Bodas reales/XXXV
Tan aplicados estaban los dos oyentes al sabroso chocolate, que no prestaron la merecida atención al histórico informe. Hizo después Cristeta el elogio fúnebre de la pobre Doña Leandra, pintándola como el dechado de las cristianas virtudes, como el archivo de la discreción y de la paciencia. Para que en ella se juntaran y resumieran todas las perfecciones, había sido, desde que se inició la cuestión de los matrimonios, partidaria vehemente de Isabel y Francisco, adivinando en esta gloriosa pareja las mayores venturas para la Real familia y para la Nación... «¡Pobrecita de mi alma! ¡Cuánto nos queríamos, y qué bien congeniábamos siendo tan distintos nuestros temperamentos, ella paleta y campesina, yo cortesana hasta dejármelo de sobra!... Pues como decía, y esto se lo cuento al Sr. de Milagro para que lo haga correr por lo que llaman círculos, Francia está tan satisfecha de su triunfo y la Inglaterra tan corrida, que no acabará quizás el año sin que se tiren los trastos a la cabeza. Este simpatiquísimo Conde de Bresson ha metido dentro de un zapato a su competidor, el Míster Bullwer de la Inglaterra. A cuantos quieren oírle les dice lo mismo que ha dicho a su Gobierno: que este triunfo diplomático y casamentero es el desquite de Waterloo. Razón tiene, porque bien a la vista está que el apabullo de la pérfida ha sido de los gordos, no sólo por la gracia con que Luis Felipe nos ha colocado aquí a uno de sus hijos, sino por el casamiento de Isabel con un príncipe español que ha de colmarla de ventura, de lo que resultará nueva hornada de Reyes católicos, y una era, como dicen los periódicos, una era de prosperidades y grandezas que devolverán a este Reino su preponderancia entre los Reinos de la Europa. Ello es claro como la luz».
Asintieron los otros lacónicamente, no queriendo Milagro meterse en discusiones con la camarista, y Doña Cristeta, infatigable y oficiosa, dijo a Lea: «Hija mía, me enfadaré contigo si ahora mismo no te acuestas. Muy fatigada estarás de tantos afanes y de las malas noches; yo velaré a tu madre... Con que te acuestas o reñimos, pero seriamente. Hablaré ahora con tu padre, si está despierto, para que me ayude a convencerte». No se daba a partido la huérfana, ni la Socobio cedía un palmo del terreno de su obstinación. D. Serafín concedió a Milagro el honor de sostenerle una breve conversación de política.
«Opino -dijo enfáticamente D. José-, que la vida pública entra en una nueva fase con el casamiento de la Reina. Si es D. Francisco un marido Rey que sabe su obligación, debe aconsejar a su oíslo que llame al Progreso. Si ha de venir, como dicen, esa era, ¡dale con la era!... de paz y bienandanza, comience por la reparación de los agravios que se nos han hecho, y venga el Duque a coger las riendas, con la espada de Luchana en una mano y en otra la Constitución del 37». Irónicamente dio su conformidad el lagarto de Socobio a tan audaces manifestaciones, y por no meterse en honduras, llevó la conversación a otro terreno. Así lo había dicho aquella mañana a Pascual Madoz y a Fermín Caballero, a quienes encontró en el Ministerio de Hacienda en ocasión que a gestionar iba el despacho de un asunto de Bienes Nacionales que le encomendara su amigo D. Fernando Calpena. Como despertara este simpático nombre los recuerdos y cariños del buen Milagro, se apresuró D. Serafín a contarle lo que sabía de aquel sujeto. Calpena y su amigo Ibero, con sus mujeres respectivas, se habían visto precisados a largarse a Francia, huyendo de los enojos que en Samaniego y en La Guardia hubieron de sufrir a la caída del Regente. En una quinta próxima a la gran Burdeos vivía D. Fernando con su esposa, su madre y un niño que le había nacido a fines del 44; y no lejos de esta familia, en otra vivienda muy campestre y apacible, moraban Ibero y Gracia, la cual se iba portando mejor que su hermana, pues ya había echado al mundo dos chiquillas. Contentos estaban al parecer y sosegados de ambiciones, como quienes satisfechas veían todas las terrestres; sólo deseaban que la política de nuestra tierra aprendiera y enseñara el respeto de las opiniones, para poder las dos familias volverse a las dulzuras patriarcales de La Guardia».
Día grande fue el siguiente, 11 de Octubre, en que el buen pueblo de Madrid admiró y gozó el espectáculo grandioso de la Corte y Real familia en pública exhibición desde Palacio a la iglesia de Atocha. Desde muy temprano el vecindario discurría por las calles anticipando con su alegría las emociones de tan soberana fiesta, y las tropas acudían con marcialidad y bullanga, como en son de simulacro de una batalla, al estratégico plan de cubrir la carrera, lo que no debía de ser cosa fácil, a juzgar por el ir y venir de Generales con sus escoltas, y el presuroso correr de ayudantes de órdenes llevando las precisas para la movilización de los cuerpos y el señalamiento de posiciones. Las once serían cuando empezó a salir de Palacio la inmensa culebra de fastuosos coches, con cabeza de reyes de armas y cola de brillante caballería... El ambulante besamanos era la mayor dicha de los madrileños, orgullosos de que no hubiese en extranjeros países ninguna corte que tal boato y gusto desplegase. El tiempo ha envejecido estas demostraciones un tanto carnavalescas y pide mayor sencillez, y estilo y ornamentos conformes con la estética general. A esto dicen que no se ha descubierto el arte palatino que pueda sustituir a la decoración e indumentaria del género Luis XV o Gran Federico. Pues si no se ha descubierto ese arte, que se den prisa a descubrirlo, pues ya son insoportables las carrozas decoradas como tabaqueras y suspendidas de un armatoste feísimo; aquel cochero de muñecas mal sentado al borde del pescante, los rígidos lacayos que van haciendo equilibrios en la zaga, y la absurda superabundancia de ocho corceles para tirar de cada vehículo. La noble estampa del caballo resulta atrozmente desfigurada con aquellos moños de riquísimas plumas que les ponen en la cabeza, y su fiereza y gallardo juego de manos se pierden en el fúnebre recogimiento con que los llevan. No es bien que la Monarquía se eternice en este barroquismo, negándose a la feliz asimilación de las formas de la industria moderna, y persistiendo en las lentitudes, en la insufrible pesadez de aquel paso de procesión, llevando a las reales personas en urnas, como si fueran reliquias.
Pero en el feliz año del casamiento de nuestra Soberana, no se aburrían aún los madrileños viendo pasar con lúgubre parsimonia la interminable cáfila de carruajes, algunos llamados de respeto, y no por vacíos menos lujosos que los demás. Y había entonces personas que se sabían de memoria todo el material suntuario de Guadarnés y Caballerizas; designábanlo coche por coche, palafrén por palafrén, marcando el color de los tiros y la bien ordenada combinación de plumas, y de cada una de las partes del inmenso cuerpo palatino daban cuenta sin equivocarse. «El Infante Don Francisco de Paula -decían- llevaba el tiro de seis caballos bayos con penachos rojos... el duque de Aumale, tiro de seis caballos atigrados con plumeros encarnados y azules, imitando la bandera de Francia... la Reina Cristina, caballos blancos con penacho azul... la Infanta Luisa Fernanda, seis caballos perla con blanco plumaje... Su Majestad la Reina y su marido, ocho caballos de color castaño claro empenachados de blanco...». Y no se les despintaba el coche de carey, el de caoba, que iba de respeto; el de los dos mundos, el de nácar, el de Carlos III...
Fue a parar toda esta máquina de barroquismo elegante a la más ruin y destartalada iglesia que han visto los siglos cristianos, Atocha, inexplicable fealdad en el país de las nobles arquitecturas, borrón del Estado y de la Monarquía, pues uno y otra no supieron dar aposento menos miserable a las cenizas de los héroes y a los trofeos de tantas victorias. La Corte y su inmenso séquito de dignatarios, embajadores y palaciegos no cabía dentro de tan pobre recinto. Era un contraste penoso el que hacía tanto lujo, belleza y elegancia con la mezquindad del templo, con su traza de callejón y las polvorientas escayolas que lo decoraban. Apenas entrados Reyes, Príncipes y magnates, ya estaban deseando salir, no encontrando allí ni lucimiento, ni visualidad, ni siquiera aire que respirar. Los que podían ver algo en medio del conjunto neblinoso que formaban en el presbiterio las figuras culminantes, veían tan sólo caras pálidas y aburridas en medio de un centelleo mágico de piedras preciosas y entre el brillo de rasos y tisúes. A la salida, toda la admiración de los ojos era para la Reina madre, que vestida de terciopelo carmesí, coronada de diadema resplandeciente, arrebataba por su incomparable belleza, gracia y Majestad. Pero todo el regocijo de los corazones, toda la efusión de las almas era para la Reina Isabel, para su juventud risueña y llena de esperanzas, para su rostro sonrosado, en que la virginidad y la gracia picaresca fundían sus encantos; para su nariz respingona, que bien podía llamarse una nariz popular; para su boca, que no habría sido tan simpática si fuese más chica; para su desarrollo de garganta y busto, más avanzado de lo que ordenara la edad; para todo aquel conjunto lozano y sonriente, y aquella inocencia frescachona. Desfilando en la soberbia carroza, entre las apretadas masas de pueblo, iba Isabel en sus glorias; gustaba de las exhibiciones al aire libre, ante gentes que en nada se asemejaban a las empalagosas figuras palatinas. Entre el pueblo y ella había algo más que respeto de abajo y amor de arriba; había algo de fraternidad, un sentimiento ecualitario de que emanaba la recíproca confianza. Nunca hubo Reina más amada, ni tampoco pueblo a quien su Soberano llevase más estampado en las telas del corazón. Por esto, el mayor goce de Isabel era ver las caras mil complacidas, satisfechas, que a su paso le sonreían; no se cansaba de saludar a todos, cara por cara si podía, y de buena gana habría puesto nombre a cada semblante para añadir la expresión de la palabra a la de la sonrisa. Corto se le hacía el trayecto de Atocha a Palacio.
En verdad que el pueblo ha querido de veras a la Reina Isabel, así en sus tiempos felices como en los desgraciados. La quiso en la niñez, en la juventud, en sus desposorios, en todo su reinado, sin que los errores de ella amenguaran este afecto; la quiso cuando la vio tambaleándose al borde del abismo; la quiso también caída, y todo se lo perdonaba con una garbosa y campechana indulgencia, como entre iguales.
Hasta en el caminito del cementerio hubo de ser contrariada en sus direcciones y deseos la pobre Doña Leandra, pues ella quería ir hacia el Sur (que en San Nicolás se le designó sepultura), y aunque se previno que el fúnebre cortejo se pusiese en marcha antes de las tres para poder zafarse a tiempo de la gran aglomeración de gente, no halló paso franco en la calle de Alcalá, por mor de la formación, y tuvo el negro carro que tirar hacia el Norte con su comitiva de coches, los cuales no eran muchos, porque algunos amigos de la familia no encontraron alquilones ni para un remedio. Cortada también la Puerta del Sol, dieron larguísima vuelta por excéntricos barrios para coger las vías de la zona meridional; y tan grande fue la tardanza, que al fin llevaban el convoy funerario a paso de carga, cosa en verdad muy impropia de los viajes mortuorios. Milagro, que el duelo presidía, iba dado a los demonios, primero por el retraso, después por la precipitación irreverente; y como se vino la noche encima, no hubo más remedio que hacer de prisa y corriendo el sepelio de la manchega, metiéndola en el nicho, donde sus pobres cenizas debían labrarse, con ayuda del tiempo, la petrificación del olvido.
De vuelta del entierro, Milagro y su compañero Centurión hablaron de política y del duelo de los Carrascos, entremezclando ambos asuntos por exigencias ineludibles del discurso. Contó D. José a su amigo que le habían dado verídicas noticias de Eufrasia, del lugar en que escondía su oprobio y del estado de ánimo del tal Terry, a quien personas de muchísimo respeto trataban de catequizar para la reparación que así la sociedad como su propio decoro le pedían. Mas era tan compleja la historia, y en ella tan inesperados y enredosos incidentes aparecían, que no juzgaba D. José oportuno contársela al buen Carrasco en ocasión de tanta tristeza por la pérdida de su esposa, pues si sobre un dolor tan acerbo se le echaba la pesadumbre de las barrabasadas de la hija, fácil era que no pudiese el hombre resistirlo, y se largara también para el otro mundo. Acertadísimo era este consejo, y ambos amigos determinaron dejar pasar los nueve días de convencional pena para informar a D. Bruno de negocio tan delicado.
Dígase también que fue inexorable el buen manchego con sus hijos, sometiéndoles a duelo riguroso con renuncia absoluta de todo festejo, ordenándoles que ni de lejos vieran iluminación ni fogata, que ni por el olor se enteraran de función de teatro ni de danzas populares, y que no asomaran las narices por la Plaza Mayor, queriendo guluzmear la corrida de toros con caballeros rejoneadores, pues no era propio de muchachos serios participar del regocijo público cuando lloraba la familia, no sólo la muerte de la incomparable, de la virtuosísima, de la santa señora y madre, sino otras desdichas altamente desconsoladoras, que no era preciso nombrar. Conformáronse los chicos con tan radical prohibición, que el padre, no seguro de la obediencia, garantizó con penoso encierro, y cuando Bruno y Mateíllo salieron a la calle, ya no había nada: todo estaba obscuro, solitario; sólo vieron el triste desarme de los palitroques y aparejos de madera, lienzos desgarrados y sucios por el suelo, y las paredes de todos los edificios nacionales señaladas por feísimos y repugnantes manchurrones de aceite. Parecían manchas que no habían de quitarse nunca.