Boyscouts y footballistas

Boyscouts y footballistas (31 ene 1921)
de Miguel de Unamuno
Nota: «Boyscouts y footballistas» (31 de enero de 1921) Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, año XLV, nº 730: pp. 14-15.
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NOTAS PEDAGOGICAS
I
BOYSCOUTS Y FOOTBALLISTAS
por Miguel de Unamuno,
Profesor en la Universidad de Salamanca.
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¿No os parece bien, lectores liberales, que dejando por una vez de comentar la candente actualidad política, nos entretengamos en Pedagogía? Que es actualidad, perpetua y hasta eterna actualidad, y es política—¡y tanto!—y es también candente. De Pedagogía fundamental, de fondo, no formal, no de forma.
Porque eso que de ordinario se llama Pedagogía es algo meramente formal, de encasillado, de categorías jerárquicas, de... ¡liturgia! Suele ser—hemos de repetirlo—como una colección de moldes de quesos, de todos tamaños y formas y bien clasificados; pero en no habiendo leche, ni cuajo, no se hace quesos con ellos, mientras que, habiendo leche y cuajo, puede dársele forma al queso en un pañuelo o hasta con la mano desnuda. Y así es la Pedagogía. La fundamental, la de fondo, se propone la educación del hombre, del ciudadano, y la otra, la formal, lo que llaman, mal llamado, disciplina. Porque disciplina —discipulina—dice relación a discípulo, y éste, a discere, aprender, y con eso que llaman disciplina, no aprenden más que la disciplina misma, pura forma, inanidad, vacío, o liturgia. Si alguna vez se informan, nunca ahondan.
Y vamos a verlo en un caso, caso de juego. (No, por supuesto, de ese que está prohibido por la ley y protegido por las autoridades y por ciertas clases del Estado, Sr. Fiscal.) El juego es lo más educador, y por eso los pedagogos se preocupan de él y estudian el modo de introducir entre los niños juegos... educativos. Sin pensar que lo son todos, y tanto más cuanto más espontáneos y menos intervenidos por los mayores. Pues cuando el mayor, cuando el pedagogo, piensa enseñar jugando, suele jugar a la enseñanza, y no enseña nada que lo valga.
Aquí tenemos dos juegos de niños, el de los boy scouts y el foot-ball, ambos con nombres ingleses. ¿Y con qué esencia?
Eso de los boy-scouts—escultismo (!!!) hemos leído— fué una introducción de mayores, pedantesca y tendenciosa, de pedagogía puramente formal, de disciplina vacía y de... liturgia. No podía prosperar y no ha prosperado. Se tradujo lo de boy-scouts por explorador; pero estos exploradores no exploraban nada. El nervio de ello se reducía a uniforme, más o menos pintoresco, a burras, a saludos, a divisa —«¡siempre adelante»!— a jerarquía, a... liturgia. Y los chicos, ¡claro!, se aburrían. Se aburrían y no aprendían nada, no se educaban. Porque después de cargarles con una mochila llena de moldes de quesos, de todos tamaños y formas, como no les daban—ni les podían dar—ni leche ni cuajo, no hacían quesos. Era como en aquella escena del Fausto—¡oh la erudición!—, en que Mefistófeles le explica al estudiante como le enseñarán a tejer.
Los pedagogos de los boy-scouts eran, con toda su buena intención y excelente ánimo —que no podemos poner en duda— Ios menos calificados para educar fundamentalmente a niños, y en una disciplina que lo sea, y no mera liturgia. Su absurdo sentimiento de la jerarquía no natural les estorbaba para ello. No eran pedagogos realistas, de realidades, de res, esto es: de cosas, sino pedagogos formalistas, de formalidades, de formas, esto es: de sombras de cosas. Y sombras sin cosas. Habría que haberlos educado antes a ellos, deseducándolos previamente.
Uno de esos pedagogos escultistas, excelente sujeto, de óptimo corazón, generoso, amante de la juventud, liberal de verdad y no escaso de inteligencia —aunque deformada ésta profesionalmente— nos decía, para convertirnos, que la institución de ese juego era escuela de patriotismo. Y tocamos hablando con él, serenamente, eso del patriotismo, del real y del formal, del patriotismo de flor —y de raíz y de fruto— y del de trapo, de flor de trapo o de trapo en flor. Y le decíamos:
«Patriotismo, sí, pero fundamental y no formal. La patria no es un fin, es un medio, y hay que saber a qué fin de justicia sirve la patria. Porque un padre no tiene siempre, por serlo, razón. Y en cuanto a educación patriótica, ¿cree usted—le decíamos—que vamos a educar en ella a nuestros hijos poniéndoles de sobrecama, mientras duermen, una bandera española y ejercitando a la vez, y a su vista, la más inexorable injusticia? Eso sería peor que idiotizar a nuestros hijos. Porque la bandera no se ha hecho para dormir bajo ella, y es cosa terrible que la convirtamos en un símbolo del sueño. No, amigo mío, no; eso no sería educar. Mejor enseñarles a criar espárragos o a freirlos.»
Nuestro excelente amigo, en quien la profesión no había matado la hombría y la humanidad —¡cosa terrible para todo hombre su profesión técnica! —comprendía nuestras razones, pero... Estaba lleno de no sabemos qué temores a lo desconocido, al salto en las tinieblas, a la anarquía, al caos. Hombre de poca fe, en fin. Y de poco valor... civil. Porque del otro no le falta. Afrontaría impávido a cuarenta enemigos, pero tiembla ante la mirada de la Esfinge. Con toda su inteligencia —que no es poca— le falta valor intelectual.
Y nos fuímos a ver una partida de foot-ball, un juego sin protección de Real orden, sin pedagogos profesionales, sin tendenciosidad de patriotismo de trapo y no de fibra viva, sin otra disciplina que la que surge del juego mismo. Y como más espontáneo y más libre y menos intervenido, más educador y más... divertido.
¿No os parece, lectores liberales y civiles, esto de candente actualidad política? El que esto escribe no está ya en edad de andar a puntapiés con balones —o con otros chirimbolos cualesquiera—, pero antes lo haría que ponerse un uniforme de explorador para no explorar nada, aprenderse cuatro burras y siete saludos, y plantarse en la solapa un «¡siempre adelante!», para estarse quieto como aquellos coros de zarzuela que cantan «¡marchemos! ¡marchemos!», marcando el paso delante de las candilejas, pero sin avanzar ni uno.