Bailén (Pérez Galdós)/XXX
XXX
Una vez arriba, el ayo informó a los viajeros de lo que ocurría, y pasando adentro las tres señoras, el diplomático se quedó con D. Paco en el comedor.
-Aquí estamos consternados, Sr. D. Felipe -dijo el ayo-. Y si mi amo no parece el mundo habrá perdido en el fragor de horripilante batalla a un joven que prometía ser gran filósofo, y que ya era gran calígrafo.
-¡Demonio de contrariedad! -dijo el diplomático, sacando su caja de tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él-. Lo siento... a nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea Vd. la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija... ¡Ah! Sr. D. Francisco: yo he tenido una juventud muy borrascosa, como todo el mundo sabe, y hartas noticias tendrá Vd. de mis aventuras, pues no había en las cortes de Europa dama alguna, casada ni soltera, que no se me rindiese. Después de todo es una desgracia haber nacido con tal fuerza de atracción en la persona, Sr. D. Francisco; tanto que todavía... pero dejemos esto. Ahora no me ocupo más que del bienestar de mi idolatrada niña. Y a fe que si es cierto que no existe D. Diego, no por eso se quedará soltera; pues cartas tengo aquí del príncipe de Lichenstein, del archiduque Carlos Eugenio, del conde de Schöenbrunn y de otros esclarecidos jóvenes de sangre real pidiéndomela en matrimonio. Como yo tengo tantos amigos en las cortes de Europa, y en España mismo, pues... ya he sabido que las principales familias acogidas en Bayona o residentesen Madrid, se disputan la mano de mi hija. ¿La ha visto Vd., Sr. D. Francisco? ¿Ha observado usted en su cara los rasgos que indican la noble sangre mía y la de aquella hermosísima, cuanto desgraciada señora extranjera...? ¡Oh!, me enternezco, señor D. Francisco... Pero hablemos de otra cosa, cuénteme Vd. cómo ha sido esa batalla. ¿Conque hemos ganado? ¿Y hay capitulación? De modo que he llegado a tiempo. ¡Oh! Sr. D. Francisco, temo que hagan un desatino, si no les asisto con mis luces, porque los militares son tan legos en esto de tratados... Yo traigo un proyectillo, mediante el cual la Rusia ocupará Despeñaperros, España pasará a guarnecer las orillas del Don y de la Moscowa, y Prusia...
Cuando me marché, el diplomático continuaba calentando los cascos al buen D. Paco, que le ofreció algunos manjares y vino de Montilla para reparar sus fuerzas. Al salir de la casa, vi en la puerta de la calle a varios hombres, no de muy buena facha por cierto, uno de los cuales llegose a mí, y tomándome por el brazo, me dijo:
-¿Conoces tú a esa gente que acaba de llegar?
-No, Sr. de Santorcaz -repuse-. No sé qué gente es esa, ni me importa saberlo.
Apartámonos todos de la casa, y por el camino me dijo otra vez D. Luis que tendría mucho gusto en verme en las filas de su compañía.
Al día siguiente, que era el 20, nos ocupamos Marijuán y yo en buscar otra vez a nuestro amo. Uniósenos D. Paco, y el general español escribió un oficio a Dupont, rogándole que nos permitiera hacer indagaciones en el campamento francés, para ver si se encontraba allí a D. Diego, herido o muerto. Visitamos el hospital enemigo, y entre los heridos no había ningún español, lo cual nos desconsoló sobremanera. Yo no era el que menos se acongojaba con esta contrariedad, aunque sabía el casamiento de Inés. ¿Qué significaba aquel generoso sentimiento mío? ¿Era pura bondad, era puro interés por la vida del semejante, aunque fuese enemigo, o era un sentimiento mixto de benevolencia y orgullo, en virtud del cual yo, convencido de que Inés no amaba sino a mí, quería proporcionarme el gozo de ver a D. Diego despreciado por ella? Francamente, yo no lo sabía, ni lo sé aún.
Cuando recorrimos el campo francés, pudimos observar la terrible situación de nuestros enemigos. Los carros de heridos ocupaban una extensión inmensa, y para sepultar sus tres mil muertos, habían abierto profundas zanjas donde los iban arrojando en montón, cubriéndoles luego con la mortaja común de la tierra. Algunos heridos de distinción estaban en las Ventas del Rey; pero la mayor parte, como he dicho, tenían su hospital a lo largo del camino, y allí los cirujanos no daban paz a la mano para vendar y amputar, salvando de la muerte a los que podían.Los soldados sanos sufrían los horrores del hambre, alimentándose muy mal con caldos de cebada y un pan de avena, que parecía tierra amasada.
Todos anhelaban que se firmase de una vez la capitulación para salir de tan lastimoso estado; pero la capitulación iba despacio, porque los generales españoles querían sacar el mejor partido posible de su triunfo. Según oí decir aquel día cuando regresamos a Bailén, ya estaba acordado que se concediese a los franceses el paso de la sierra para regresar a Madrid, cuando se interceptó un oficio en que el lugarteniente general del Reino mandaba a Dupont replegarse a la Mancha. Comprendieron entonces los españoles que conceder a los franceses lo mismo que querían, era muy desairado para nuestras armas, y acordaron considerarles como prisioneros de guerra, obligándoles a entregar las armas. Pero aún el día 21 los contratantes del lado francés, generales Chabert y Marescot, y los del lado español, Castaños y conde de Tilly, no habían llegado a ponerse de acuerdo sobre las particularidades de la rendición.
También alcanzamos a ver a lo largo del camino la interminable fila de carros donde los imperiales llevaban todo lo cogido en Córdoba. ¡Funestas riquezas! Dicen algunos historiadores que si los franceses no hubieran llevado botín tan numeroso, habrían podido salvarse retirándose por la sierra; pero que el afán de no dejar atrás aquellos quinientos carros llenos deriquezas les puso en el aprieto de rendirse, con la esperanza de salvar el convoy. Yo no creo que los franceses hubieran podido escaparse con carros ni sin carros, porque allí estábamos nosotros para impedírselo; pero sea lo que quiera, lo cierto es que Napoleón dijo algún tiempo después a Savary en Tolosa, hablando de aquel desastre tan funesto al Imperio:
«Más hubiera querido saber su muerte que su deshonra. No me explico tan indigna cobardía sino por el temor de comprometer lo que había robado».
No nos atrevimos a volver a la casa con la mala noticia de que el niño no parecía, y seguimos visitando todos los contornos, para preguntar a la gente del campo. D. Paco estaba tan fatigado, que no pudiendo dar un paso más se arrojó al suelo; pero al fin pudimos reanimarle, y firmes en nuestra santa empresa, nos dirigimos al campamento de Vedel, con otro oficio del general Reding. Mas vino la noche y los centinelas no nos dejaron pasar, viéndonos por esto obligados a diferir nuestra expedición para el día siguiente muy temprano. Ni Marijuán, ni D. Paco ni yo teníamos esperanza alguna, y considerábamos al mayorazgo perdido para siempre.
Desde que amaneció corrían voces de que la capitulación estaba firmada, y más nos lo hacía creer lacircunstancia de que varios oficiales pasaron frecuentemente de un campo a otro, trayendo y llevando despachos.
No distábamos mucho de la ermita de San Cristóbal, cuando advertimos gran movimiento en el ejército de Vedel. Apretando el paso hasta que les tuvimos muy cerca, observamos que camino abajo venía hacia nosotros un joven saltando y jugando, con aquella volubilidad y ligereza propia de los chicos al salir de la escuela. Corría a ratos velozmente, luego se detenía y acercándose a los matorrales sacaba su sable y la emprendía a cintarazos con un chaparro o con una pita; luego parecía bailar, moviendo brazos y piernas al compás de su propio canto, y también echaba al aire su sombrero portugués para recogerlo en la punta del sable.
-¡Qué veo! -exclamó D. Paco con súbita exaltación-. ¿No es aquel mozalbete el propio D. Diego, no es mi niño querido, la joya de la casa, la antorcha de los Rumblares...? Eh... D. Dieguito, aquí estamos... venid acá.
En efecto, cuando estuvimos cerca, no nos quedó duda de que el mozuelo bailarín era D. Diego en persona. Él nos vio y al punto vino corriendo para abrazarnos a todos con mucha alegría.
-Venid acá, venid a mis brazos, esperanza del mundo -exclamó D. Paco, loco de contento-. ¡Si supiera Vd. cómo está mamá! ¡Buen susto nos hadado el picaroncillo!... ¿Pero qué ha sido eso, niño? ¿Estaba usía prisionero?
-Me cogieron prisionero junto a la ermita -dijo D. Diego-. ¿Pero estás vivo, Gabriel, y tú también, Marijuán? Yo creí que os habían matado en aquella furiosa carga. ¿Y Santorcaz?... Pero os contaré lo que me pasó. Después de la carga, y cuando entró la caballería de España, quedé a retaguardia del regimiento; se me murió el caballo y corrí a las filas del regimiento de Irlanda. Cuando vinimos aquí nos cogieron prisioneros los franceses, y yo les dije tantas picardías que quisieron fusilarme.
-¡Qué horror! -exclamó D. Paco-. Pero veo que es Vd. un héroe, oh mi niño querido. Creo que la mamá piensa dirigir una exposición a la Junta para que le den a Vd. la faja de capitán general.
-Me iban a fusilar -continuó el rapaz-, cuando un oficial francés tuvo lástima de mí y me salvó la vida. Después lleváronme a sus tiendas donde me dieron vino, y...
-Vamos, vamos pronto a casa, y allí contará Vd. todo -dijo D. Paco-. ¡Qué alegría! Volemos, señores. ¡Cuando la señora condesa sepa que le hemos encontrado!... ¡Ah! ¿No sabe Vd. que está ahí su novia?... ¡Qué guapísima es!... La pobre no cesa de llorar la ausencia del niño, y si no hubiese Vd. parecido, creo que la tendríamos que amortajar. Vamos, vamos al punto.
Corrimos todos a Bailén muy contentos. Al llegar al pueblo, uno de nosotros propuso anticiparse para anunciar a doña María la fausta nueva; pero no permitió D. Paco que nadie sino él en persona se encargase de tan dulce comisión, y con sus piernas vacilantes corrió hasta entrar en la casa diciendo con desaforados gritos: -¡Ya pareció, ya pareció!
Cuando nosotros llegamos con el joven, todos salieron a recibirle, excepto Amaranta, a quien un fuerte dolor de cabeza retenía en su cuarto. Era de ver cómo los criados, las hermanitas y la misma doña María, sin poder contener en los límites de la dignidad su maternal cariño, le abrazaban y besaban a porfía; y uno le coge, otro le deja, durante un buen rato le estrujaron sin compasión. Al fin reuniéndose todos, inclusos los huéspedes en la sala baja, don Diego fue solemnemente presentado a su novia. No puedo olvidar aquella escena que presencié desde la puerta con otros criados, y voy a referirla.