Batalla de frailes

Tradiciones peruanas - Quinta serie
Batalla de frailes​
 de Ricardo Palma


La fama de mansedumbre que disfrutan los hijos del seráfico, nada tiene de legítima, si nos atenemos al relato de varios cronistas, así profanos como religiosos. Lean ustedes, y díganme después si los franciscanos han sido o no gente de pelo en pecho.

En 1680 llegó a Lima fray Marcos Terán, investido con el carácter de comisario general, a fin de poner en vigencia la real cédula que ordenaba la alternabilidad en la guardianía; es decir, que para un período había de nombrarse un fraile criollo o nacido en América, y para el siguiente un hijo de los reinos de España.

Esta justa y política disposición del monarca levantó entre los humildes franciscanos la misma polvareda que en las otras religiones. El padre Terán era hombre de no volverse atrás por nada; y en la noche del 10 de julio los seráficos penetraron tumultuosamente en su celda, y lo amenazaron de muerte si no daba por válida la elección que ellos, por sí y ante sí, acababan de hacer en la persona del padre Antonio Oserín. Revistiose el comisario de energía, pidió auxilio de tropa al arzobispo virrey Liñán de Cisneros, metió en la jaula al electo y a los principales motinistas, y sin dar moratorias los despachó desterrados a Chile en un navío que casualmente zarpaba al otro día para Valparaíso.

Con este golpe de autoridad creyó fray Marcos haber cortado la cabeza a la hidra de la anarquía; pero se equivocó de medio a medio. La revolución estaba latente en la frailería.

Llegó la nochebuena de la Pascua de diciembre, y los demagogos resolvieron dársela mala a su paternidad.

En efecto, después de las once de la noche se armó la gorda. Trescientos hombres entre frailes, novicios, legos, devotos y demás muchitanga que en esos tiempos habitaba claustros, se encaminaron en tropel a la celda del comisario y pegaron fuego a las puertas, gritando desaforadamente:


«¡Juez de patarata,
quémate como rata!
¡Fraile de cuernos,
anda a arder en los infiernos!»


Afortunadamente para fray Marcos, un lego le dio aviso de la trama, dos minutos antes de estallar la tempestad, y apenas si tuvo tiempo su paternidad para escapar a medio vestir por el techo, y dejarse caer al patio de una casita en la calle de la Barranca, y de allí encaminarse a Palacio para poner en conocimiento de su excelencia lo que ocurría.

No tuvo igual dicha el fraile que, en calidad de secretario, acompañaba a Terán y que habitaba con él en la misma celda. El infeliz murió achicharrado.

Entretanto, el gobierno había mandado tocar a rebato, y todo era carreras y laberinto por esas calles. Se mandó venir del Callao tres compañías de las encargadas de la custodia del presidio, y con ellas y la tropa existente en Lima ocupó el virrey la plazuela de San Francisco.

Las calles vecinas estaban invadidas por el pueblo, que abiertamente simpatizaba con los incendiarios.

Los frailes, encerrados en su convento o fortaleza, no se habían echado a dormir sobre sus laureles, sino que con gran actividad hacían aprestos de guerra, y armados de trabuquillos y piedras coronaban las torres.

Así las cosas, a las nueve de la mañana dispuso el gobierno que dos compañías escalasen el convento por las calles del Tigre y de la Soledad, mientras el grueso del ejército permanecía en la plazuela, llamando la atención del enemigo y listo para acudir al sitio donde las peripecias del combate lo reclamaran.

Aquella estrategia del virrey arzobispo habría dado envidia a Napoleón I.

Los frailes, bisoños en el arte de la guerra, que ciertamente no es mascujar el latín de un libro de horas, se hallaron, cuando menos lo esperaban, con el enemigo dentro de casa, a retaguardia y por su flanco; pero lejos de alebronarse y rendirse como mandrias, rompieron el fuego sobre la tropa, e hirieron a un oficial y tres soldados. Éstos contestaron, cayendo redondo un fraile e hiriendo a otro.

Entonces resolvieron los franciscanos abandonar las torres, y cargando con el muerto, bajaron a la iglesia, abrieron la puerta, y en procesión con cruz alta y ciriales condujeron el cadáver hasta la plaza Mayor.

Como el pueblo se había puesto del lado de los revolucionarios, temió el virrey arzobispo mayores conflictos, y a fuer de prudente, parlamentó con los frailes.

En buena lógica, éstos quedaron victoriosos; porque consiguieron no sólo que se ordenara el regreso de los desterrados, sino que el padre Terán se embarcara voluntariamente para Panamá.