Bolívar y el cronista Calancha

Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
Bolívar y el cronista Calancha


(A Aurelio García y García)


Después de la batalla de Ayacucho había en el Perú gente que no daba el brazo a torcer, y que todavía abrigaba la esperanza de que el rey Fernando VII mandase de la metrópoli un ejército para someter a la obediencia a sus rebeldes vasallos. La obstinación de Rodil en el Callao y la resistencia de Quintanilla en Chiloé daban vigor a esta loca creencia del círculo godo; y aun desaparecidos de la escena estos empecinados jefes, hubo en Bolivia a fines de 1828 un cura Salvatierra y un don Francisco Javier de Aguilera que alzaron bandera por su majestad. Verdad es que dejaron los dientes en la tajada.

Lo positivo es que entre los republicanos nuevos y monarquistas añejos había una de no entenderse y cada cual tiraba de la manta a riesgo de hacerla girones. No sin razón decía un propietario de aquellos tiempos: «La madre patria me ha quitado dinero y alhajas, y el padre rey ganados y granos. No me queda más que el pellejo: ¿quién lo quiere?».

Existe en el campo de batalla de Ayacucho una choza o casuca habitada por Sucre el día de la acción. Pocas horas después de alcanzada la victoria, uno de los ayudantes del general puso en la pared esta inscripción:


9 DE DICIEMBRE DE 1824

POSTRER DÍA DEL DESPOTISMO


Una semana más tarde se alojaba en la misma choza la marquesita de Mozobamba del Pozo, peruana muy goda, y añadía estas palabras:


Y PRIMERO DE LO MISMO


En el Cuzco, último baluarte del virrey Laserna, había un partido compacto, aunque diminuto, por la causa de España. Componíanlo veinte o treinta familias de sangre azul como el añil, que no podían conformarse con que la República hubiera venido a hacer tabla rasa de pergaminos y privilegios. Y tan cierto es que la política colonial supo poner raya divisoria entre conquistadores y conquistados, que para probarlo me bastará citar el bando que en 17 de julio de 1706 hizo promulgar la Real Audiencia disponiendo que ningún indio mestizo, ni hombre alguno que no fuera español, pudiese traficar, tener tienda, ni vender géneros por las calles, por no ser decente que se ladeasen con los peninsulares que tenían ese ejercicio, debiendo los primeros ocuparse sólo de oficios mecánicos.

Mientras los patriotas usaban capas de colores obscuros, los recalcitrantes realistas adoptaron capas de paño grana; y sus mujeres, dejando para las insurgentes el uso de perlas y brillantes, se dieron a lucir zarcillos o aretes de oro.

Con tal motivo cantaban los patriotas en los bailes populares esta redondilla:


«¡Tanta capa colorada
y tanto zarcillo de oro!...
Si fuera la vaca honrada
caernos no tuviera el toro».


A la sazón dirigiose al Cuzco el Libertador Bolívar, donde el 26 de Junio de 1825 fue recibido con gran pompa, por entre arcos triunfales y pisando alfombras de flores. Veintinueve días permaneció don Simón en la ciudad de los Incas, veintinueve días de bailes, banquetes y fiestas. Para conmemorar la visita de tan ilustre huésped se acuñaron medallas de oro, plata y cobre con el busto del Padre y Libertador de esta patria peruana, tan asendereada después.

Bolívar estaba entonces en la plenitud de su gloria, y he aquí el retrato que de él nos ha legado un concienzudo historiador, y que yo tengo la llaneza de copiar.

«Era el Libertador delgado, y de algo menos que regular estatura. Vestía bien, y su aire era franco y militar: Era muy fuerte y atrevido jinete. Aunque sus maneras eran buenas y sin afectación, a primera vista no predisponía mucho en su favor. Sus ojos, negros y penetrantes; pero al hablar no miraba de frente. Nariz bien formada, frente alta y ancha y barba afilada. La expresión de su semblante, cautelosa, triste y algunas veces de fiereza. Su carácter, viciado por la adulación, arrogante, caprichoso y con ligera propensión al insulto. Muy apasionado del bello sexo; pero extremadamente celoso. Tenía gran afición a valsar y era muy ligero; pero bailaba sin gracia. No fumaba ni permitía fumar en su presencia. Nunca se presentaba en público sin gran comitiva y aparato y era celoso de las formas de etiqueta. Su actividad era maravillosa, y en su casa vivía siempre leyendo, dictando o hablando. Su lectura favorita era de libros franceses, y de allí vienen los galicismos de su estilo. Hablando bien y fácilmente, le gustaba mucho pronunciar discursos y brindis. Daba grandes convites; pero era muy parco en beber y comer. Muy desinteresado del dinero, era insaciablemente ávido de gloria».



El mariscal Miller, que trató con intimidad a Bolívar, y Loronte y Vicuña Mackenna, que no alcanzaron a conocerlo, dicen que la voz del Libertador era gruesa y áspera. Podría citar el testimonio de muchísimos próceres de la independencia que aún viven, y que sostienen que la voz del vencedor de España era delgada, y que tenía inflexiones que a veces la asemejaban a un chillido, sobre todo cuando estaba molesto.

El viajero Laffond dice: «Los signos más característicos de Bolívar eran un orgullo muy marcado, lo que presentaba un gran contraste con no mirar de frente sino a los muy inferiores. El tono que empleaba con sus generales era extremadamente altanero, sin embargo que sus maneras eran distinguidas y revelaban haber recibido muy buena educación. Aunque su lenguaje fuese algunas veces grosero, esa grosería era afectada, pues la empleaba para darse un aire más militar».

Casi igual retrato hace el general don Jerónimo Espejo, quien en un interesantísimo libro, publicado en Buenos Aires en 1873, sobre la entrevista de Guayaquil, refiere, para dar idea de la vanidad de Bolívar, que en uno de los banquetes que se efectuaron entonces dijo el futuro Libertador: «Brindo, señores, por los dos hombres más grandes de la América del Sur, el general San Martín y Yo». Francamente, nos parece sospechoso el brindis, y perdone el venerable general Espejo que lo sujetemos a cuarentena. Bolívar pudo ser todo, menos tonto de capirote.

Otro escritor, pintando la arrogancia de Bolívar y su propensión a humillar a los que lo rodeaban, dice que una noche entró el Libertador, acompañado de Monteagudo, en un salón de baile, y que, al quitarse el sombrero, lo pasó para que éste se lo recibiera. El altivo Monteagudo se hizo el remolón, y volviendo la cara hacia el grupo de acompañantes, gritó: «Un criado que reciba el sombrero de su excelencia».

En cuanto al retrato que de Bolívar hace Pruvonena lo juzgamos desautorizado y fruto del capricho y de la enemistad política y personal.


Pasadas las primeras y más estrepitosas fiestas, quiso Bolívar examinar si los cuzqueños estaban contentos con sus autoridades; y a cuantos lo visitaban pedía informes sobre el carácter, conducta e ideas políticas de los hombres que desempeñaban algún cargo importante.

Como era natural, recibía informes contradictorios. Para unos, tal empleado era patriota, honrado e inteligente; y el mismo, para otros, era godo, pícaro y bruto.

Sin embargo, hubo un animal presupuestívoro (léase empleado) de quien nemine discrepante todos, grandes y chicos, se hacían lenguas para recomendarlo al Libertador.

Maravillado Bolívar de encontrar tal uniformidad de opiniones, llegó a menear la cabeza murmurando entre dientes:

-¡La pim... pinela! No puede ser.

Y luego alzando la voz, preguntaba:

-¿Juega?

-Ni a las tabas ni a la brisca, excelentísimo señor:

-¿Bebe?

-Agua pura, excelentísimo señor.

-¿Enamora?

-Es marido ejemplar, excelentísimo señor.

-¿Roba?

-Ni el tiempo, excelentísimo señor.

-¿Blasfema?

-Cristiano viejo es, señor excelentísimo, y cumple por cuaresma con el precepto.

-¿Usa capa colorada?

-Más azul que el cielo, excelentísimo señor.

-¿Es rico?

-Heredó unos terrenos y una casa y, ayudado con el sueldecito, pasa la vida a tragos, excelentísimo señor.

Aburrido Bolívar ponía fin al interrogatorio, lanzando su favorita y ya histórica interjección.

Cuando se despedía el visitante, dirigíase el general a su secretario don Felipe Santiago Estenós.

-¿Qué dice usted de esto, doctorcito?

-Señor, que no puede ser -contestaba el hábil secretario-. Un hombre de quien nadie habla mal es más santo que los que hay en los altares.

-¡No -insistía don Simón-, pues yo no descanso hasta tropezar con alguien que ponga a ese hombre como nuevo!

Y su excelencia llamaba a otro vecino, y vuelta al diálogo y a oír las mismas respuestas, y torna a despedir al informante y a proferir la interjección consabida.

Así llegó el 25 de julio, víspera del día señalado por Bolívar para continuar su viaje triunfal hasta Potosí, y las autoridades y empleados andaban temerosos de una poda o reforma que diese por resultado traslaciones y cesantías.

A media noche salió el Libertador de su cuarto, con un abultado libro forrado en pergamino, y gritando como un loco:

-¡Estenós! ¡Estenós! Ya saltó la liebre.

-¿Qué liebre, mi general? -preguntó alelado el buen don Felipe Santiago.

-Lea usted lo que dice aquí este fraile, al que declaro desde hoy más sabio que Salomón y los siete de la Grecia. ¡Boliviano había de ser! -añadió con cierta burlona fatuidad.

Estenós tomó el libro. Era la Crónica Agustina, escrita en la primera mitad del siglo XVII por fray Antonio de la Calancha, natural de Chuquisaca.

El secretario leyó en el infolio: No es el más infeliz el que no tiene amigos, sino el que no tiene enemigos; porque eso prueba que no tiene honra que le murmuren, valor que le teman, riqueza que codicien, bienes que le esperen, ni nada bueno que le envidien.

Y de una plumada quedó nuestro hombre destituido de su empleo; pues don Simón formuló el siguiente raciocinio:

«O ese individuo es un intrigante contemporizador, que está bien con el diablo y con la corte celestial, o un memo a quien todos manejan a su antojo. En cualquiera de los dos casos no sirve para el servicio, como dice la ordenanza».



En cuanto a los demás empleados, desde el prefecto al portero, no hizo el Libertador alteración alguna.

¿Tuvo razón Bolívar?

Tengo para mí que el agustino Calancha... no era fraile de manga ancha.