serenas, que dejaba sin embargo traslucir un dulce enfado y un cariñoso reproche. Él quedó contemplándola mudo y atraído, como si en ella pusiera sus ojos por vez primera.

Tenía Brenda recogido el cabello en redor de su cabeza, hasta formar detrás nutridas madejas que rozaban el cuello en ondas, y despedían un perfume delicado, dejando al descubierto pequeñas orejas naturalmente encendidas por un suave carmín, sin adorno alguno. Vestía un traje de encaje crema con falda de volantes guarnecidos de cintas de otomano azul pálido; y de este mismo color era el lazo abolsado del cinturón. Plegábase a la cintura el elegante corpiño, haciendo sobresalir las modeladas formas de su busto esbelto. Las mangas ceñidas, y algo cortas, dejaban ver bajo sus adornos de blonda crema parte del brazo torneado, blanco y terso, sin la menor sombra que empañara la límpida transparencia de su piel. Se exhalaba de esta hermosa criatura como un aroma sutil y embriagante de vergel, que iba a la cabeza y tentaba el vértigo.

Antes que Raúl saliese de su abstracción, alargó ella el brazo y le ofreció el jazmín, después de aspirarlo en silencio. Cogiolo él con emoción, y Brenda, apartando lentamente la vista:

-Mejor es que nos veamos aquí -dijo-. En la glorieta se respira un aire demasiado aromático, y eso hace daño... Aquella noche no dormí bien... Sin duda por eso. Me dolían mucho las sienes, y los ojos se negaron a cerrarse. Mas ya pasó.

-¿Y usted, amigo mío?

-Sería casual, pero acompañé a usted en el insomnio...

-¿Ve usted? -repuso Brenda con un ceño adorable y una sonrisa incitante-. A mí me han quitado el jarrón de flores primorosas que tenía al lado de mi cama, y no ha habido medio de recuperar tan grata compañía...

Raúl no la dejó concluir. Arrastrola suavemente hasta el banco de madera, y al sentarse a su lado bien juntos, enlazado su brazo a la flexible cintura, balbuceó trémulo y febril:

-¡Te engañas, Brenda! tus párpados no se cerraron porque hubiese excitado el cerebro el ambiente de la glorieta... ¡Oh, tampoco a mí!... ¿Por qué no has dicho que el hada de tus ensueños cesó esa noche de hablarte de los devaneos pueriles y te inició en el primer misterio de una pasión profunda, ardiente, inmensa, que ya desborda en mi alma y me arrastra ciego a adorarte Mira en mi rostro, lee en mis ojos, palpa en el pecho jadeante, y sabrás por qué el más hondo y oculto anhelo brota de las pupilas; por qué late veloz la arteria y arde en las venas la sangre; por qué mi brazo hace estremecer tu tronco de hada, y mi labio encendido busca sellar con fuego en tu boca la eterna promesa de amor. ¡Amor, dije! ¿Llevose acaso el aura la esencia pura que dejé en aquella glorieta solitaria, cuando abriose el corazón como una urna -¡única vez que se abre y toda escapa en el sentir primero!- para prodigarla en los altares de este culto cuya imagen eres tú?

-La llevé yo -dijo ella con los ojos húmedos, tierna y enamorada, poniendo sus manos en el pecho del joven, respirando con fuerza y mirándole con hondo arrobamiento.

Yo la llevé... Era una esencia de fe más delicada que ninguna otra aroma, y la aspiré casi sin sentirla. Por eso, es verdad, no dormí; pero fui dichosa. Tienes el alma tan noble -¡oh, yo bien lo sé, mi único amigo!- que esa ofrenda tenía que hacerme creer y bendecir. No me la quitarás nunca más, ¿verdad? No tienes por qué engañarme. Hace tiempo, cuántas veces me decía en las horas tranquilas: ¿qué será de él? ¡Cuánto daría por volverle a ver!... Y en mis alegrías yo no te olvidaba, pues eso no era posible, que estaba siempre delante de mis ojos el que había enjugado mis lágrimas ¿te acuerdas?... sí en aquella noche oscura y sin consuelo. Pero aquel afecto no era como el que ahora llena todo mi ser y me enajena, haciéndome pensar que dejaré de sentirlo con la vida.

-Y yo también, pues emoción mayor no habría fibra que resistiera. ¡Puedes creerlo! Si tu mirar penetrase en mi espíritu verías que ninguna ruina dejó allí otra pasión, de esas que secan la savia y matan en germen la esperanza de amar con la misma fe... joven me fui muy lejos a labrar con una carrera mi porvenir, dejando afectos, amistades, recuerdos; joven regresé lleno de ansias y alegrías, y bajo el cielo de la patria todo exhibiose extraño a mis ojos, todo lo que yo había amado y mantenido en mi memoria sin sacrificar el menor detalle al olvido... Afectos profundos, amistades de los primeros años de juventud, extinguidos o dispersos; ni una palabra ardiente, ni una sonrisa cariñosa de otros tiempos, asomándose a algún semblante como un consuelo a la amargura de haber sido demasiado ingenuo gustando con exceso el placer de la vuelta, tan intenso como el pesar de la partida... Fieles sólo fueron los recuerdos, esos que trasladan lejos el pensamiento y presentan los años como jornadas de un segundo; conmigo volvieron, y al pisar la ribera renovaron con más fuerza los cuadros y escenas animadas, en sitios ya perdidos bajo zarzas y breñas... En uno melancólico refundiéronse todos, y al vagar por un sitio que poco se frecuenta, para consagrarlo tras una larga ausencia esta memoria triste despertó otra inefable a tu presencia, compensándose así la pena de haber soñado en las simpatías e impresiones duraderas. Llevabas una corona que colocaste en una losa negra; tu presencia hizo latir mi corazón, y yo que siempre había amado el pasado, agradecí a mi propia fe, porque de su fondo venía la luz que irradiaría en mi porvenir. ¡Qué hermosas horas vinieron después!

De ésta, mi bien, que parece precursora de dichosos días, no quisiera empañar con una duda el miraje del encanto...

-¿Una duda?

-Sí, y cruel. ¿Podrías tú disiparla?

-¡Oh, habla!

Y mirole ella con fijeza, estremecida, como si rompiendo los lazos del prestigio volviese de súbito a la realidad fría e implacable, que estrechaba los horizontes de su existencia.

-Anhelo conocer -repuso Raúl con voz temblorosa-, si la señora que ha concentrado en ti sus cariños entrañables no ha buscado ya también preferencias a tu corazón...

Brenda dejó caer su frente en el hombro del joven, guardando algunos instantes silencio. Su seno palpitaba con violencia. Cuando levantó el rostro, tenía los ojos llenos de lágrimas.

-¡Lloras! ¿Te hice daño, acaso?

-¡Ah, no! pero me recuerdas que al elegirte como dueño de mi suerte, contrarío intenciones tan puras, como santo es el amor que las inspira. ¿Sabes cuán acendrado es el cariño que me profesa aquella a quien todo debo, y cuán grato está mi corazón a su bondad; y lucha por inclinarme a otro que tú, no porque de ello dependa nada que afecte su posición o su destino, sino porque así se lo aconseja aquel amor que me tiene y que yo retribuyo con todas las fuerzas de mi alma. Mas ¡ay! que ellas me faltan, y débil, sólo las siento renacer a tu lado, ahora que sin ser dueña de mí misma, he llegado a comprender que no es la voluntad, sino el sentimiento el que decide mi destino: ¡él me domina toda y ve, amigo mío, cómo me aflige la congoja y el llanto se agolpa a mis ojos sin que pueda contenerlo!

Raúl escuchaba, y agitado, estrujando en su mano izquierda un guante de hilo, y distrayendo a cada instante en el vacío la mirada.

Tras una corta pausa, preguntó con cierta amargura:

-¿Luego es cierto que ella no me estima? ¿No me engañaba entonces cuando presumía, sin que lo hayamos hablado nunca, que en esa casa todo, menos lo que hace de ella un edén, era adverso a nuestra dicha?

Bajó Brenda la cabeza suspirante, mirole tímida, apenada, y pasó sobre la de él su mano tibia y suave, sin desplegar los labios.

-Comprendo. Ningún título me recomienda a su valioso aprecio; pero ¿qué importa? Pueden conjurarse todas las adversidades sobre mí: ¡tú me amas! ¿No lo dijiste? Agrega ahora que no serás de otro.

-¿Lo dudas? Siempre lo diré. Después de mi padre no amé otro hombre.

A estas palabras, reconcentrose Raúl; lentamente llevó la mano al rostro, por el que se había esparcido una sombra que volviera adusto su ceño, y pareció dominada la exaltación de su ánimo por alguna impresión moral, súbita y penosa.

De pronto, atrayendo hacia sí a la joven, preguntó con acento breve y extraño:

-¿Cómo era tu padre?

Brilló un relámpago de orgullo en los ojos de Brenda.

-Joven y hermoso -dijo-. Tenía el cabello muy negro, como el bigote, el mirar altivo, y la cara varonil, llena de energía. Siendo tú más joven, me haces acordar a él...

Retumbó en ese instante el trueno a lo lejos, prolongándose el sonido en la atmósfera cargada y densa, viniendo a desvanecerse en débiles rumores sobre la choza. Conmoviose Brenda, y miró a Raúl. Estaba éste pensativo, contraído siempre el ceño y la frente sudorosa.

Zambique apareció en la plazuela, con la cabeza baja y gruñendo.

Al verle, levantose Brenda dejando sus manos en las de Henares, en delicioso abandono. Imitó Raúl el movimiento, y las estrechó callado, con ternura.

-¡Hasta pronto! -dijo ella en voz baja y llena de emoción.

-Sí... Quisiera acortar las horas de soledad que vienen.

Movió Brenda la cabeza con aire resignado, y al alejarse la volvió por última vez para fijar sus ojos en el joven.

El negro, mudo y respetuoso, echose el pico al hombro y púsose a andar, guardando distancia. Las sombras se hacían más densas. Un vivo fulgor eléctrico le bañó de claridad azulada haciendo resaltar de perfil los rasgos de su rostro y su figura toda, extravagante y triste, confundiéndose luego en las medias tintas como un ente fantástico de los fondos sombríos de Rembrandt.

Raúl se estremeció.

¿Por qué? Él mismo no habría podido decirlo.