Blasones y talegas: 1
- I -
editarDe la empingorotada grandeza y el coruscante lustre de sus antepasados, he aquí lo que le restaba, catorce años hace, al señor don Robustiano Tres-Solares y de la Calzada.
Un casaquín de paño verde con botones de terciopelo negro.
Un chaleco de cabra, amarillo.
Un corbatín de armadura.
Dos cadenas de reló con sonajas, sin los relojes.
Un pantalón de paño negro, muy raído.
Un par de medias-botas con la duodécima remonta.
Un sombrero de felpa asaz añejo, y
Un bastón con puño y regatón de plata.
Esto para los días festivos Y grandes solemnidades.
Para los días de labor:
Otro casaquín, incoloro, que soltaba la estopa de los entreforros por todas las costuras y poros de su cuerpo.
Otro corbatín, de terciopelo negro, demasiadamente trasquilado.
Otro chaleco, de mahón, de color de barquillo.
Otro pantalón, «de pulga», con más p asadas que un pasadizo.
Otro sombrero de copa, forrado de hule.
Unas zapatillas de badana; y
Un par de abarcas de hebilla para cuando llovía.
Como ornamentos especiales y prendas de carácter:
Una capa azul, con cuello de piel de nutria y muletillas de algodón; y
Un enorme paraguas de seda encarnada, con empuñadura, contera y argolla de metal amarillo.
Como elementos positivos y sostén de lo que antecede y de algo de lo que seguirá:
Una casa de cuatro aguas con portalada y corral, de la que hablaremos luego más en detalle.
Una faja o cintura de vicios y retorcidos castaños alrededor de la casa.
Un solar contiguo a los castaños por el Sur, dividido desde tiempo inmemorial en tres porciones, prado, huerto y labrantío, por lo que se empeñaba don Robustiano en que tenía tres solares, y que ellos daban origen a su apellido; un solar, repito, mal cultivado y circuido de un muro apuntalado a trechos, y todo él revestido de una espesa red de zarzas, espinos y saúco.
Algunos carros de tierra en la mies del pueblo; y
Un molino harinero, de maíz, zambo de una rueda, que molía a presadas y por especial merced de las aguas pluviales, no de las de un mal regato, pues todos los de la comarca le negaban últimamente sus caudales.
Item, como objetos de ostentación y lustre:
Un sitial blasonado junto al altar mayor de la Iglesia parroquial.
Y un rocín que rara vez habitaba bajo techado, por tener que buscarse el pienso de cada día en los camberones y sierras de los contornos.
Item más. Tenía don Robustiano una hija, la cual hija era alta, rubia, descolorida, marchita, sin expresión ni gracia en la cara, ni el menor atractivo en el talle. No contaba aún treinta años, y lo mismo representaba veinte que cuarenta y cinco. Pero, en cambio, era orgullosa, y antes perdonaba a sus convecinos el agravio de una bofetada que el que la llamasen a secas Verónica, y no doña Verónica.
Por ende, al verse colocada por mí en el último renglón del catálogo antecedente, tal vez enforcarme por el pescuezo le hubiera parecido flojo castigo para la enormidad de mi culpa; pero yo me habría anticipado a asegurarla, con el respeto debido a su ilustre prosapia, que si en tal punto aparece no es como un objeto más de la pertenencia de su hidalgo padre, sino como la segunda figura de este cuadro, que entra en escena a su debido tiempo y cuando su aparición es más conveniente a la mayor claridad de la narración.
En el ropero de esta severa fidalga, he dicho mal, en su carcomida percha de roble, había ordinariamente:
Un vestido de alepín de la reina, bastante marchito de color.
Un chal de muselina de lana rameado; y
Una mantilla de blonda con casco de tafetán, de color de ala de mosca.
Con estas prendas, más un par de zapatos, con galgas el en los pies, un marabú en la cabeza y un abanico en la mano, ocupaba Verónica, junto a su padre, el sitial blasonado de la iglesia los días festivos, durante la misa mayor.
Ordinariamente no usaba, ni tenía más que un vestido de estameña del Carmen, un pañuelo de percal y unas chancletas.
Y con esto queda anotado cuanto a nuestros personajes les quedaba que de público se supiese.
Penetrando ahora en la vida privada para conocer también algo de ella, conste que tenían un Año cristiano y la ejecutoria, envuelta, por más señas, en triple forro de papel de bulas viejas. Con el primero daban pasto a su fervor religioso, leyendo todas las noches la vida del santo del día. Registrando los blasones y entronques de la segunda fomentaban más y más su vanidad solariega.
Así nutrían el espíritu.
En cuanto al cuerpo, un ollón de verdura, con escrúpulos de carne y un torrezno liviano y transparente como alma de usurero, se encargaban de darles el poco jugo que los dos tenían.
Exprimiendo y estirando hasta lo invisible las casi implacables rentas que les proporcionaban las tierrucas, podían permitirse aliquando el lujo de una arroba de harina de trigo, que amasaba doña Verónica, dándoles una hornada de panes que duraban tres semanas muy cumplidas, alternándolos prudentemente con las tortas de borona que se comían los dos ilustres señores a escondidas y con grandes precauciones.
He dicho que el Año cristiano y la ejecutoria constituían el pasto y deleite espiritual de esta familia, y no he dicho bastante, pues conocía don Robustiano otro placer que, si bien muy relacionado con el de hojear la ejecutoria, era aún mucho más grato que éste y, en concepto del solariego, más edificante y trascendental. Consistía en rodearse siempre que hallaba ocasión, y él procuraba encontrarla casi todos los días, de aquellos convecinos suyos más influyentes en el pueblo y de más arraigo, y evocar ante ellos las gloriosas preeminencias de sus antepasados, de las que él apenas vislumbró tal cual destello tibio y descolorido. En tales y tan solemnes momentos, empezaba por explicar la significación histórica de las figuras de su escudo de armas: por qué, verbigracia, el león era pasante y no rampante, por qué era grajo y no lechuza el pajarraco que se cernía sobre el árbol central; por qué eran culebras y no velortos lo que se enroscaba al tronco de éste; qué querían decir los arminios del tercer cuartel, que los aldeanos habían tomado por un cinco de copas bastante mal hecho, etc. etc... Y desde tal punto iba descendiendo, poco a poco, por el árbol de su familia, cuyas raíces alcanzaban, claras, evidentes y perceptibles, hasta la época de los Alfonsos. En cuanto al espacio comprendido entre esta época y las anteriores, la leyenda de sus armas, esculpida en todos los escudos de su casa, copias fidelísimas del que constaba en la ejecutoria, le llenaba digna y elocuentemente. Decía así:
Antes que Adán fuera padre,
Por noble era insigne ya
La casa de Tres-Solares.»
Y entonces entraba lo bueno. Según don Robustiano, sus mayores cobraron marzazgas, martiniegas, yantares y fonsaderas; no pagaron nunca derechos al Rey «e le fablaban sin homenaje». Uno de ellos fue trinchante, en época posterior, de la mesa real, y más acá, acompañando otro a su Alteza a una cacería, tuvo ocasión de prestarle su pañuelo de bolsillo y hasta, según varios cronistas, unas monedas para obsequiar a un mesonero. Cuando pasó Carlos V por la Montaña pernoctó en su casa, dejando por regalo al día siguiente un hermoso mastín que apreciaba mucho el Emperador, el cual regalo dio origen a la colocación de las dos esculturas que lucía la pared de su corral, una a cada lado de la portalada, y que groseramente tomaban los aldeanos por dos de la vista baja, o sean cerdos, con perdón de ustedes. Aún más acá, dos hembras de su familia fueron acompañantas de una Princesa de sangre real, y un varón sostuvo cuarenta años pleito con el Duque de Osuna, sobre si a aquél correspondía o no poner seis plumas en vez de cuatro en la cimera del casco del escudo. Todavía en tiempos más modernos, ayer, como quien dice, un su abuelo fue Regidor perpetuo de toda aquella comarca; otro cobró alcabalas y barcajes, y, por último, su padre, como era bien notorio, gozó muchos años los derechos de pontazgo y de pesca sobre tres pontones de otros tantos regatos del país, y todos los cangrejos, langostinos y hasta zapateras que se cogieran en las mismas aguas de los propios regatos. Echar las campanas a vuelo y sacar el palio hasta la puerta de la Iglesia para recibir en ella ciertos días a algún pariente suyo, se vio en el pueblo constantemente; sentarse junto al altar mayor en sillón de preferencia, lo disfrutaba él; enterrarse cerca del presbiterio, todos, hasta su padre inclusive, lo lograron por legítimo, propio y singular derecho. ¿Y privilegio de talas, de estrena de puertos y derrotas, exención de plantíos y de reparto de camberas, o prestaciones... y tantísimas cosas por el estilo?... «Pero, ¡ay, amigos!» (y aquí cambiaba don Robustiano su tono campanudo y reposado por otro plañidero y dolorido), «a otros tiempos otras costumbres. Cundieron los francmasones; la impía, la infame filosofía del francés invadió los pueblos y cegó a los hombres; cayó el Santo Oficio; asomó la oreja la Revolución; aparecieron los herejes; dejaron de infundir respeto a la plebe cuatro emblemas heráldicos esculpidos en un sillar; sostúvose sacrílegamente que todos los hombres, como hijos de un padre común, éramos iguales en condición, así como en el color de la sangre, creyéndose una grilla lo de que algunos privilegiados la teníamos azul; para colmo de maldades, nos hicieron trizas los mayorazgos y tragar más tarde una Constitución; y como si esto junto no fuera bastante, para no dejarnos ni siquiera una mala esperanza, muere Zumalacárregui al golpe alevoso de una bala liberal. De tan horrible desquiciamiento, de tan inaudita perversión de ideas, ¿qué había de resultar? El sacrificio estéril, pero cruel, de cien víctimas inocentes como yo; la irrupción en los poderes públicos de los descamisados; la herejía, el desorden, la confusión..., el escándalo universal.»
Todo esto y mucho más, decía don Robustiano a sus convecinos, revistiéndose de cuanta elocuencia y dignidad podía disponer, con el doble objeto de satisfacer esa necesidad de su alma y de vengar en los groseros destripaterrones, con la exhibición de tanto lustre, ciertas voces que corrían por el pueblo en son de burla sobre las privaciones y estrecheces que sufrían los dos descendientes de tanto ringo-rango. Por supuesto, que los aldeanos oían al solariego como quien oye llover, y al ver su casaquín raído, no daban un ochavo por toda la letanía de grandezas, que, puestas en el mercado, no valdrían a la sazón medio celemín de alubias. Pero don Robustiano creía lo contrario, y se quedaba tan satisfecho.
La misma relación hacía con frecuencia a su hija durante las largas noches del invierno. ¡Y vaya si se engreía doña Verónica al conocer las grandezas de sus progenitores! ¡Vaya sí gozaba y si se le ensanchaba el encogido espíritu con la ilusión de que estaba muchos codos por encima de la grosera plebe que la rodeaba en su lugar, único mundo que conocía! ¡Vaya si se juzgaba tan alta y tan ilustre como la más encopetada princesa!
Todas las horas del día que estos entretenimientos, más los indispensables de comer y dormir la siesta, dejaban libres a don Robustiano, las invertía en pasear, bostezando, su larga, arrugada y derecha talla por el balcón principal, o solana, de su casa, si llovía, o por el solar si hacía bueno, echando de paso a la calleja las piedras que los muchachos habían metido en el cercado al arrojarlas sobre los castaños vecinos para derribar su codiciado fruto.
Verónica, entretanto, recosía unas medias, soplaba la lumbre o bajaba al huerto a sallar medía docena de berzas cuando estaba segura de que nadie la miraba. Todo lo emprendía, todo lo tocaba y todo la aburría al instante, porque es de advertir que Verónica, con toda su ilustre condición, era, amén de otras cosas, tan holgazana como asustadiza, recelosa y huraña.
Sabía leer mal y escribir peor, gracias a que su padre se lo había enseñado en casa, pues éste no quiso que su hija, cuando niña, asistiera a la escuela del lugar, donde necesariamente había de rozarse, con peligrosa familiaridad, con toda la morralla femenil de sus toscos convecinos.
Ya adulta, no la dejó tampoco asistir al corro, donde la gente moza baila, goza y ríe; ni la permitió visitar una tertulia casera, ni una hila, ni una deshoja. Para que formara una idea del primero, la acompañó varias veces a que le viera por encima de las tapias del solar, en cuanto a las segundas, sólo las conocía, con repugnancia, por los relatos exagerados que, respecto a la descompostura y licencia, le hacía don Robustiano.
De este modo la pobre chica pasó por su niñez y llegó al colmo de la juventud sin una amiga, sin una compañera de juegos e inocentes confidencias, sin haberse reído una sola vez con expansión; sin poder deleitarse con el recuerdo de una mala travesura; sin un deseo vehemente, sin una alegría completa, sin una pena, y lo que es peor, sin poder darse cuenta de su propio carácter ni del de los demás.
La portalada de su casa, con la palanca perpetuamente atravesada por dentro, no se abría, sino en las ocasiones indispensables, o cuando llamaba a ella cierta vecina ya entrada en años, chismosa y cuentera, que les hacía los recados y que, por un fenómeno inexplicable, se había ganado el afecto y, lo que es más asombroso, la familiaridad de don Robustiano, que no honraba con ella por no desprestigiar su grandeza ni aun a su propia hija. Siendo esta mujer la única que trató Verónica con intimidad, amoldóse por entero a su criterio, y tomando su voz por un oráculo, hízose, por necesidad, chismosa como ella. Oír a esta mujer y murmurar a su lado de todo el mundo sin conocerle, era la única tarea que no cansaba a la solariega doncella. Que no amó jamás; es decir, que nunca tuvo novio, no hay para qué consignarlo; su corazón fue siempre extraño a semejante necesidad, además de que su posición era lo menos a propósito para creársela. En los mozos del pueblo, como si fueran seres de otra especie, ni reparó siquiera, saturada como estaba de las máximas aristocráticas de su padre. En cuanto a pretendientes ilustres dignos de ella, ni los había a sus alcances, ni a proponérselos de afuera se presentó embajador alguno dentro de su corral, ni, en verdad sea dicho, le atormentó un solo instante su falta. La vida de Verónica, por obra y gracia de su señor padre, pasaba, dentro de la casona, como fuera de ella la de los castaños; éstos vegetaban con sol y aire, ella con el escaso pan de cada día, los chismes de la vecina y las declamaciones de su padre. Sabía que era noble, que le estaba prohibido el trabajo grosero, aun cuando le necesitase para no morirse de hambre; sabía que eran plebeyos cuantos seres la rodeaban en el pueblo, y como no la enseñaron jamás a cansarse buscando la razón de las cosas ni el fundamento de ciertas ideas, apegada a las suyas postizas, como el árbol a la tierra, dejaba pasar sobre sí años y acontecimientos sin curarse más de ellos que de mi abuela. Ni más sabía ni más necesitaba.
Escasísimas eran las palabras que entre ella y su padre se cruzaban durante el día, si al buen señor no le daba por hablar de sus antepasados, o por renegar de los tiempos presentes, en los cuales los hombres de su importancia nada tenían que hacer. Por lo demás, si bien es cierto que no amaban gran cosa, tampoco se aborrecían.
Don Robustiano sabía de memoria todos los apellidos ilustres de la Montaña, y conocía, hasta en su menor detalle, sus respectivos lemas y escudos de armas; pero jamás citaba a las familias, sino por el nombre del pueblo en que residían. Así, por ejemplo, decía: «los de...»[1] y sabido era que se refería a la familia del señor Fulano de Tal, que radicaba en aquel punto. Profesaba a algunas de ellas, por tradición, cordiales simpatías, y a otras, también por herencia, odio implacable; pero ni las unas ni las otras podían jactarse de haber atravesado, en los días de don Robustiano, los umbrales de su puerta. No era otra la causa de que cuando éste, de Pascuas a San Juan, iba a visitar tal o cual santuario, o a espolvorearse un poco en la feria de acá o de allá o a la capital, rodease media provincia, si era preciso, por no tocar en casa de los de A o de B, como en su concepto mandaba la buena cortesía, si las tales casas se hallaban en el camino recto. De este modo creía él que estaba excusado de recibir en la suya visitas de tal calibre.
Por eso, cada vez que, después de oírse ruido de herraduras en la calleja contigua, llamaba alguien a su portalada, salía corriendo Verónica, y decía, fingiendo la voz:
-¡No está en casa!
Y esta mentira la soltaba por el ojo de la llave, apretando fuertemente con ambas manos el picaporte y cuidando mucho de que no se le vieran las chancletas por debajo de la portalada.
Si el que llamaba no se alejaba en el acto, añadía con zozobra:
-¡Y no vendrá en todo el mes!
Y si aun insistía el de afuera, concluía la de adentro con espanto:
-¡Y está sola la casa... y se llevó la llave don Robustiano!
En seguida se retiraba, y su padre, que observaba el suceso con un ojo por el ventanillo o cuarterón de la puerta del estragal, le decía con febril ansiedad:
-¡Ahora arriba; y silencio, aunque echen la puerta al suelo!
Y el pobre señor sufría angustias de muerte cada vez que se hallaban en trances semejantes, porque es de advertir que su carácter era afable y expansivo, y su corazón noble y hospitalario; pero el orgullo, el pícaro orgullo de raza, el ardiente celo por el lustre de su estirpe, eran más fuertes que él, y no podía resignarse a mostrar aquel roñoso polvo de su grandeza, aquella angustiosa desnudez de sus hogares preclaros, a los, en su concepto, más esponjados rivales suyos en timbres y pergaminos.
La verdad es que las grandezas interiores de la casa de don Robustiano mejor estaban para apuntaladas que para vistas... Y a propósito: esta ocasión es la más oportuna para dedicar a aquélla el párrafo que le tenemos prometido. Vaya, pues.
Dividíase el edificio en tres partes: baja, principal y alta. En la primera se hallaban las cuadras, el anchísimo soportal y la bodega. La segunda estaba, a su vez, dividida por un largo carrejo en dos porciones iguales, una al Sur y otra al Norte. Constaba aquélla de tres piezas, dos de las cuales eran dormitorios y la restante un gran salón llamado de Ceremonias por la familia, y sépase por qué. Según don Robustiano, allí recibían sus mayores los homenajes de sus súbditos; allí trataban y pactaban de potencia a potencia con los señores de aquende y de allende en los apurados conflictos que surgían a cada instante por cuestiones de etiqueta o de administración; allí, en fin, se verificaban todos los actos domésticos que más sublimaban el recuerdo histórico de los ascendientes preclaros de don Robustiano. Por eso consagraba éste al salón de Ceremonias un respeto casi religioso: no entraba en él en mangas de camisa, ni escupía sobre su suelo, ni consentía que se abriese más veces que las puramente indispensables. Por lo demás, no le quedaban otras señales de sus pasados altos destinos que dos retratos ahumados y sin fisonomía ni traje perceptibles a la simple vista, aunque el solariego aseguraba que eran las veras efigies de dos de sus abuelos; un sillón de vaqueta, blasonado; tres sillas cojas, de lo mismo; una mesa apolillada, de nogal, con gruesos relieves, y las ensambladuras del techo manchadas y corroídas por las goteras. Tal es la historia del salón de Ceremonias, y tal era el salón mismo. De las dos piezas inmediatas a él, hay muy poco que hablar: estaban tan desnudas y deslucidas como el salón, y es cuanto se puede decir, no contenían más que las camas, de alto y pintarrajeado testero, eso sí; la percha de Verónica, una silla de encina por cada cama, un Crucifijo y una mala estampa de Santa Bárbara encima de la de don Robustiano, y otra percha para la ropa y sombreros de éste.
La parte Norte constaba del mismo número de piezas que la del Sur; pero una estaba ya sin tillado cuando Verónica vino al mundo; la otra se quedó sin techo pocos años después, merced a una invernada cruel que entró por el tejado, llevándose detrás los cabrios, las latas, las tejas y el pedazo de desván correspondiente; la otra, sala de comer y de tertulia en los buenos tiempos, había perdido la mitad del muro exterior, quedando en su lugar un boquete que tenía que tapar don Robustiano todos los otoños a fuera de rozo, morrillos y barro de calleja, únicas reparaciones asequibles a sus fondos, por el cual boquete se empeñaban en meter la cabeza todas las iras del invierno. Felizmente, la cocina, que se hallaba en terreno neutral a una de las extremidades del carrejo, había quedado servible y respetada de los temporales. De manera que don Robustiano no había tenido más remedio que irse replegando poco a poco a la parte del Sur, a medida que la del Norte se arruinaba. Al fin y al cabo, el pobre señor, disponiendo aún de media casa, y de media casa enorme, apenas podía revolverse en ella, y eso que su ajuar estaba reducido a la última expresión. Para comprender este, al parecer, contrasentido, hay que observar que en cada salón de los citados se podía dar una batalla. Del desván no quiero hablar, pues tal se hallaba, que hasta una mirada le conmovía. No obstante, debe citarse un tesoro que encerraba, un tesoro, en concepto de don Robustiano: dos piezas roñosas de una armadura de un su ascendiente que peleó en San Quintín. Yo juraría que eran dos grandes vasos o cangilones de noria; pero cuando el solariego decía lo contrario, sabido se lo tendría. Dentro del corral (que, como es de ene, estaba al Sur y contiguo a la casa), había un pabellón habitable, aunque muy pequeño, que don Robustiano llamaba la glorieta. Allí tenía el solariego todos sus papeles de familia y escasísimos libros de abolengo en una alacena embutida en la pared, junto a una mesa de castaño, sobre la que había una carpeta de badana y un tintero de estaño. Enfrente del pabellón había una teja-vana que servía de leñera, y al lado de ésta un pozo con el correspondiente lavadero.
Añada el lector a todo lo que queda dicho un largo balcón a cada fachada del edificio, un escudo de armas grabado en alto relieve sobre cada puerta, y media torre almenada, cubierta de hiedra en el ángulo del vendaval, y tendrá una idea de lo que era por dentro, por fuera, por abajo y por arriba la casa de don Robustiano Tres-Solares y de la Calzada, llamada en el pueblo, de cuyo nombre tampoco yo quiero ni debo acordarme, el palacio.
Hemos dicho que de higos a brevas hacía don Robustiano un viaje a la capital, o a alguna feria o santuario de la provincia, y es conveniente añadir cómo le hacía, pues este cómo le comía a él la atención mucho tiempo antes y después de la expedición, y constituía uno de los acontecimientos más graves de su estirada y económica existencia.
Concebido el proyecto cuatro o cinco meses antes de realizarle, le consultaba con Verónica y con la almohada, soñaba con él y le rumiaba con lo que comía, y sólo a vueltas de muchas semanas de brega se atrevía a aceptarle como un hecho, tras de muchos y muy recios suspiros, como aquel que se decide a acometer una empresa heroica y descomunal. ¡Y entonces empezaba el trajín gordo! Examen por Verónica del vestido de gala de su padre, costura a costura, botón a botón, pelo a pelo; pasada al calzoncillo; remiendo a la espalda del chaleco; zurcido a la pechera de la camisa; refuerzo a un ojal; cepillo y saliva a esta mancha; estirón y puñetazo a aquella arruga. reposición de jaretas..., y para todo ello, en atención a la transparencia y esencial debilidad de las prendas, un pulso y un equilibrio en los movimientos como si se anduviera con telas de araña o panes de dorar. Esto, por lo que hace a Verónica.
Don Robustiano, por su parte, frotaba las botas con parvidades de tocino; las ponía al sol dos o tres días, y cuando ya las hallaba flexibles y a su gusto, golpe de cepillo y betún, hasta que corrían por su pellejo enjuto mares de sudor y asomaba al de las botas un destello vergonzante y ruboroso de lustre. Examinaba pieza a pieza todas las de la montura de su jamelgo, y afirmaba con bramante encerado las flaquezas de aquellos achacosos viejos restos de mejores días; pero en lo que echaba todas sus fuerzas y ponía los cinco sentidos, era en bruñir las armas de su casa esculpidas en las placas enmohecidas del frontalete y del pretal, y en las abrazaderas de los estribos de celemín. Un mocetón, hijo de un rentero suyo, que al día siguiente había de servirle de paje, o espolique, se encargaba de rascar con un par de garojos el encrespado pelambre del rocín que, pastando siempre a su libertad, como ya se ha dicho, estaba hecho una miseria a fuerza de revolcarse en el polvo y en el barro de las callejas.
Al amanecer se levantaba don Robustiano el día destinado al viaje; daba, por extraordinario, un pienso de maíz al penco; le ensillaba, colocaba en sus respectivos sitios las alforjas y la capa, y dejando las bridas preparadas junto al pesebre, mientras con los granos en él diseminados se regodeaba el manso bruto, se vestía pausada y escrupulosamente con las galas que conocemos, tomaba un huevo pasado por agua, y después de almorzar en la cocina un torrezno de espolique, vestido de día de fiesta y con la chaqueta al hombro, bajaban ambos al corral. Allí se embridaba al caballo; daba don Robustiano, por vía de prueba, un par de tirones a las cinchas y, calzando una espuela en el pie derecho y santiguándose luego tres veces, decía al paje, puesto ya en actitud de montar:
-Cuidado con olvidarte de los requisitos de costumbre; sobre todo a la llegada al parador. Allí, ya lo sabes, fuera el sombrero y en seguida mano al estribo y al bocado. Yo, aunque viejo, soy bastante ágil, y si no hay correspondencia y auxilio en los movimientos, puedo llevarme detrás la silla al desmontar, ¡a fe que haría la triste figura un hombre de mis circunstancias rodando por el suelo a los pies de su caballo! Por lo demás, distancia respetuosa siempre... y lo que te he repetido mil veces.
Y esto tan repetido era, que mientras caminasen por callejas o sierras solitarias podía permitirse el paje tal cual interpelación o advertencia familiar a su amo; pero que se guardara muy bien de hacerlo y de no observar la más rigurosa compostura cuando atravesasen barriadas o caminos reales. Sólo en casos muy apurados, le concedía el derecho de interpelarle en público, y eso con tal que no omitiese el previo señor don, exigencia en la cual no hubiera hallado nada que reprochar el mismo ilustre paisano suyo, el famoso Don Pelayo, Infanzón de la Vega.
¡Y era cosa de admirar cómo cabalgaba don Robustiano! Erguido, cerrada sobre el muslo la diestra mano, las riendas en la izquierda a la altura del estómago, las cejas arqueadas y los labios contraídos, impasible a todo cuanto a su lado ocurriese, atento sólo a devolver los saludos que le dirigían los transeúntes, hundido hasta la cintura entre la capa arrollada en el arzón delantero y las alforjas; fijando alguna vez los ojos fruncidos en el rígido cuello de su cabalgadura, y dándose aires de inquietud por los desmanes fogosos de ella, como si capaz fuese de permitirse tanto lujo de vigor. A una vara del estribo izquierdo marchaba el espolique con su chaqueta y el paraguas del amo al hombro, al mismo trote pausado y monótono del rocín.
En tal guisa, parándose a respirar a la sombra de este castaño, bebiendo el mozo un trago de lo fresco... en la fuente de más allá, llegaban al punto prefijado, del que necesariamente habían de volver a casa antes que el sol se ocultase; pues el solariego, ni por razón de alcurnia ni de carácter, osaba caminar de noche, inerme y solo, o poco menos.
Era de rigor entre los hombres de su importancia volver con las alforjas llenas. Don Robustiano las atracaba de lechugas o de cualquier otro vegetal parecido que, costando poco, abultara mucho.
Sus expansiones con Verónica durante muchos días después de la expedición y a propósito de ella, eran del siguiente jaez: -¿Por qué me miraría tanto un lechuguino que hallé en tal punto? Quizá me conociera. Lo mismo me sucedió con unos personajes que iban en coche: hasta sacaron la cabeza para verme mejor. -Creí conocer a una dama que viajaba en jamugas. -Me pareció, a lo lejos, bastante deteriorada la casa de los de Tal. -De los siete que comimos en la mesa redonda, tres debían de ser títulos: uno de ellos me hizo plato; los demás me parecieron gentuza de poco más o menos... Por cierto que ahora se gastan unos carranclanes que con ellos parecen títeres los hombres: el marqués que comía a mi derecha tenía uno. -En el pueblo de Cual se está levantando un palacio: supuse que le harían los de X..., pero se me dijo que le fabricaba, ¡pásmate!, un rematante de arbitrios...
Si el viaje había sido a Santander, los comentarios subsiguientes, aunque del mismo género, eran más minuciosos, y jamás se le olvidaba contar que, merced a su destreza, el caballo galopó muy erguido al salir por la Alameda, a consecuencia de lo cual todo el señorío que en ella paseaba se le quedó mirando, y muchos personajes le saludaron, entre ellos uno que llevaba bastón con borlas y que, en su concepto, debía de ser el Intendente.
Creo que el lector con lo que apuntado dejo hasta aquí, tiene cuanto necesita para conocer, algo más que superficialmente, al nobilísimo don Robustiano. En esta inteligencia omito de buen grado otros muchos detalles que aún pudieran añadirse al bosquejo. Pues bien: este personaje, en la ocasión en que yo le exhibo y tal como ustedes le han visto, era feliz. Y quiero que así conste, por si de los pormenores referidos no se desprendiese muy clara semejante felicidad que, dicho sea de paso, no debe chocar a nadie que se fije un poco en las condiciones morales del solariego.
«Las revoluciones, el materialismo grosero de la época», aboliendo los derechos y las preeminencias que llenaron las escarcelas y los graneros de sus mayores, barrieron hasta el polvo de sus pergaminos, sobre los que ya no fiara el siglo una peseta, y dejaron limitado el sostén de su grandeza al miserable producto del exiguo mayorazgo, castigado en la mies por la cizaña y el pan de cuco, y en el hogar por el orín y la polilla. Pero aún su vanidad era independiente; aún no había tenido que humillarla delante de ningún villano en solicitud de un mendrugo para acallar el hambre; aún el árbol venerando de la familia se ostentaba virgen, sin el menor injerto de leña grosera; aún la piqueta revolucionaria no había profanado los enhiestos escudos de su morada...; en una palabra, don Robustiano tenía pura la sangre de su linaje, pan para nutrirse y casa blasonada que le prestaba abrigo en el invierno y sombra en el verano. Es decir, tenía cuanto un pobre de su alcurnia, de sus ideas y de su carácter podía apetecer en los tiempos que corrían, y en ello fundaba su mayor vanidad.
- ↑ Coloque el lector en este espacio el nombre del pueblo de la Montaña que más adecuado al asunto le parezca. Pues yo no me atrevo a hacerlo por mi propia cuenta, conociendo, como conozco, la susceptibilidad aprensiva de más de un fidalgo paisano mío.