En el plan de una nueva edición de las novelas del señor Acevedo Díaz, entró como era de consiguiente el propósito de incluir a Brenda en la colección de sus obras completas. Por orden cronológico, ésta fue la primera producción que dio a luz su autor, expresamente escrita para La Nación de Buenos Aires que la insertó en su folletín, lanzándola más tarde a la circulación en libro.

Esa edición se agotó en poco tiempo, tras de una acogida bien lisonjera para el autor.

Solicitado por nosotros el asentimiento necesario para reimprimir Brenda, conjuntamente con las demás obras del señor Acevedo Díaz, éste nos observó que era su deseo no darle segunda edición, y que la excluía del plan convenido.

No podíamos conformarnos con esta determinación, y nos permitimos insistir en que ella fuese reconsiderada en obsequio a las razones que exponíamos, y que atendibles o no, inclinaron al fin el ánimo del autor en sentido favorable.

En una de sus cartas, el señor Acevedo Díaz nos impuso de los motivos que le habían asistido para no acceder al principio a nuestro reclamo, y nos autorizó para que hiciésemos el uso que juzgáramos más acertado de la precitada carta.

Hemos creído que algunas de las consideraciones en ella expresadas, tendrían excelente colocación en la portada del libro; y sin vacilar las reproducimos enseguida, como encaje digno del proemio.

Véanse aquí:

«Herido por la censura que niega todo en absoluto, decía en cierta ocasión el malogrado Maupassant, refiriéndose al romance en general:

‘Enmedio de frases elogiosas, encuentro regularmente ésta, bajo las mismas plumas: -El más grande defecto de esta obra es que ella no es un romance propiamente hablando. Se podría responder por el mismo argumento: -El más grande defecto del escritor que me hace el honor de juzgarme, es que él no es un crítico’.

¿Cuáles son en efecto los caracteres esenciales del crítico?

Es menester que, sin partido escogido, sin opiniones preconcebidas, sin ideas de escuela, sin relaciones con ninguna familia de artistas, él comprenda, distinga y explique todas las tendencias más opuestas, los temperamentos más contrarios, y acepte las soluciones de arte más diversas.

Luego, la crítica que, después de Manon Lescaut, de Pablo y Virginia, de Don Quijote, de Werther, de Las afinidades electivas, de Clarisa Harlowe, de Emilio, de Cándido de Cinq-Mars, de René, de Los tres mosqueteros, de Mauprat, de El Padre Goriot, de Colomba, de El rojo y el negro, de Mademoiselle de Maupin, de Nuestra Señora de París, de Salambó, de Madame Bovary, de Adolfo, de M. de Camors, de L'assomoir, de Sapho, y otros, osa todavía escribir: ‘éste es un romance y aquél no lo es’, paréceme dotado de una perspicacia que se asemeja demasiado a la incompetencia.

De muy variadas críticas ha sido objeto Brenda, mi primer ensayo dado a la publicidad asistido acaso de la osadía propia de los fervores juveniles de que fue legítimo fruto; y no pocos de esos juicios alentaron el esfuerzo y favorecieron la obra, juzgándola como un objeto de arte que se somete a la crítica, no subordinada a escuela alguna, ni a propósitos preconcebidos, libre de preocupaciones y tendencias hostiles, según la regla que indicaba como piedra angular de aquélla el inteligente autor de Pierre et Jean; y una crítica así fue la que hicieron entre otras autoridades para mí respetables, Mitre, Vedia, Estrada, Tobal, Magariños, Cervantes, teniendo en cuenta aquella especie de argument fourchu del inimitable romancista.

Los juicios de escritores noveles -y como tales más imbuidos en la moderna teoría- negaron a Brenda en cuerpo y alma considerándola ser extraterrestre o visión vestida de Spirita nacida y fecundada a manera de anémica flor de invierno entre cristales de roca.

Si críticos muy distinguidos, pues, la aplaudieron a su aparición brindándole lisonjeras frases como a doncella que se presenta engalanada de novia, otros la hallaron demasiado poética, romántica, sentimental, casi inverosímil; algunos se rieron de sus ideales y castidades; varios censuraron sarcásticamente la rareza de los nombres de los personajes, si bien otros advirtieron que esas extravagancias de detalle no afectaban al plan ni al argumento; no faltó quien afirmase con aplomo que Brenda no era más que un remedo, ¡o cosa peor! de un libro de Víctor Hugo, que yo declaro no conocer, a pesar de haber leído todos los de aquel ilustre escritor; no pocos la consideraron pura fantasía que se esfumaba en la página final como una evocación de poeta enfermo, rubia Mireya sólo propia para exaltar vírgenes soñadoras; en España la reprodujeron de cuerpo entero y pusiéronla en verso y música; del folletín pasó al libro, de éste al folletín de nuevo allende el mar, luego al libreto; ahora vuelve al libro, según las intenciones de usted, para hacerla más sedentaria tras de correr tanto mundo inmaculada y limpia.

Ni por esas la ubicará usted, en mi sentir, y creo que caerá envuelto en mi derrota, ahí al menos, donde ni una sonrisa benevolente la saludó a su aparición.

Y sin que lo que subsigue sea pretender imposibles comparaciones, sino simplemente citar modelos, añadiré este comentario, que no defensa: los malos hados, o críticos, hallaron en Brenda diálogos a semejanza de discursos académicos, amores como idilios vagarosos, escenas propias de dramas líricos, y a la postre cosas que no eran de este mundo; y ninguna de estas cosas han encontrado según parece en el comienzo de El Ensueño del gran Zola que tiene puntos de analogía con el comienzo de Brenda, así como no han creído romántica, ni mucho menos, a la Enriqueta de El desastre; ni han juzgado idealistas los cuadros de Mireya del renombrado Mistral, o algunos diálogos de Pepita Giménez del insigne Valera; o muchas escenas de Sotileza del notable Pereda; o ciertos paisajes romancescos del sagaz Pérez Galdós; y, sin ir más lejos, todas las pinturas de tipos y caracteres en Caramurú del inspirado Magariños Cervantes. Dijeron más: que Brenda no tenía nada de la tierra y del clima, ni siquiera la belleza física, ni pertenecía a escuela literaria alguna, ni merecía el honor de ser leída por su fondo y por su forma.

Era claro. No había que tener presente estas sentencias del mismo infortunado Maupassant a quien mató el propio exceso de vida en el cerebro:

¿Existen reglas para hacer un romance, fuera de aquellas por las que una historia escrita deba llevar otro nombre?

Si Don Quijote es un romance, ¿El Rojo y el Negro es otro? Si Montecristo es un romance, ¿L'Assomoir es también uno? ¿Puede establecerse una comparación entre Las Afinidades electivas de Goethe, Los tres Mosqueteros de Dumas, Madame Bovary de Flaubert, M. de Camors de Feuillet y Germinal de Zola? ¿Cuál de esas obras es un romance? ¿Cuáles son las famosas reglas? ¿De dónde proceden? ¿Quién las ha establecido? ¿En virtud de qué principio, de qué autoridad y de cuáles razones?

Parece, sin embargo, que esos críticos saben de una manera cierta, indudable, qué es lo que constituye un romance y qué es lo que a éste distingue de otro que no lo es. Esto simplemente significa, que, sin ser productores, se han enrolado en una escuela y desde allí rechazan, a modo de romancistas ellos mismos, todas las obras concebidas y ejecutadas fuera de su estética.

En tributo a las nuevas corrientes de ideas literarias, ya que no a reglas que no existen ni existir pueden sin desnaturalizar el género que ha reemplazado a la epopeya, yo pude haber trazado, en vez de los de una pulcra doncella, los perfiles que esbocé más tarde en Cata y Ciriaca del Combate de la tapera, en Felisa o Sinfora de Ismael, o en Jacinta, de Grito de gloria, heroínas de chiripá y blusa de tropa que al fin he visto no desmerecen, en osadía al menos, de aquellas heroínas del Ariosto bellas y soberbias, que se andaban a toda rienda en sus bridones por valles y riberas buscando acorrer en el peligro a sus desfallecidos caballeros, combatiendo con sus rivales a espadón y lanza y regresando a las perdidas a sus castillos para mudarse de ropas, si es que alguna buena dueña se las tenía limpias y planchadas.

Pero, si bien es verdad que se modelaban entonces en mi mente esas figuras de realidad palpitante con toda la crudeza de sus formas y el calor de sus instintos, de bronceadas pulpas y cabezas de loba, había antes, y permítaseme la expresión, que castigar la concepción personal del arte, pagando el diezmo al noviciado.

Resultó Brenda vestida de tules, y para los malos hados pareció monja que dejaba el claustro y se aventuraba en un mundo ya muerto para ella en alas de un misticismo que sólo vivía entre cuatro muros, entre rejas, entre éxtasis y salmos, sin lazo ni vínculo alguno con las luchas y tempestades de la vida, sola en sus ensueños virginales, única en sus raptos de deliquio, sin ejemplo en sus austeras castidades, sombra blanca de los lagos de leyenda más que hechura humana de plácida belleza; y como notase que la desconocían y desairaban donde pudo aparecer amable ficción siquiera; que la repudiaban como a ente no esculpido en carne o fundido en molde de vulgar estructura, ocurriósele y en mis adentros la dirigí esta frase, que el gran poeta inglés pone en boca de uno de sus héroes más románticos -y acaso, ¡el más humano!- dirigida a la pobre doncella de dorada cabellera y alma de candores que le brindaba el tesoro de sus cariños entrañables; frase que Salvini dejaba escapar de sus labios con la solemne entonación de una sentencia de muerte: ‘va in un convento!’

Y después de todo esto, ¡quiere usted ser su reeditor!...

Sea. Yo no puedo renegarla por defectuosa que haya venido al mundo, pues que se afirma como verdad que el hijo deforme de nacimiento se atrae mayormente el cariño de su padre, y con especialidad, si el vástago pertenece al sexo débil. No puedo desconocer mi propia obra, aunque la crítica hecha de ella y con la cual se formaría otro volumen, rechace su factura, y no lo dé ubicación bajo clima ni en teatro alguno; pero, al tolerar su reimpresión ha de servirse usted prevenir en la portada en Brenda, ya que no es de la tierra nativa ni cosa que se le parezca, lo que mucho siento por la nativa tierra que en mis mocedades me imaginé capaz de todas las purezas y abnegaciones que allí se narran, o de incubarlas y nutrirlas, ha de servirse usted decir, repito, que todo pasa en el ‘país de los ensueños’, y con esto la novela quedará ubicada convenientemente.

Algo más he de pedir a usted que tan buena voluntad ha mostrado en dar segunda vida a mis obras.

Y es que apareje a ésta cuanto antes. Ismael, que según infiero por las críticas tiene fuerte sabor de la tierra, a fin de que los bufidos de su brioso redomón y el estridor de sus espuelas al presentarse como envuelto en ráfagas de pampero, disipen en lo posible la impresión desfavorable de aquellos devaneos infecundos».


Esto dice el ilustrado escritor don Eduardo Acevedo Díaz:

¿Qué podríamos decir nosotros que no fuera pálido ante su frase modelada en estilo clásico, que hace de él uno de los primeros, sino el primero, de nuestros brillantes literatos nacionales?