Belzú
- I -
editarAl escribir estas líneas, que bosquejan a grandes rasgos la figura del hombre ilustre cuyo nombre las encabeza, he creído cumplir un deber. Mientras las traza mi humilde mano, dos plumas magistrales se ocupan del mismo objeto, y desarrollarán de un modo brillante los detalles de aquella esplendorosa existencia. Pero la vida humana, y notablemente la de que nos ocupamos tiene dos faces: una de luz, otra de sombra. Una iluminada por los rayos de la dicha, de la fortuna, de la gloria; la otra perdida en la oscuridad de la pobreza, en las tinieblas de los días de dolor y de prueba. Los dos ilustrados biógrafos, fueron testigos y parte integrante de la primera: yo, compañera inseparable de la segunda.
Por tanto, y esperando que este modesto relato sirva en algo al complemento de aquellos importantes trabajos, lo he seguido, y le doy cima.
Manuel Isidoro Belzu nació en la Paz el 4 de abril de 1811. Fueron sus padres don Gaspar Belzu y doña, Manuela Umeres. Recibió su educación primaria en las aulas que los Padres franciscanos tenían en el convento de este orden. Su grande inteligencia le habría hecho distinguir con brillo en la carrera de las letras, si desde muy temprano el joven Belzu no hubiese manifestado un carácter inquieto, aventurero y caballeresco, que se avenía mal en los bancos escolares, y pedía instintivamente una espada y un corcel.
En efecto, apenas a la edad de 13 años, se escapó un día del aula, fue a reunirse al ejército independiente pocos días antes de la batalla de Zepite, y con el fusil al hombro, combatió como soldado en aquella gloriosa jornada. Después, envuelto en el desastre que la siguió, disperso, a pie, y ocultándose de pueblo en pueblo, fue reconocido y arrestado por un oficial amigo de su familia, que lo trajo a la Paz y lo entregó a su madre.
El joven volvió al aula pero no su pensamiento, ni sus aspiraciones, que habían quedado entre las filas de los libres; y las visiones de la guerra venían de continuo a interponerse entre él y los libros de la ciencia, y así pasaron dos años; y los días gloriosos de Ayacucho vinieron, y el ejército libertador se derramó como una avenida de luz en todo el alto Perú.
El general Sucre había distinguido entre los oficiales de la secretaría del virrey La Serna a un joven inteligente y laborioso a quien dio su confianza y lo llevó a su lado. Era este un hermano de Belzu, mayor suyo en muchos años, y que habiéndolo criado, lo amaba como a un hijo.
A su paso por la Paz, tomolo consigo, y lo llevó a Chuquisaca, dándole colocación como escribiente en una de las secciones del ministerio.
Pero no era esa la cuenta del joven Belzu. Aborrecía de muerte la existencia sedentaria de las oficinas; frecuentaba las academias militares, y quien lo buscaba estaba seguro de encontrarlo, con el libro de ordenanzas en la mano, sentado en el escaño de los oficiales de guardia a la puerta de los cuarteles.
Un día que el batallón, Legión Colombiana, había salido de Chuquisaca con destino al Cuzco, hacia el fin de la etapa, el capitán Salaverry que mandaba granaderos en aquel cuerpo, fue abordado por un muchacho que le pidió lo diese de alta en su compañía. El capitán reconoció en él al oficinista visitador de los cuarteles: ¿qué descubrió aquel héroe en ciernes en el niño que tenía a la vista? Lo cierto es que en el momento lo recibió como distinguido, y le dio un puesto en la marcha. Desde ese día, Salaverry lo tomó a su cargo. Usando con él de un extremado rigor, al mismo tiempo que lo enaltecía, elevándolo así, y tratándolo como a igual suyo, imponíale todas las cargas, y le daba todo los trabajos de la Mayoría del cuerpo, encargada a él en ausencia del segundo jefe. Nunca lo apartaba de su lado. Él mismo le enseñó el manejo de las armas; y el joven ganó, tanto con aquella intimidad, que muy luego obtuvo el grado de subteniente. Belzu recordó hasta el último día de su vida, la saludable influencia que aquella severidad protectora ejerció en su juventud; y cuando vino al Perú con el ejército boliviano en la inicua invasión de 1839, rehusó siempre su acción personal en los combates contra aquel que, según su propia expresión, había dado nueva vida a su alma.
En 1828, iniciada y abierta la campaña contra Bolivia, Belzu vino con el ejército peruano, más bien que como soldado, como acompañante de la esposa del general Gamarra, que lo estimaba y distinguía entre los oficiales de su clase.
Llegado el ejército al Desaguadero, Belzu, viendo realizarse la invasión, pidió su separación servicio, en razón de no poder entrar a su patria como enemigo. Gamarra quiso disuadirlo de aquella idea; pero la bella Francisca Subiaga, que también sabía comprender todo lo que era noble y generoso aprobó la resolución del joven; lo abrazó, y usando del supremo ascendiente que ejercía en el ánimo de su marido, le ordenó acceder a aquella demanda.
Belzu volvió a su país, donde poco después tomó servicio como primer ayudante en el batallón 1.º de Bolivia.
Posteriormente, habiendo caído en desgracia del general Santa Cruz, presidente de la República en aquella época, fue confinado a Cobija en clase de ayudante de aquella gobernación.
Belzu marchó a desempeñar aquel triste destino con la alegre imprevisión de la juventud, y permaneció allí algún tiempo; pero un día, a consecuencia de una carta en que su anciana madre le manifestaba el temor de no volver a verlo a causa del estado deplorable de su salud, Belzu, sin solicitar licencia de nadie, ensilló su caballo, ciñó su espada y partió.
Llegado a la Paz, fue a presentarse al general Santa Cruz.
Este, al verlo, se imaginó alguna novedad ocurrida en el puerto; y le preguntó el objeto de su venida.
-El destierro me era insoportable -respondió Belzu, con la cruda franqueza que le fue característica-. No he cometido ninguna falta que pudiera autorizarlo, y vengo a pedir a usted que lo haga cesar.
Santa Cruz, acostumbrado al servilismo que lo rodeaba, quedó aturdido ante aquella audacia inaudita en los fastos de su administración; mas volviendo luego de su asombro a impulsos de la cólera, avanzó hacia Belzu con el puño levantado. Pero el joven oficial dando un paso atrás, y desnudando a medias su florete, le dijo con serenidad y mesura:
-Conténgase vuestra excelencia, y lleve entendido, que, si valiéndose de su autoridad, quiere ultrajarme, la nación me ha dado esta espada para hacer respetar al soldado que la sirve.
Santa Cruz se contuvo, en efecto; pero mordiéndose el labio de rabia, llamó a su guardia, y haciendo aprender a Belzu, lo mandó en reclusión a la fortaleza de Oruro.
Un día que el coronel Ballivian pasaba por aquel punto con el batallón lo que mandaba, fue a visitar en su prisión al ayudante que le habían quitado para enviarlo al destierro. Ballivian lo estimaba. Llamábalo el bajo del batallón; lo echaba de menos y escribió a Santa Cruz pidiéndole su libertad y su antiguo puesto en el cuerpo.
Santa Cruz concedió lo primero; pero envió a Belzu como supernumerario al batallón N.º 3, que se encontraba en Chichas, y que poco después pasó de guarnición a Tarija.
Allí, Belzu conoció, amó y se unió en matrimonio con una hija del general Gorriti, emigrado argentino.
Demasiado jóvenes ambos esposos, no supieron comprender sus cualidades ni soportar sus defectos; y aquellas dos existencias se separaron para no volver a reunirse sino en la hora suprema al borde del sepulcro.
Santa Cruz, que en su prevención contra Belzu, y a pesar del relevante mérito del joven oficial, lo había postergado hasta entonces, le dio al fin, pero como regalo de boda, la efectividad de capitán, y el grado de sargento mayor.
Después, y sucesivamente, sirvió en el batallón N.º 4 y en el ministerio de la guerra, donde se hallaba cuando en mayo de 1835 se abrió la campaña sobre el Perú.
En la batalla de Yanacocha, donde se distinguió entre los más valientes, fue ascendido a comandante y segundo jefe de un cuerpo, con el que siguió la campaña sobre el norte.
Belzu desaprobó abiertamente la actitud del mandatario de Bolivia, desde el momento en que de auxiliar se convirtió en conquistador. Consagró lágrimas de dolor y de indignación al sacrificio de la ilustre víctima del 18 de febrero, y nunca, según su propia expresión -nunca sino en aquella guerra impolítica, el cumplimiento del deber militar fue penoso para él.
Así, cuando el ejército llamado pacificador hubo llegado a Lima y que Belzu encontró incorporados a él muchos de sus antiguos camaradas del ejército peruano que ahora lo abordaron cariñosos, él se alejó de ellos con desprecio: aquella alma honrada no podía perdonarles su traición.
Entre esos hombres había uno, que, incapaz de comprender el noble sentimiento que dictaba la conducta de Belzu en aquella ocasión, se vengó de él más tarde; pero como se vengan los traidores; con una venganza ruin. Ese hombre se llama Pezet.
Entretanto, a pesar de las ideas subversivas de Belzu, el ánimo de Santa Cruz había cambiado mucho respecto a él.
Desde Yanacocha las cualidades de este bravo oficial lo habían forzado a estimarlo; pero demasiado orgulloso para olvidar la severa lección que dio un día a su despótica arbitrariedad, lo mantenía alejado. Mas después del ataque de Ninabamba, en que el valor y la serenidad de Belzu salvaron el honor boliviano, forzando al enemigo a una pronta retirada, Santa Cruz lo olvidó todo, abrazó a Belzu, colmolo de elogios, y lo llevó a su lado.
Abierta la campaña del norte contra el ejército chileno, Belzu dejó de ser edecán de Santa Cruz para servir como segundo jefe en el batallón N.º 4, se distinguió en Buin, y otros encuentros con los valientes hijos de Lautaro.
Un día, el 20 de enero de 1839, los dos ejércitos, perú-boliviano y chileno-peruano, se encontraron frente a frente en los campos del Yungay.
Los hijos de los héroes de Maipú, a fuerza de audacia habíanse hecho dueños del cerro conocido con el nombre de «Pan de azúcar», y desde allí acribillaban con un fuego mortífero el ejército boliviano.
Santa Cruz, viendo diezmados sus escuadrones, que comenzaban a desbandarse tendió en torno una mirada, y exclamó con esa voz que resonó triunfante en Pichincha:
-Venga aquí el soldado más valiente, quien quiera que sea; tome una compañía, y desaloje a los chilenos de aquella cumbre.
Santa Cruz no había acabado de hablar, cuando Belzu, al frente de una compañía, escalaba las ásperas pendientes del cerro.
Un momento después, cubierto de ensangrentado polvo, bajaba solo: la compañía entera había sucumbido.
Sin proferir una palabra; sin pedir órdenes, tomó otra compañía y volvió a la carga.
-Bien ¡comandante Belzu! -le gritó Santa Cruz a lo lejos.
El combate fue ahora largo, encarnizado. Belzu a pie y espada en mano subía al través de la tromba de balas que venían de arriba y barrían a sus soldados, cuyos mutilados cuerpos rodaban a los precipicios que flanqueaban su camino.
De repente, y a la revuelta de un peñasco donde se había empeñado una lucha cuerpo a cuerpo, una voz, dominando el tumulto de las armas, gritó en lo alto saliendo de las filas enemigas:
-¡A la derecha, bravo oficial!
Belzu instintivamente se inclinó hacia aquel lado.
En el mismo instante, un trozo de roca, empujado por la mano de un soldado chileno, cayó a su izquierda y se estrelló en tierra.
Poco después Belzu bajaba de nuevo solo: toda su gente había perecido, y él volvía en busca de otro refuerzo.
Esta vez Santa Cruz lo detuvo.
-Basta, bravo entre los bravos -le dijo con voz solemne-. El deber está cumplido, el honor satisfecho. Salvemos a nuestros soldados.
En el desbando completo de aquella retirada, Belzu, merced a la influencia que comenzaba ya a ejercer en el ánimo de estos, fue parte a mantener el orden, y reunir a los dispersos, con lo que se logró formar una división compuesta de dos batallones.
Los generales Otero y Pardo de Zela se pusieron a la cabeza de esta fuerza y marcharon al Sur en la intención de reunirse a Santa Cruz.
Nada se opuso a su paso, hasta el punto de Cora-cora más allá de Ayacucho. Allí supieron que aquel a quien iban a buscar, noticioso de la revolución que le cerraba las puertas de Bolivia, se había embarcado en Yslay, y navegaba hacia Guayaquil. Abandonados de su jefe, Otero y Pardo de Zela pensaron al fin en capitular. Para ello era necesario mandar las condiciones al encuentro de Gamarra; y Belzu elegido para el desempeño de esa misión, peligrosa en aquellas circunstancias, marchó inmediatamente a cumplirla.
Dos días después, el coronel Desestua, destacado con una división al alcance de los restos del ejército de la confederación, detenía a Belzu y lo hacía prisionero. Conducido al Callao y encerrado en Casamatas con los oficiales bolivianos que cayeron en manos de los vencedores, muchos entre estos antiguos compañeros suyos en el ejército peruano quisieron sacarlo de allí, garantizando su libre morada en Lima. Belzu rechazó este servicio de la amistad, no queriendo abandonar a sus compatriotas en el infortunio.
Y en efecto durante aquel largo cautiverio, Belzu fue su sostén y su campeón contra la arbitrariedad y las crueldades que el gobernador del Callao, pretendía ejercer con los desgraciados prisioneros.
Si en el campo de batalla había desplegado valor y arrojo, no fue menos el que manifestó desde el fondo de esa mazmorra, exponiéndose diariamente a la venganza de aquel funcionario. Hoy arrancaba de la puerta del calabozo común, un cartel humillante, fijado allí por orden del gobernador; mañana, rechazado un nuevo ultraje inferido por este a sus desventurados compañeros salía al encuentro a aquel loco, y lo arrojaba a empellones del recinto de la prisión.
Así, poseídos de gratitud y admiración ante aquel enérgico comportamiento, los prisioneros bolivianos, entre los que figuraban jefes de alto grado, dieron a Belzu el mando de la triste colonia, sometiéndolo todo a su voluntad. De entonces data el ascendiente poderoso que ejerció durante su vida en el alma de sus compatriotas, y que después de su muerte sublevó un pueblo entero a la sola presencia de su cadáver.
Restituido a la libertad en virtud de un tratado entre el Perú y Bolivia, Belzu regresó a la patria rodeado de un prestigio, que pasó en alarma a los ambiciosos, y que después fue con sobrada razón, motivo de recelo para los gobiernos.
Sin embargo, el general Velazco, presidente de Bolivia, lo recibió con distinción, ascendiolo a teniente coronel, y le dio el mando del batallón 7.º de línea, cuerpo recién formado, y que Belzu puso luego en pie brillante de disciplina.
Derrocado el gobierno Velazco por una revolución, el general Agreda y el coronel Goitia, que la encabezaban, proclamaron al general Santa Cruz, asilado entonces en Guayaquil, y lo llevaron al poder.
Belzu no tomó parte alguna, ni en pro, ni en contra de aquel movimiento: acantonado con su cuerpo en Laja, pueblo situado a seis leguas de la Paz, dejó correr los acontecimientos al grado de la casualidad, esperando, quizá imponerles, a una hora dada, el poderoso contrapeso de su influencia. Así, esa prescindencia fue luego sospechosa a los jefes que dirigían el nuevo orden de cosas. Atribuyéronla a miras de ambición personal, y resolvieron deshacerse de él, o al menos alejarlo del teatro político; pero temiéndolo mucho para atacarlo abiertamente, recurrieron a la traición.
Una noche que, habiendo cedido su alojamiento a la señora del general Vivanco, llegada allí de paso a la Paz, Belzu fue a pedir una cama en el del coronel Goitia, aprovecharon aquella ocasión, y mientras dormía, se arrojaron sobre él; ligaron sus manos, y custodiado por una fuerte escolta lo enviaron camino del Beni.
Pero no había el prisionero llegado todavía a Samaipata, cuando una nueva revolución ejecutada en el ejército por los partidarios del general Ballivian, lo restituyó a la libertad.
De regreso a incorporarse al ejército, encontró a este en Sicasica, donde Ballivian se había retirado para reforzarlo a fin de rechazar la invasión peruana, que a marchas forzadas seguía sus pasos.
Un mes más tarde, la aurora del 18 de noviembre encontró los dos ejércitos, peruano y boliviano, frente a frente, y alineados en orden de batalla a mitad de la extensa llanura de Ingavi.
El batallón 9.º que Belzu mandaba aquel día se encontraba a retaguardia y recibió orden de mantenerse allí de reserva. Belzu no tuvo paciencia para esperar que le mandaran entrar en acción: dejó el mando del cuerpo al 2.º jefe, desenvainó su espada y se arrojó a vanguardia, donde peleó como soldado.
Al siguiente día, Ballivian enviaba a Belzu un edecán portador de las charreteras de coronel y de una orden de arresto por haber abandonado su batallón para ir a batirse sin orden superior.
No obstante, aquella buena inteligencia entre Ballivian y Belzu no debía durar mucho tiempo. Aquellos dos hombres, sintiéndose de igual fuerza en arrojo, audacia y valentía, eran también demasiado semejantes en cualidades y defectos, para que pudieran respirar en paz la misma atmósfera.
Además, un militar de la importancia de Belzu, debía necesariamente inspirar emulaciones y concitarse enemigos, que deseando su caída, trabajaron para ello.
Las sugestiones de estos acabaron de indisponer contra él el ánimo de Ballivian, que, dado a toda suerte de recelos, quiso alejarlo del ejército y lo mandó a ocupar la prefectura y comandancia general de Cobija.
Por una coincidencia singular el odio de dos mandatarios le había dado el mismo punto de destierro.
Mas, ahora, Belzu, lejos de fastidiarse en aquel arido y triste lugar consagrose enteramente a su mejoramiento material y administrativo.
Llamado de nuevo cerca del gobierno, a causa de los amagos de la guerra con el Perú, a su arribo a la Paz fue nombrado comandante general de la división de vanguardia, y marchó a situarse en la frontera. Pero en el momento que recibía la orden de pasar el Desaguadero, y se disponía a ejecutarla, un despacho del gobierno lo llamó precipitadamente a la Paz.
Ballivian lo recibió teniendo en la mano un anónimo en que acusaban a Belzu de conspiración en connivencia con los pueblos del sur. Dióselo a leer, y le hizo reconvenciones en las que llevó el enojo a tal punto, que Belzu se vio forzado a renovar en aquella ocasión la escena habida entre él y Santa Cruz a la vuelta de su primer destierro.
Pero las cosas no pasaron esta vez como en aquella; y si el hijo de Juana Basilia Caleumana sabía dominar sus pasiones hasta la hipocresía, el de Isidora Segurola era demasiado leal para ocultarlas, y muchas veces se dejaba arrastrar por ellas hasta el frenesí.
En un arrebato indigno en aquel grande hombre, llamó a su guardia, y haciendo prender a Belzu lo mandó de último soldado al batallón 9.º que con otros cuerpos se hallaba acantonado en el Obraje a una legua de la Paz.
El coronel Honorato, designado para conducirlo, lo entregó al coronel Ballivian, jefe de aquel cuerpo, y Belzu, despojado de las insignias de su rango, fue dado de alta como soldado raso.
Este incidente produjo grande escándalo en el ejército. Los jefes se creyeron ultrajados en su clase, y los soldados, que tenían ya por Belzu esa adhesión que después se elevó a las proporciones religiosas de un culto, lo rodearon, murmurando sordas amenazas, que dieron a Belzu el pensamiento de una pronta venganza.
En efecto, hablar a la tropa y ponerla de acuerdo con sus proyectos, fue para él obra de pocas horas.
Dueño de todas las fuerzas acampadas en el Obraje, a las cuatro de la mañana del 5 de julio, mientras reinaban en torno la oscuridad y el silencio, levantose de repente del jergón en que yacía, y dando la voz convenida a cuya seña la tropa se alzó en pie y tomó las armas, púsose a la cabeza del batallón 9.º y seguido de los otros cuerpos, marchó sobre la Paz.
Apoderose de la plaza sin ser sentido; marchó con tres compañías al cuartel del escuadrón que, junto con un batallón mandado por el coronel Dávalos, guarnecía la ciudad; sacó formados ambos cuerpos, y los llevó a incorporarse al resto de la fuerza. Enseguida, tomando dos compañías, se dirige a palacio, y ordena a la guardia abrir la puerta. Franca ya esta, no se encontró a Ballivian, que avisado a tiempo se había puesto en salvo.
Viendo fracasado el movimiento en su objeto primordial, la tropa se inclinó a las sugestiones del coronel Mariano Ballivian, traído allí preso; y el tumulto de la reacción recorrió las filas.
Belzu oyó los gritos de la defección; y rodeado de enemigos conoció que era necesario huir para salvarse.
En ese momento, una mano amiga echó sobre sus hombros una capa de paisano y lo impelió hacia una calle oscura y solitaria. Era el coronel Mariano Ballivian. Condiscípulo de Belzu, lo había amado siempre; y en ese momento, corazón magnánimo, no solamente lo amaba: lo admiraba.
Belzu salvó a favor de la tenue luz crepuscular. Solo, perseguido, y cercado por todas partes, guardose de intentar la salida de la ciudad, cuyas garitas estaban vigiladas; y pasando sobre millares de peligros, logró por fin refugiarse en la choza de un indio, a las orillas del río de Challapampa.
Allí vino a buscarlo un amigo, lo ocultó en un subterráneo bajo los cimientos de su casa, y con salida a la de una señora que vivía en el retiro acompañada de una negra.
A esta dio el ama el encargo de cuidar al fugitivo; misión que la negra desempeñó con la adhesión y fidelidad características en su raza.
Belzu, permaneció allí escondido tres meses, en tanto que, en la ciudad y sus contornos se hacían para encontrarlo, exquisitas diligencias.
Sin embargo, la monotonía de aquel encierro se volvió luego insoportable por el carácter activo, impetuoso y osado del proscrito, que sin hablar de ello a sus amigos, comenzó a buscar los medios de efectuar una fuga a pesar de los riesgos que la hacían imposible.
Una mañana de setiembre el señor Sáenz, argentino establecido en la Paz, se hallaba en la garita del Panteón y hablaba con el guarda en lo bajo del corredor al borde del camino.
Mientras hablaba, su mirada, vagando distraída, cayó sobre un indio que, con el képi a la espalda y en la mano el bordón del viajero, subía la áspera senda que conduce a la cuesta. La elevada estatura de aquel hombre, extraña a la raza indígena, fijó su atención en el caminante, y los ojos de ambos se encontraron.
¡Cuáles serían su sorpresa y su inquietud al reconocer a Belzu!
Por una rápida inspiración, cogió bruscamente al guarda por el brazo, y le mostró un águila que volaba sobre sus cabezas, distrayendo de aquel modo la vigilancia del funcionario, mientras el fugitivo se perdía entre los matorrales del camino hondo y pedregoso que desemboca ante el arco del cementerio.
Acostumbrado a las rudas fatigas del soldado, y a favor de aquel disfraz, el proscrito caminó todo el día y a las siete de la noche atravesaba en una balsa el lago de Titicaca, y pocas horas más tarde, descansaba libre en el suelo del Perú.
No de allí a mucho, hallándose en Arequipa, llamolo de nuevo a Bolivia la revolución que, encabezada por los generales Agreda e Irigoyen, estalló en los departamentos del sur. Belzu se situó en Pomata; y una noche acompañado de algunos bolivianos que proscritos, como él habían venido a reunírsele, pasó el Desaguadero y se apoderó de la fuerza que lo guardaba; mas bien esta, al reconocerlos, se le plegó entrando de lleno en sus miras.
Al día siguiente se hacía dueño de dos compañías del batallón 1.º que destacadas contra él de la Paz, a la primera noticia de su entrada al territorio boliviano, lo encontraron en Guarina y se reunieron a él con gritos de entusiasmo.
De allí se dirigió a la provincia de Muñecas, cuyos habitantes, levantados en masa, se pusieron a sus órdenes, proporcionándole toda suerte de recursos. Poco después, la revolución del sur, mal apagada en Vitiche, se extendió al norte, y estalló en la Paz, encabezada, por el coronel Ravelo, quien inmediatamente envió una comisión cerca de Belzu para llamarlo a nombre del pueblo, que reclamaba su presencia.
A su entrada a la Paz recibió Belzu espléndidas ovaciones; y el pueblo, reunido en comicios, le confirió la pluma blanca de general.
Muy luego la revolución se extendió en todos los ámbitos de Bolivia; Ballivian abdicó, retirándose al exterior, y Belzu fue llamado al poder.
Belzu lo rehusó, y envió emisarios al general Velazco, emigrado entonces en la República Argentina, y salió él mismo a su encuentro reuniéndosele en Sucre, y lo invistió del mando supremo.
¿Qué motivos aconsejaron a Belzu no aceptarlo para sí? La convicción, quizás, de que aun no había llegado su hora.
La verdad es que él empleó toda su influencia para sostener a Velazco en el poder, hasta que las intrigas de los partidos lograron separar a estos dos hombres, que, unidos, tanto bien habían hecho a Bolivia.
Impresionado por las sugestiones de Olañeta, hombre superior, ambicioso, e interesado en desquiciar el nuevo orden de cosas, Velazco empezó a desconfiar de Belzu, y muy luego la enemistad se declaró entre ellos.
Un día, con la excentricidad caballeresca genial en él, Belzu se declara desligado de sus compromisos con el gobierno, renuncia la cartera de la guerra que servía, y dejando la capital sin anunciarlo a Velazco, marchó al norte, donde unido a varios cuerpos del ejército, proclamó la revolución que aceptaron, Oruro, Cochabamba y la Paz.
Muy luego, y después de un combate con el resto de las fuerzas que le quedaban al gobierno, Belzu invocado por los pueblos, ascendía al poder.
La narradora rehúsa seguirlo en aquel elevado puesto en que la esposa rehusó acompañarlo también.
Pero, llegado a esas cimas vertiginosas de la vida, Belzu no se deslumbró. Guardó siempre su rectitud incontrastable, su amor a la verdad, y una generosidad que más de una vez desarmó a sus enemigos convirtiendo su odio en fanática adhesión.
Así logró frustrar infinitas revoluciones tramadas contra él en aquel país clásico de la conspiración, a pesar del oro de los ricos, enconados por la protección que dispensaba a los infelices indios, defendiéndolos de sus inicuas arbitrariedades con severa energía.
Realizó, en la hacienda pública, grandes economías que llenaron las arcas nacionales, mantuvo en respetuosa amistad a las repúblicas vecinas, y cumplido su período legal, caso único desde la fundación de Bolivia, transmitió el poder a su sucesor, y se retiró a Europa.
Allí vuelto a la vida privada, hacíase notar por su conmiseración hacia los menesterosos. En aquellos países, donde la civilización, refinando los goces ha entronizado el egoísmo, mirábase con extrañeza y creíase loco a ese filántropo que recorría las comarcas derramando socorros y consuelos sobre los desgraciados.
Empuñó el bordón de peregrino y visitó la Tierra Santa; habitó bajo las tiendas del árabe; recorrió la Turquía y el Egipto; escaló las Pirámides, y subió el Nilo hasta sus cataratas.
En aquellas remotas soledades, fueron a buscarlo los primeros apremios de sus compatriotas que lo llamaban, invocando su civismo contra la despótica arbitrariedad de Linares, elevado al poder por una revolución.
Belzu sabía a qué atenerse respecto a lo que ellos llamaban arbitrariedad en la conducta de aquel mandatario: sabía que era la severidad necesaria en ese país profundamente desmoralizado por la acción de una continuada guerra civil.
Así, no solamente la aprobó, sino que le escribió congratulándolo por aquel rigor saludable en esa actualidad: rigor a que él no tuvo necesidad de recurrir en iguales circunstancias, porque le bastaba solo el prestigio de su nombre.
Como Ballivian, como Velazco, como Córdoba, Linares cayó también, expulsado del poder por sus mismos amigos, y enfermo, casi moribundo, desamparado de todos, refugiose en Chile: y el general Achá, nulidad militar, fue elevado al poder.
Juguete de los partidos, durante el período de su administración se perpetraron en Bolivia atrocidades cuyo recuerdo estremece de horror, y que han dejado en aquel país una herencia de odios que no se extinguirá jamás.
- II - La campiña de seis días
editarBolivia acababa de ver sucumbir su poder constitucional, bajo la acción violenta de un motín militar. Las causas que determinaron aquella catástrofe surgieron todas de la debilidad y vacilación que caracterizaron siempre los actos de la administración Achá.
El período de aquel mandatario tocaba a su fin. Las actas populares proclamaban la candidatura del general Belzu, y este nombre de mágica influencia en las muchedumbres, despertaba, de un confín a otro de la república, ideas de prosperidad y bienandanza, olvidadas hacía largo tiempo. La trasmisión legal iba a efectuarse, y Bolivia se presagiaba una era de ventura.
Sin embargo, aquel de quien la esperaba, en un voluntario ostracismo, se mantenía lejano. Sentado en los hogares de un pueblo extraño, solo, pobre y perseguido por la ruin venganza de un gobernante hostil, negábase al llamamiento de sus compatriotas, a los ruegos de sus amigos y al propio anhelo de su alma, no queriendo que su presencia influyera de manera en la espontaneidad del voto nacional.
Entretanto, una hoguera de intrigas ardía en el seno de esa patria, a cuya tranquilidad se sacrificaba él con tanta abnegación. Gavillas de ambiciosos recorrían el país, entregándose a toda suerte de manejos para escalar el poder.
Y así llegó el 28 de diciembre, en cuya alborada estalló en Cochabamba una insurrección de cuartel. Encabezábala un soldado oscuro, uno de esos generales forjados por el favoritismo de actualidad, y cuyas charreteras arrancan burlonas sonrisas: Melgarejo.
¿Quién era ese hombre? ¿de dónde salió, y cómo cayó en las cuadras de un cuartel? Nadie se ocupó nunca de averiguarlo. Es probable que una de esas levas, que de vez en cuando espuman las masas, lo llevó a vestir la jerga del soldado.
Una noche en diciembre de 1840 estalló un motín en el batallón «Legión», que guarnecía la plaza de Oruro. Encabezábanlo tres sargentos. Choque, Pecho y Melgarejo.
El objeto de aquel motín fue el pillaje. En efecto, saquearon la ciudad y se dispersaron. Melgarejo fue a dar a Tacna, donde se hallaba emigrado el general Ballivian, que lo acogió en su casa, y después lo trajo consigo a Bolivia.
Después, solo tres veces ha sonado el nombre de Melgarejo: las tres en sentencias de muerte pronunciadas por consejos de guerra y revocadas por Belzu, que tres veces le salvó la vida.
El 20 de febrero de 18... la «Época de la Paz» registraba en sus columnas un voto de gratitud dirigido a Belzu por un reo indultado. Firmábalo Mariano Melgarejo.
He ahí el pasado del hombre que el 28 de diciembre asaltó como un bandido el poder constitucional, el vándalo, que cañoneó una ciudad pacífica, entregada al sueño; y pisoteando el libro sagrado de la Ley, se invistió del mando supremo por su propia autoridad, pasando sin transición de los bancos de la taberna al dosel presidencial.
Así, el primer acto de su sacrílego triunfo, fue dar muerte a la constitución. Disolvió el Consejo de Estado, suprimió el municipio, ese elemento equilibrador entre el gobierno y el ciudadano. Plantó la pluma blanca, consagrada al mérito militar, en cabezas infames, dilapidó en torpes saturnales el tesoro nacional, y puso la república como se halla: al borde de un abismo.
El general Belzu se encontraba por entonces en Islay. Él, que, sumiso hasta el fanatismo a la ley constitucional, había resistido al llamamiento de los pueblos, que levantados en masa, lo proclamaron unánimes en marzo de 1862, ahora, a la noticia del peligro inminente que amenazaba a la patria, solo, inerme contando únicamente con su valor, corrió a salvarle o morir. Ni en el desfiladero de Leónidas, ni el abismo de Curcio, hubo más abnegación, que en esas etapas solemnes de Arica a Corocoro, donde llegando solo con su criado, se presentó a tomar el cuartel.
Al verlo, los soldados cayeron de rodillas, y le presentaron las armas. ¿Qué sostenía a aquel hombre en ese sublime abandono de sí mismo? Su confianza en la misión de dicha prosperidad que tenía para la patria, su fe en el amor del pueblo. No engañó esa fe, al ilustre mártir: el pueblo le ha elevado templos en su alma.
El 20 de marzo, la Paz se despertó conmovida con estas palabras: ¡Belzu viene!
Desde esa hora, la ciudad bullía en gozosa agitación. El pueblo, sin armas, llevando solo en los labios el nombre de Belzu, se arrojó sobre la columna que había quedado de guarnición. El oficial que la mandaba (Cortez) ordenó hacer fuego, pero la multitud ahogó aquel movimiento, arremolinándose, compacta en torno de la tropa, y arrebatándole las armas.
A vista de sus soldados vencidos sin pelear, Cortez se puso en fuga.
Esa noche, y al siguiente día, los caminos estaban invadidos por largas hileras de peregrinos que, el alma llena de fervor, corrían al encuentro de aquel hombre tan largo tiempo deseado. Su inesperada presencia en Bolivia les parecía un sueño. Pero muy luego, aquellos que se habían adelantado, volvieron sucesivamente, clamando:
-¡Ya está en Corocoro! ¡Ya está en Viache! ¡Ya está en el Alto!
Aquello fue una escena de locura, de idolatría. Ese hombre no caminaba: lo llevaban en brazos. Seguíanlo pueblos enteros, contemplándolo maravillados; y los que estaban lejos pedían a gritos que los dejaran acercarse para tocarlo, y convencerse de que no era una ilusión. ¡Oh! bello debe ser verse amado de esa suerte: las últimas horas de aquella existencia valían siglos de ventura.
Y él, entregado a esa dicha suprema; al gozo de volver a ver la tierra natal, de aspirar su aire, y soñar para ello la realización de las ideas de mejora y progreso recogidas en sus lejanos viajes, se adormecía en una indolencia extraña en las circunstancias, y enteramente ajena a aquella activa naturaleza. Habríase dicho que lo retenía la mano de la fatalidad.
Así pasaron cuatro días.
En ese corto espacio, cuántos tiernos episodios vinieron a probarle a cada momento el amor entusiasta de sus compatriotas. Los padres le llevaban sus hijos, equipados para el combate; las señoras le enviaban armas cargadas por su mano, y adornadas con ramilletes de flores; las pobres verduleras y fruteras del mercado, desenterrando el producto de los sudores de toda su vida, le llevaron el dinero con que se hizo aquella campaña. Una mendiga paralítica, se arrastró hasta sus pies, y poniendo en sus manos una alcancía en que guardaba, quién sabe cuánto tiempo hacía, los ahorros de la caridad pública, le dijo que allí encontraría algo de sus limosnas. Belzu recibió esta ofrenda llorando de enternecimiento.
Los jóvenes más apuestos de la ciudad se le presentaron armados de rifles, para combatir a su lado. Más de doscientos niños de todas edades y condiciones, solicitaron formarse en cuerpo y velar cerca de él.
Entretanto, el tiempo trascurría, sin que los amigos de Belzu pudieran alcanzar de él la orden de fortificar la plaza para ponerse en actitud de defensa contra Melgarejo, que, recibiendo aviso en Oruro, regresaba a marchas forzadas. Indignábase cuando le hablaban de levantar barricadas, que pudiesen causar daño a la ciudad; y con la poca fuerza que contaba quería batirse en el campo.
El 25 de marzo, un extraordinario anunció la aproximación de Melgarejo con su ejército, y algunas horas después una fuerte avanzada se presentó en el Alto. Belzu mismo seguido de algunos de los suyos, le salió al encuentro. La avanzada huyó, dejando un rezagado que fue hecho prisionero. El pueblo, reconociendo en él a uno de los que habían ido de la Paz a incorporarse a Melgarejo, quiso matarlo. Belzu lo defendió y para mejor asegurar su vida, mandó llevarlo a palacio.
Aquella noche, habiendo al fin conseguido de Belzu el asentimiento deseado, el pueblo, secundado por Edelmira la heroica hija de Belzu, se entregó a los trabajos de fortificación.
Fantástico era el espectáculo que presentaba aquella noche la Paz. Hombres, mujeres y niños, todos acudían cargando adobes, piedras, y toda especie de materiales. Luego, transformados de cargadores en ingenieros, trabajaron toda la noche, a la luz de las fogatas alimentadas por los niños.
A la mañana siguiente, la plaza como por encanto, se hallaba circuida de fuertes barricadas, y el pueblo, ebrio de entusiasmo, armado solamente de ciento ochenta fusiles, se preparó a la pelea y esperó.
Así pasó el 26 de marzo. En la noche, Belzu visitaba las barricadas, donde fue recibido con gozosas aclamaciones, volvió a palacio, se acostó en su cama y durmió tranquilo, cual si ningún peligro lo amenazara. Cerca de él velaba su hija. La pobre niña, avezada a las catástrofes y profundamente inquieta, sentía sin embargo, abrirse su alma a la confianza, ante aquella impasible serenidad. No presentía que estaba velando el último sueño de un moribundo.
A las doce del siguiente día, Melgarejo llegaba al Alto. Los que estuvieron a su lado cuentan que al divisar la ciudad que se extendía abajo, fortificada y hostil, se detuvo para darse lo que es fama que él llama baño de inspiración: la embriaguez.
En efecto, cuanto ese hombre ha hecho hasta hora, absurdo o criminal, todo fue inspirado por ese degradante vicio. Entonces, por ejemplo, dicen que echando en torno una mirada recelosa, dijo a uno de los suyos.
-Hoy desconfío del ejército, y voy a anticipar un escarmiento, fusilando al primero que se me presente.
En ese momento el capitán Cortez, aquel oficial que mandaba la fuerza de guarnición vencida por el pueblo seis días antes, y que huyendo se ocultó en el pueblo de Achocalle, saliendo de su escondite alcanzó al ejército, y vino a presentarse a Melgarejo.
Verlo, mandar salir cuatro tiradores y ordenar hacerle fuego, fue asunto de un instante. En vano el desgraciado probó que había cumplido su deber hasta el fin, en la noche del 21; en vano viendo la inutilidad de su justificación, se asió desesperado a la capa de Melgarejo. Éste lo magulló a golpes con el cañón de su revólver; y uno de sus edecanes haciendo el oficio de verdugo, arrancó de las manos del desventurado, aquel paño, único resto de su esperanza. Entonces empezó sobre el pobre Cortez un fuego graneado que lo mató a pausas; y por encima de su cuerpo palpitante pasó el ejército, acabando de mutilarlo los acerados cascos de los caballos.
Después de este sangriento episodio, Melgarejo descendió del Alto y atacó las barricadas. El pueblo las defendió con un denuedo que puso en derrota al ejército.
El ataque preparado por Melgarejo conforme a un plan que cierto ingenioso sucrense le envió al enemigo, fue dirigido a la barricada de la Merced, penetrando por las puertas traseras del convento, forzadas a cañonazos, como las del templo mismo, que fue el teatro de un sangriento combate. Melgarejo se constituyó allí en persona, con sus mejores materiales de guerra, cañones, jefes y soldados ofreciéndolos en holocausto estéril a los tiros de la barricada, mientras él solo se mantenía a cubierto. Esto explica cómo en aquella matanza horrible que cubrió de cadáveres el atrio y una parte del templo, él solo quedó ileso.
Llegó en fin el momento en que faltó a Melgarejo la obediencia ciega del soldado, ante el espectáculo de la sangre que corría sin provecho alguno para los asaltadores de la plaza. Entonces, desesperado de todo expediente, hizo alto al combate, y fue a vagar solo por las inmediaciones desiertas que estaban al abrigo de los fuegos de la plaza. Ignoraba que allí donde había buscado un refugio se hallaba precisamente bajo los rifles de veinte valientes apostados en las bóvedas de la Merced, y mandados por el bravo Larrea, que les impidió matarlo, recordándoles la orden que tenían de Belzu para respetar su vida.
No menor resolución que entre los asaltadores de la barricada de la Merced, reinaba en todos los grupos del ejército agresor. Situados en torno de la plaza, contemplaban con espanto su desesperada posición. Hallábanse entre un pueblo pronto a lanzarse sobre ellos, y las balas de la barricada, certeras, inexorables. Su derrota estaba consumada, y no les quedaba ni el recurso de la fuga; pues los que pudieron huir, eran perseguidos por el pueblo, que, en la previsión de aquel caso, se hallaba fuera de barricadas. Así ninguno de ellos aspiraba a otra cosa que a una ocasión de rendirse, cualquiera que fuese, a todo trance o condición.
Convencidos con escarmiento de que las barricadas eran, no solo inexpugnables, sino inatacables, poseídos de esta certidumbre, cesó el fuego de ataque en todas direcciones.
Aprovechando este momento, el coronel Peña invitado a fraternizar con el pueblo, entró en la plaza con ciento treinta hombres de su cuerpo, no pasado sino vendido. Belzu los recibió con abrazos, y prohibió el desarme de los rendidos: imprudencia ajena de un veterano, y que tan caro debía pagar luego.
Es indecible el gozo que se apoderó de los soldados al penetrar en la plaza, viéndose recibidos con tan magnánimas demostraciones de simpatía.
Los soldados apostados en otras direcciones siguieron el ejemplo de los primeros: se presentaron rendidos en las barricadas, que les dieron entrada franca; y bien pronto el palacio en que se hallaba Belzu, y sus inmensos salones se llenaron de jefes y soldados, que estrechándose en torno de él y mezclados con los defensores de la plaza, formaron una delirante confusión de abrazos y aclamaciones.
Esta escena, aunque tornó la suerte de ese día en sangre y luto para los vencedores, y por largo tiempo en ruina y exterminio para Bolivia, será también un timbre de gloria para los nobles hijos del Illimani. El terrible desenlace de esa jornada habrá servido al menos, para realzar la virtud y el heroísmo de ese pueblo que venció por su valor y sucumbió por su magnanimidad. ¡Enorgullécete Paz, Níobe trágico y sublime de los Andes! aun cayendo, conquistaste siempre un nombre inmortal. Y tú, grande y gloriosa víctima de ese día; regocíjate que tu sangre no habrá corrido en vano para el porvenir de esa tierra que te fue tan querida.
Mientras Belzu, se adormecía imprudente, al arrullo de aquella inmensa ovación, por las barricadas abandonadas ya, en la certeza del triunfo, entraban y salían emisarios que informaron a Melgarejo del estado de la plaza, y de la insensata confianza que embargaba a Belzu en aquel momento decisivo. Eran estos, jefes y oficiales, desecho del ejército en épocas anteriores, recogidos por Melgarejo, y que aviniéndose mal con el triunfo de Belzu, penetraron pérfidamente con el objeto de provocar una reacción en el ejército rendido, una vez que esta era ya superior en armas y número a los defensores de la plaza.
Melgarejo que un momento antes solo y abandonado quería darse un balazo, para escapar a la vez de la vergüenza y de la ira del pueblo, doblemente reanimado ahora, por la esperanza y por el alcohol, que en casos dados es para él un motor de coraje, tuvo una idea; idea siniestra que irradió en su estrecho cerebro, como la luz que enciende la noche en la pupila del tigre.
Rondando en torno de la plaza, por calles desiertas, volviose de repente a los pocos húsares que lo acompañaban y les ordenó seguirlo.
Bajo la pendiente calle a espaldas de la Merced, costeando sus muros; torció a la derecha, y se presentó en la barricada que cerraba la calle de las Cajas.
Por desgracia, los soldados que la guardaban, arrastrados por el contagio de la funesta confianza de Belzu, habían abandonado su puesto, y mezclados con los rendidos llenaban en ese momento la plaza.
Tan desierta estaba la barricada que los húsares tuvieron tiempo para derribar los adobes necesarios al paso de los caballos.
Melgarejo no fue apercibido hasta que llegó al ángulo de la plaza. Allí un grupo de soldados lo detuvo; pero él vivó a Belzu, y estos le dieron paso.
La súbita presencia de Melgarejo en el patio de palacio pasmó a todos, soldados y paisanos. Lo creían prófugo y de repente lo veían allí. Así, unos lo juzgaban prisionero, otros que rendido venía a presentarse a Belzu.
Este, al saber lo que ocurría, creyó lo mismo; y dio orden para que lo dejaran entrar, reiterando la orden que ya había dado para que no se le ofendiera en manera alguna. Y cuando uno de los suyos (Machicado) lo insultó en la escalera de palacio, y lo asió por el cuello, Belzu mandó a su sobrino para que prohibiera en su nombre el tocar siquiera a la persona de Melgarejo.
Cuatro veces había salvado la vida a ese hombre: y tenía por aquella existencia el apego simpático que nos inspiran los objetos librados por nosotros de la destrucción.
Pero la muerte de Machicado, que cayó bajo la espada de Melgarejo, puso de manifiesto el carácter con que este entraba.
Los paisanos, que habían ya dejado las armas, viéndose cercados de soldados, y creyendo en una traición preconcebida, recurrieron a la fuga; y estos hallándose dueños del sitio, y al frente suyo el jefe que un momento antes los mandaba, obedecieron maquinalmente a la reacción.
Aprovechando este momento de asombro, Melgarejo subió hasta la antesala que precede al gran salón de palacio.
Belzu ignoraba lo que en ese momento acababa de pasar, lleno de confianza y desarmado, salió a recibir al funesto huésped, y le tendió los brazos. El coronel Campero que precedía de un paso a Melgarejo, interceptó aquel abrazo.
Melgarejo entonces en voz baja, dio orden a dos rifleros que habían subido con él, de hacer fuego sobre Belzu. Estos no obedecieron.
En ese momento Belzu, separándose de los brazos de Campero, los tendió de nuevo a Melgarejo.
-Está usted libre -comenzó a decirle. Pero a las primeras palabras la voz se extinguió en su labio y cayó al suelo bañado en sangre.
Melgarejo había sacado de su seno un revólver, y mientras con el brazo derecho simulaba un abrazo, con su mano izquierda le atravesó las sienes con una bala que produjo la muerte instantánea.
Después de este crimen, Melgarejo saliendo a la galería que se abre sobre el patio, gritó:
-Belzu ha muerto.
Estas palabras consumaron la reacción. El asesino huyó de aquel sitio, espantado por la sombra de Belzu, cuyo cadáver, recogido con religiosa veneración, fue trasladado a su casa, seguido por una multitud de pueblo, que no arredraba la tromba de balas que barría las calles, acribillando a los fugitivos vencedores, de la plaza.
En un salón convertido en capilla ardiente, el cadáver de Belzu yacía rodeado del triple silencio de la noche, de la muerte y del dolor.
Hacia fuera, en la calle, al otro lado de la puerta cerrada, oíase un rumor que iba creciendo gradualmente y que a la primera luz del alba se tornó formidable. Muy luego, golpes espantosos sacudieron aquella puerta que amenazó caer. Abierta al fin, una inmensa multitud invadió el patio y las escaleras; y precipitándose en el salón mortuorio, se arrojó sobre el cadáver exhalando gritos de dolor. Allí permaneció tres días, renovándose sin cesar, gimiendo, amenazando.
Asustado Melgarejo ante la audacia de aquel dolor popular, pretendió hacer a Belzu los honores fúnebres que prescribía su rango. El pueblo declaró que no lo consentiría; y que daría muerte al soldado que se atreviera a seguir el convoy fúnebre. Y apoderado del cadáver, el pueblo lo revistió de las insignias del supremo mando, y lo llevó en procesión a su última morada.
Así pasó a la tumba y a la historia aquel hombre que pudo gloriarse de haber fanatizado y hecho eterno el más inconstante de los sentimientos humanos, el amor popular.
La distinguida señora, la pobre obrera, el artesano, el mendigo, guardan entre los relicarios venerados de su piedad, el retrato de Belzu. Penetrad en el interior de las punas, y veréis en las chozas de los miserables indios, arder devotas lámparas ante su imagen.
El solo vínculo que puede unir entre sí, a los pueblos de Bolivia, antagonistas en intereses y carácter, es el sentimiento democrático; y Belzu era el primero, el último y poderoso representante de ese sentimiento, que fue el secreto de la mágica influencia que ejercía y ejercerá todavía largo tiempo en el alma del pueblo.
Hoy solo quedan allí caudillos locales, que para sublevar las multitudes se ven obligados a representar recuerdos nefastos, y a predicar en teorías y hechos la disolución.
Ojalá que aquella catástrofe, y el holocausto de ese protagonista de la democracia cierren el drama terrible entre Caín y Abel, que se repite en ese país con espantosa frecuencia.
Bolivia en pleno siglo diez y nueve, parece vivir todavía bajo el inexorable numen de la fatalidad mitológica. Su prolongada y sangrienta tragedia reproduce hoy todos los horrores que refleja en nuestros días el teatro antiguo; y sus hijos ofrecen en espectáculo al mundo de los cristianos otros tantos Orestes y Agamenones, Eteocles y Polinices. Sus presidentes pasan a nuestra vista como los reyes de Macbeth, brotando sangre y protestando contra el crimen que les arrancó la vida.
¿Cuál será el término de este cúmulo de horrores? ¿dónde nos conducirá?
¡Haga el señor, como en el Génesis, de ese caos nacer la luz!