Bocetos
El pueblo español no quiere, por ahora, más que política. Hace bien si eso le engorda. Pero es el caso que El Tío Cayetano se ha echado a escritor para contribuir con su óbolo de experiencia, ya que no ciencia, a la ilustración de ese mismo pueblo y está dispuesto como nunca a llevar a cabo su patriótica resolución.
Dentro de ella, se viene ocupando hasta aquí de las cosas y de las ideas. Hoy se propone ir diciendo algo de las personas: no de Juan ni de Pedro concretamente, que esto fuera entrar en un terreno indigno del que sienta en su corazón algo más noble que la envidia, la malevolencia o el despecho, sino de ciertas especies que hoy como nunca se agitan y pululan entre el pueblo, poco avezado al trato de estas entidades, y mal conocedor, por consiguiente, de sus méritos y de sus picardías.
Entre la compacta y varia falange que desfila en mi imaginación en este instante hay una figura que se enreda obstinadamente entre los puntos de mi pluma cada vez que intento dar principio a mi tarea. Sin duda desea ser la primera y yo no debo desairarla. ¿Quién no tiene sus asomos de supersticioso? Por otra parte, el modelo es altamente simpático, y, por si no nos vemos en otra, no estará de más elegirlo para hacer boca.
El lector debe conocerle mucho: le habrá visto recogiendo en sus brazos a cuantos resbalan en la calle sobre una cáscara de melón, vendando las heridas de todos los descalabrados y corriendo la lista de suscripción a beneficio de un pobre artista trashumante. Él es «la única desgracia que hay que lamentar» en todos los incendios. Cuantas quiebras ocurren en su pueblo le cogen un pico, y si en alguna se reparte, por milagro, tal cual dividendo, él es el único acreedor que no cobra un céntimo. Hace la tertulia a sus inquilinos, los vela si están enfermos, y aun les convida a comer aliquando, y raro es el que no se le marcha dejándole la llave debajo de la puerta sin clavos.
Educado según el antiguo régimen, cree en Dios a puño cerrado y está por los Gobiernos de resistencia. La política le quita el sueño; pero no como una afición, sino como una pesadilla horrible; no la comprende bien, nada espera de ella, y, sin embargo, todo lo teme.
Si, mandando los suyos, se habla de secuestros o de deportaciones por atentados contra el orden:
-Hombre -dice muy bajito en la calle a cada uno de sus amigos-, ¿me has oído tú alguna palabra inconveniente, alguna frase que pueda interpretarse en mal sentido para el Gobierno?
-¿Qué temes?
-Todo lo malo, chico: la cosa está muy tirante, y como nadie está libre de un rato de mal humor, o de un falso amigo, o de un calumniador infame... Por otra parte, yo sueño recio, y ¿quién sabe si una criada...? En fin: mientras esto pasa me largo en paz y en gracia de Dios, que el mejor de los dados es no jugarlos, y el hombre precavido vale por dos.
Y en ocho días no se le vuelve a ver.
Como los perros la tempestad, él huele las revoluciones por instinto; y en estos casos su miedo truécase en terror. Mira con curiosidad a cuantos braceros pasan a su lado; examina sus ademanes, estudia sus miradas y descompone y desmenuza la menor de sus palabras sorprendida al vuelo. Y como las que así caza resultan contrahechas, la dificultad se agrava para él. Todo sonido en ao le huele a palos; toda exclamación fuerte le parece un grito revolucionario; toda interjección dudosa, una amenaza de muerte a la clase de levita.
-Pero ¿tú qué temes? -se le pregunta.
-Hombre -responde-, déjame de cuentos, que en estos casos no se mira a quién se da, y si le despampanan a uno de un garrotazo, con él se queda por de pronto.
-Pero tú no eres hombre significado en política, eres pacífico, eres bueno...
-Sí; pero algunas veces me he expresado con demasiada vehemencia contra ciertas gentes, y estos dichos se exageran, y, en fin, para no morir asado, huir del fuego es lo mejor.
Y se eclipsa otra vez.
Y tiene la desdicha de volver en plena efervescencia popular. Nadie se mete con él; pero se aturde al ruido de una puerta; la gota de un tejado sobre su sombrero le parece un balazo a quema ropa, y le suenan a motines las parrandas nocturnas.
Y se larga a los ocho días, y así se pasa la vida.
Con los suyos tiene una equivocación y teme que la misma tirantez, que tanto le agrada, llegue a irritar a los otros y a precipitar el alzamiento.
Con los otros teme que le confundan con los suyos y le hagan pagar lo que en rigor no debe.
Entre tanto no cobra de ninguno de ellos y contribuye con todos; no tiene voz ni influencia en ninguna situación, y con todos teme y sufre; nadie le hace caso y de todos recela. En suma; es un aventurado con la conciencia limpia como un diamante y con los sobresaltos y congojas de un conspirador sempiterno.
A esta clase de hombres, lector amigo, estréchales la mano si te la tienden. No te sacarán de apuro grave, ni te enseñarán muchas cosas que tú no sepas, porque sus recursos no lo dan de sí; pero te pondrán el corazón en los labios cuando te hablen, y esto no es poco, en los tiempos que corremos.
Algo menos familiar te será este otro tipo. No es extraño. Es hombre que se prodiga poco. Cuando se exhibe lo hace en toda regla; pero es en ciertas pompas de no fácil acceso para la gente de poco más o menos. Ama los relumbrones y la bambolla, y por eso ha formado siempre en procesiones de rúbrica, donde las cruces y los pendones, aunque sean de cofradía, representan el estado mayor.
Ocupa sólida posición y podría ser independiente, si quisiera; pero es soberbio, ambicioso y pedante, y necesita los saludos de los próceres y los abrazos en público de los representantes del Poder. Cala largo, y no vive al día como el vulgo de los mortales. Quiere asideros para todas las situaciones, y palancas de toda clase de maderas para remover todo género de obstáculos.
Por eso es polaco con Sartorius, de orden con González Bravo, escéptico con Posada Herrera y librepensador con los revolucionarios; como hubiera sido familiar del Santo Oficio en tiempos de Felipe II.
Suele ser hombre de tanta memoria como énfasis, y a ella se debe la popularidad de sus méritos; porque, según sus relatos, no hubo calaveradas como las de su juventud, ni epigramas como los de su ingenio, ni verdades como las de su boca, ni primores como los de su pluma contra los hombres de la situación que, por turno, está debajo cuando perora. Pero, por un fenómeno incomprensible y providencial, esa misma memoria no alcanza a recordarle que lo que está diciendo de los troyanos con los tirios es lo mismo que decía de éstos cuando él era troyano.
Hay que hacerle la justicia de que no cambia de color súbitamente, sino por grados y a medida que las situaciones se van entornando. Como los gatos, quiere caer, en pie, y no economiza las precauciones al efecto. A un hombre semejante no podía ocultársele que plantarse en Mazzini desde Calomarde sin haber pasado siquiera por Olózaga no argüiría gran limpieza de convicción.
En algunos 'ejemplares estos cambios reposados suelen ser hijos de un miedo supino al hallarse en una nueva región entre elementos que se han combatido desde arriba.
En todo caso, este tipo, con la conciencia política tan sucia, tiene con el anterior, que es la primera misma, un punto de semejanza: el miedo. El uno tiembla porque no se le vea cómo es; el otro suda por sostener la máscara con que se disfraza.
Este, por instinto legitimista y aristócrata, anda en tiempo de efervescencia popular arengando a las masas y mendigando los abrazos de una chaqueta.
Mucho ojo, lector, por si se te acerca.
No creas en sus convicciones, no te seduzcan sus lisonjas. Si te busca es porque te teme, o porque te necesita. Incapaz de amar a nadie, ni de poner a ninguna al par de su importancia ni de su inteligencia, al rodearse de una corte de admiradores su mayor placer sería aniquilarla de un solo golpe después de haberse servido de ella. Como el tirano de Roma, la quemará también por alumbrar su soberbia con el fuego de sus ruinas.
(De El Tío Cayetano, núm. 7.)
20 de diciembre de 1868.