Baladas españolas/Perico el ciego
Cantan los ciegos,
¡y lloramos nosotros
que la luz vemos!
TRUEBA.- El libro de los cantares.
I
Las gentes degeneradas
ya solo gustan de oír
historias desaliñadas,
o coplas desvergonzadas,
que en burlas hagan reír.
Cuentecillos de ladrones
y de mujeres perdidas;
romances y relaciones;
y las antiguas canciones
de nadie son oídas.
Y en vano el ciego se agarra
a su podrida guitarra,
y tañendo y punteando,
manos y voz se desgarra,
a todas horas cantando.
Buen patricio a su manera,
cantor de la hispana gloria,
le aflige y le desespera
que el pueblo olvide su historia,
y recordarla no quiera.
Nada moderno le agrada;
y habla y oye con desdén
a esta gente degradada,
que no le pregunta nada
del dos de Mayo y Bailén.
¡Pobre ciego! ¡Pobre Homero
de Cides y de Bernardos!
es español verdadero
y canta a españoles; pero,...
¡qué españoles tan bastardos!
Las blancas noches de estío,
cuando el pueblo vive y goza,
baja al Prado, baja al río,
y al pobre ciego, ¡Dios mío!
desdeña la gente moza.
Y en corro férvido y grato
rompiendo el aplauso apenas,
oye a otro ciego insensato
el vergonzoso relato
de mil historias obscenas.
Y más Perico se agarra
a su podrida guitarra,
y su perro fiel ahúlla,
y aunque su voz se desgarra
¡ay! la confunde la bulla.
Y al fin el sueño le agobia
sin tocar su seca mano
el busto de un rey cristiano,
que le diga en castellano:
-Hijo soy yo de Segovia.
-Y juntos el perro y él
a su bohardilla se van,
a partir, con mano fiel
negros mendrugos de pan,
más negros que su mantel.
II
El hambre es mal consejero
del hombre desesperado;
por culpa de Don Dinero
se hace ladrón el honrado
y villano el caballero.
Pero el de buen corazón
que firme virtud esmalta,
no sabe hacerse ladrón,
y busca lo que le falta
en la santa religión.
Por las calles de la villa
camina Perico a tientas,
con su perro y su varilla,
y es triste el color que brilla
en sus facciones hambrientas.
Llega a un pórtico elevado,
lleno de placer inmenso
el ciego desventurado,
que busca un templo sagrado,
y olor hay allí de incienso.
Con sus zapatos de plata,
y su manto de escarlata
allí está Santa Cecilia,
a quien adora y acata
la trovadora familia.
Perico también la adora,
y en sus tristezas mayores
su ayuda eficaz implora,
como a santa protectora
de músicos y cantares.
Al punto a su fiel guitarra
entusiasmado se agarra,
y canta, puesto de hinojos,
con voz que el dolor desgarra
y lágrimas en los ojos:
Madre amorosa del cantor doliente,
tú que sostienes su inspirado vuelo,
y el himno humilde que su labio exhala
llevas al cielo;
Dame siquiera que a tus pies espire
blanda armonía para ti exhalando,
y ya que el ciego sin ventura muera,
muera cantando.
Ve que el vivir en tan aciagos días,
es a mis hombros insufrible carga,
que ya el dolor en odio se convierte
y en hiel amarga.
El pueblo imbécil de su Dios se olvida,
y tiene el nombre de su patria en poco,
y de sus padres el honor desdeña,
mísero y loco.
Yo le perdono su desden impío:
a él su desdicha como a mí me abona.
¡Cantar! ¡cantar en tan menguados días
santa patrona!
¿Altares ves? al oro se levantan;
¿Amores, ves? el oro es su tesoro;
¡el oro es Dios! ¡es alma! ¿quién supiera
cantar al oro?
A la par que el ciego canta
en los labios de la santa
se dibuja una sonrisa,
leve espuma que levanta
sobre las olas la brisa.
Y cuando en su horror del oro
llanto de fe y arrebato
mezclaba al cantar sonoro
hízole la santa el coro,
arrojándole... un zapato.
¡Oh venturoso Perico!
¡oh cantador sin igual!
¡bien haya tu dulce pico!
ya por un don celestial,
pobre Perico, eres rico.
III
En el siglo diez y nueve
nadie a tener fe se atreve,
y no hay quien milagros crea...
¡Cómo! ¡una santa se mueve!
inverosímil idea.
¡Y su zapato de plata
arroja desde el altar,
en pago a una serenata...!
¿quién ha podido inventar
tan risible patarata?
-¡Alguacil! mete al inmundo
sacrílego autor del robo
en calabozo profundo.
Eso es burlarse del mundo...
¡ni que el mundo fuera bobo!
IV
Un cadalso se levanta
en la puerta de Toledo;
allí el ladrón de la santa
ejemplo va a dar y miedo,
muriendo por la garganta.
Toda la Ronda está llena,
que siempre a Madrid le plugo,
villa ilustre, honrada y buena,
una función de verdugo
tanto como una verbena.
Y no pondré yo mancilla
por eso en la heroica villa:
sus tradiciones respeta:
donde tiene el rey su silla
no hay ladrones... de chaqueta.
En tosco sayo enfundado,
besando al Crucificado,
va caballero Perico
sobre un humilde borrico
con un religioso al lado.
-Hermanos, ¡muero inocente!
grita a la apiñada gente;-
y todos responden: -¡calla!-
y a poco un motín estalla
contra el ladrón impudente.
Un herege, alma sin par,
la rienda traba al borrico,
y así se atreve a esclamar:
-¿Qué hace la santa, Perico,
que no te viene a salvar?
Al cielo su faz levanta
Perico, y en su garganta
seca, resonó esta frase:
-Si la santa declarase...
-Pues que declare la santa.
Y ya no pudo seguir
el fraile su santa homilía,
que empezó el tumulto a hervir,
y todo el pueblo a decir:
-Declare Santa Cecilia.
Cogen del áspera rienda
al afrentoso animal,
y antes que el juez lo defienda
arrastran al criminal
a la iglesia reverenda.
V
El pobre ciego se agarra
a su podrida guitarra,
y canta, puesto de hinojos,
con voz que el dolor desgarra,
y lágrimas en los ojos:
Sublime protectora
de la familia
de cantores y músicos,
Santa Cecilia
Desde tu trono glorioso,
habla por mí,
que en un cadalso afrentoso
muero por ti.
El populacho insensato
lo escuchaba con desden,
que se convirtió en recato,
al ver que el otro zapato
la santa le dio también.
No faltando ¡voto a bríos!
quien dijera en tono grave
por no confesar que hay Dios:
-Es que la santa no sabe
que son de plata los dos.