-Ello era una emboscada -dijo Doña Leandra-. ¡Si serían granujas!

-Espérate un poco. Yo, como tan lelo me tenían con las alabanzas, me dejé conducir, como un pobre buey cansino a quien llevan al matadero... Entré... Tan pagado estaba yo de mi papel de buen español entre los mejores, que por las escaleras arriba me iba riendo de satisfacción, y cuando vi que los porteros se quitaban la gorra galonada, tan finos, ¿que me creí?, que se daban la enhorabuena por ver entrar en la casa a la flor y nata de los buenos españoles. Metiéronme en el despacho del señor Presidente del Consejo, que allí estaba de palique con dos o tres mamalones junto a la chimenea... ¡Ay!, la vista de González Bravo me trastornó; a punto estuve de echar a correr. ¿Cómo había yo de cruzar mi palabra honrada con aquel pillete, con aquel libelista escandaloso, con el acusador de Olózaga, con el difamador de la Reina Cristina, con el hombre impúdico que se ha puesto a la Nación por montera, y a todos quiere hacernos esclavos? Temblando estaba yo de que acabase con aquellos señores y viniese sobre mí... No podía yo recibirle sino con cuatro coces y bofetadas...

-Ya, ya lo entiendo todo, Bruno; no sigas. El tunante de Brabo quería cazarte con reclamo, y una vez cogiéndote allí, ¿qué le faltaba más que mandar salir a los guindillas que tenía escondidos, y sujetarte con sogas y llevarte a los sótanos?... Ya veo claro que así fue, y que logrando escaparte, andas ahora en la grandísima zozobra de que vengan a prenderte.

-Si eso hubiera hecho conmigo el tal González, no estaría yo tan turbado y afligido como ahora lo estoy, ni creería, como creo, que debo pegarme un tiro... Déjame que siga contándote, y los cabellos se te pondrán de punta... Pues acabó el Ministro con los otros, y vino a mí muy risueño, alargándome las dos manos.

-¡Ah... hi... de tal!... Comido de cuervos se vea.

-Socobio y Nocedal me presentaron y discretamente se fueron, y solo con la fiera me vi. Yo temblaba: el hombre me hizo mil carantoñas, mandándome sentar a su lado y dándome palmaditas en el hombro. Yo debí echarle mano al pescuezo y decirle: «¡Perro, traidor!...» pero lo que hice fue darle las gracias, todo confuso. «No veo en usted -me dijo el Ministro-, más que al buen español; no veo al sectario, ni eso me importa. Yo también he sido sectario, todos lo somos, y en el furor de bandería hemos cometido mil errores... Pero alguien ha de ser el primero en mandar a paseo las sectas y las denominaciones ridículas, alguien ha de haber que haga el llamamiento a la España robusta, varonil y sana, y ese alguien seré yo, o al menos pretendo serlo. Ayúdenme los buenos, y ya verán si se puede o no se puede...».

-¿Y tú...?

-Me quedé de una pieza; abrí la boca un palmo; no supe decir más que ju, ju... Francamente, me trastornaba oír tales cosas a un hombre que era para mí el más aborrecido, el más despreciable del mundo. No puedo repetir las cosas magníficas que me fue diciendo, tan bien parladas, con tal retintín de verdad y tanto aquel, que yo no sabía lo que me pasaba. Habías tú de oír su acento, y ver cómo los ojos hablaban mejor aún que la palabra... En fin, que el hombre me tenía embobado, me tenía loco. Yo me acordaba de cuando le veía desde la tribuna, vomitando mil infamias contra Olózaga, llamando poco menos que figurón a Espartero, gavilla de mentecatos a la Milicia Nacional, y me acordaba también del torcedor que me andaba por dentro oyendo tales villanías, y de las ganas que yo sentía de bajar y darle de patadas, o de ahogarle de un achuchón... Pues nada: el mismo sujeto en quien puse todos mis odios, ahora, charlando conmigo de silla a silla, me volvía lelo, me cautivaba y me convertía en un monigote... Todo por la fuerza de su amabilidad, de la miel de su labia, del juego de sus ojos y de aquel sortilegio con que el maldito se explica... Yo debí tomar una actitud muy digna y decirle: «señor González, todas esas cosas se las cuenta usted a su abuela, y a mí déjeme en paz, que tengo malas pulgas, y si me hurgan...». Pero nada de esto dije, y el muy tuno volvió a coger el incensario, dándome con él en las narices... Que yo soy un hombre de arraigo... Eso ya lo sabía... Que soy representante genuino de la clase media, el justo medio, del buen sentido y tal... que el Gobierno hará una política de concordia, de atracción, manteniendo el orden, eso sí... y procurando que los buenos españoles... ¡Demonio de González! Acabó de volverme tarumba cuando me dijo que el objeto de haberme llamado era, ¡Dios me valga!, ofrecerme el mismo puesto para que me nombró Cantero... Yo me quedé como quien ve visiones, figúrate... Respondile que mi conciencia, que tal... todo en medias palabras sin sentido, por causa del gran trastorno en que aquel hombre me había puesto... Insistió en que aceptase, burlándose con mucha gracia de mis escrúpulos. Los hombres se deben a su país, no a una cofradía, y tal y qué sé yo... Respondí que lo pensaría, pues la cosa es grave... pero muy grave... ¿No lo crees tú así?

Nada contestó Doña Leandra: abierta de par en par su boca por causa de la repentina estupefacción, ni las palabras hallaban manera de producirse, ni el pensamiento acertaba con la generación de las ideas.

«Y no paró aquí la cosa, Leandra -prosiguió D. Bruno-. Aún me faltaba la sorpresa mayor, y fue que el señor Ministro me manifestó tener conocimiento de mi pleito con el Estado por lo del Pósito. ¡Mira que estar enterado el tío, y saber todo lo que nos pasa!... Luego me dijo: 'Esta desdichada Administración nuestra es una máquina mohosa que no anda... Yo me propongo simplificarla de resortes para que los asuntos vayan más a prisa'. Y cuando me lamentaba yo de que los gobiernos anteriores no me hubieran resuelto cuestión tan sencilla, el hombre dijo: 'Es una iniquidad, un grande atropello. Como mi política es una política de reparación; como me propongo estar siempre a la defensa de todos los intereses legítimos, y facilitar, no entorpecer... desde luego aseguro a usted que dé por resuelto ese asunto en la forma que ha solicitado, pues es de rigurosa justicia...'».

Como oyese un gruñido de su esposa, Don Bruno la miró asustado. A la luz de la vela que rápidamente se consumía, moqueando a goterones el sebo y elevando en medio de la llama un pábilo negro y pestífero, vio el manchego la faz de Doña Leandra descompuesta por un asombro semejante al de los apóstoles cuando presenciaron la Transfiguración del Señor. Estaba la buena mujer en éxtasis, la boca entreabierta, la respiración imperceptible, los ojos fijos en un punto del techo, donde veían por un boquete la Bienaventuranza...

«Todavía no he concluido, mujer -siguió D. Bruno-. Aún queda algo... lo más salado, lo más increíble. El Sr. D. Luis me dijo: 'Ya sé que tiene usted mucha familia. Al chico mayor, que ha entrado en los diez y ocho años, podríamos colocarle...'».

-¡Un destino al niño! -exclamó Doña Leandra con voz un tanto desgarrada, volviendo hacia el marido su faz lívida, su mirada que reproducía el rojizo fulgor de la vela-. ¿Pero qué estás diciendo, Bruno? ¿Tú y yo soñamos?

-No, mujer, que estamos bien despiertos.

-¡A ti el empleo gordo, lo de Pósitos resuelto, y a Brunillo un destino con que atender al calzado de toda la familia! -dijo la manchega, pellizcándose los brazos para convencerse de que no soñaba-. Eso es chanza, Bruno, o el D. Luis te lo decía para escarnecerte antes de mandarte al patíbulo.

-Tú lo expresas como una doctora de Salamanca -dijo Carrasco echando su alma en un suspiro-, porque el darme este Gobierno tantas cosas, colmando todos mis deseos, es mandarme al patíbulo, no a la horca material, sino a la moral como quien dice; es deshonrarme, quitarme la virtud que más me enorgullece: la consecuencia. Ya ves, ya ves el conflicto que me ha traído ese hombre, ese diablo, con sus ofrecimientos, y harto comprendes que esté yo en la mayor amargura y en la vacilación más horrible, porque si no acepto pierdo la mejor coyuntura para restablecer y asegurar mis intereses... ¿cuándo me veré en otra?, y si acepto, ¡carambolos!, heme aquí deshonrado para siempre ante mi partido, ante mi adorada Libertad... Mereceré que mis compañeros de opinión me escupan a la cara. Figúrate las pestes que dirán de mí, lo que pensará el Duque, y cómo se holgarán los cangrejos de haberme comprado por un pedazo de pan. No, no, Leandra: yo no puedo vender mi alma, y mi alma es la Libertad. Bien claro se ve a lo que tiran esos bellacos; tiran a deshonrar al Progreso, para poder decir: «veles ahí, con tantas ínfulas y tanto presumir; veles ahí viniendo a lamernos las manos por el mendrugo que les echamos». No; Bruno Carrasco no puede prestarse a esta villanía; Bruno Carrasco no es un pelele de estos que llegan a Madrid muertos de hambre; no es de estos que gritan en las calles y alborotan, para que les den unas sopas, y en viendo el cazuelo se callan; no, no soy yo de estos... Y como no paso por tal ignominia, tendremos que recoger los bártulos y volvernos a nuestro pueblo, y allí, pegados al terruño y a la labranza santísima, esperaremos a que una nueva revolución nos traiga otra vez el Progreso... Cree tú que sin Progreso no hay paz ni decencia en la Nación...

La idea de restituirse a la Mancha con toda la familia trastornó súbitamente el caletre de Doña Leandra; pero al mismo tiempo la idea de los dones ofrecidos por González Bravo determinaba en el propio cerebro una confusión tempestuosa, que habría terminado por estallido formidable si la señora, echándose mano a la testa, no la comprimiera como para sujetar los dos hemisferios que querían separarse y caer cada uno por su lado.

«Bruno de mi alma -dijo la manchega participando del conflicto en que su esposo se veía-, si me pides consejo, no puedo dártelo en cosa tan grave con prontitud y seguridad, como cuando me preguntas si debemos sembrar alforfón o berberisco. A estas horas, las cabezas caldeadas no pueden dar de sí un pensamiento claro... Acostémonos y procuremos el descanso... pidamos a Dios el auxilio de su gracia y de su luz para resolver lo que sea más conveniente. Yo estoy, con todo lo que me has dicho, como si me hubiesen dado una paliza, o como si me hubiera caído de la torre de la iglesia... Déjame que recapacite, que coja la balanza y vaya pesando las cosas... Descansa, hijo, descargado ya de ese secreto: lo que yo discurra, lo que yo desentrañe, mañana lo sabrás. Ya no se habla ni una palabra más por esta noche».

Diciéndolo, y sin esperar observaciones ni respuesta, entapujose, y a su alcoba enderezó el paso, dando tumbos y chocando en las paredes, y se inhumó al fin en su lecho, como un difunto correntón que vuelve al descanso de la sepultura. D. Bruno, soltada ya por virtud de la confianza la opresora pesadumbre que agobiaba su espíritu, se tendió de largo y cogió un tranquilo sueño, que era sueño atrasado de tres noches. Doña Leandra, hecha un ovillo, la cabeza casi tocando a las rodillas, velaba meditando...