XXVI

Hallándome desmontado, me dirigí a buscar un puesto entre las escoltas de la artillería o en el servicio de municiones que se hacía precipitadamente porlos tambores entre los carros y las piezas. Al dar los primeros pasos, advertí el extraordinario decaimiento de mis fuerzas físicas; no podía tenerme en pie, y el ardor de mi sangre llegado a su último extremo, me paralizaba cual si estuviese enfermo. No es propio decir que hacía calor, porque esta frase común al verano de todos los países europeos es inexpresiva para indicar la espantosa inflamación de aquella atmósfera de Andalucía en el día infernal que presenció la batalla de Bailén. El efecto que hacía en nuestros cuerpos era el de una llamarada que los azotaba por todos lados: la cara se nos abrasaba como cuando nos asomamos a un horno encendido, y deshechos en sudor, nuestros cuerpos hervían, descomponiéndose la economía entera, desde el instante en que fuertes excitaciones del espíritu dejaban de sostenerla.

Cuando me encontré a pie y a alguna distancia del combate, que seguía con ventaja para los españoles, empecé a sentir vivamente y de un modo irresistible el aguijón candente de la sed que horadaba mi lengua, y la corriente de fuego que envolvía mi cuerpo. Esto me daba tal desesperación, que de prolongarse mucho hubiérame impelido a beber la sangre de mis propias venas. Por ninguna parte alcanzaba a ver la gente del pueblo que antes trajera cántaros con agua, y al buscar con ansiosa inspiración en el seco aire una partícula de agua, bebía y respiraba oleadas de polvo abrasador.

Por un rato perdí la exaltación guerrera y el furor patriótico que antes me dominaban, para no pensar más que en la probabilidad de beber, previendo las delicias de un sorbo de agua, y anhelando apagar aquellas ascuas pegajosas que revolvía en mi boca. Con este deseo caminé largo trecho ante las filas de retaguardia del centro: los soldados de los regimientos que allí se rehacían para salir de nuevo al frente, clamaban también pidiendo agua. Vimos con alegría que desde el pueblo venían corriendo algunos soldados con cubos; pero al punto se nos dijo que aquella agua no era para nosotros; era para otros sedientos, cuyas bocas necesitaban refrescarse antes que las nuestras, si el combate había de tener buen éxito; era para los cañones.

La resistencia enérgica de las dos piezas del ala derecha, combinadas con las seis de la batería central, y el auxilio de la caballería atacando por el flanco la línea enemiga, hizo que esta fuese rechazada, a pesar de su frente compacto e incomparable bravura. Los franceses se retiraron, dejándose perseguir y desposicionar por la infantería y caballos de nuestra derecha. Harto se conocía este resultado en los gritos de alegría, en aquel concierto de injurias con que el vencedor confirma la catástrofe del vencido, cuando este vuelve la espalda. El sitio donde yo estaba se vio despejado por el avance de nuestras tropas, y en casi todos los jefes que allí había observétal expresión de gozo que sin duda consideraban asegurada la victoria. ¡Oh momento feliz! Ya se podía pensar en beber. ¿Pero dónde?

Después del avance de nuestras tropas, que no ocuparon enteramente las posiciones francesas por ofrecer esto algún peligro, los soldados del regimiento de Órdenes divisaron una noria, en el momento en que los franceses que durante la acción la habían ocupado se hallaban en el caso de abandonarla. Vieron todos aquel lugar como un santuario cuya conquista era el supremo galardón de la victoria, y se arrojaron sobre los defensores del agua escasa y corrompida que arrojaban unos cuantos arcaduces en un estanquillo. Los enemigos, que no querían desprenderse de aquel tesoro, le defendían con la rabia del sediento. Apenas disparados los primeros tiros, otros muchos franceses, extenuados de fatiga, y encontrándose ya sin fuerzas para combatir si no les caía del cielo o les brotaba de la tierra una gota de agua, acudieron a beber, y viéndola tan reciamente disputada, se unieron a los defensores.

Yo oí decir: «¡Allí hay agua, allí se están disputando la noria!» y no necesité más. Lanceme y conmigo se lanzaron otros en aquella dirección; tomé del suelo un fusil que aún apretaba en sus manos un soldado muerto, y corrí con los demás a todo escape en dirección a la noria. Penetramos en un campo a medio segar, a trechos cubierto de altos trigos secos, atrechos en rastrojo. La lucha en la noria se hacía en guerrillas; acerqueme a la que me pareció más floja, y desprecié la vida lleno mi espíritu del frenético afán de conquistar un buche de agua. Aquel imperio compuesto de dos mal engranadas ruedas de madera, por las cuales se escurría un miserable lagrimeo de agua turbia, era para nosotros el imperio del mundo. La hidrofagia, que a veces amilana, a ratos también convierte al hombre en fiera, llevándole con sublime ardor a desangrarse por no quemarse.

Los franceses defendían su vaso de agua, y nosotros se lo disputábamos; pero de improviso sentimos que se duplicaba el calor a nuestras espaldas. Mirando atrás, vimos que las secas espigas ardían como yesca, inflamadas por algunos cartuchos caídos por allí, y sus terribles llamaradas nos freían de lejos la espalda. «O tomar la noria o morir», pensamos todos. Nos batíamos apoyados contra una hoguera, y la hambrienta llama, al morder con su diente insaciable en aquel pasto, extendía alguna de sus lenguas de fuego azotándonos la cara. La desesperación nos hizo redoblar el esfuerzo porque nos asábamos, literalmente hablando; y por último, arrojándonos sobre el enemigo resueltos a morir, la gota de agua quedó por España al grito de «¡Viva Fernando VII!».

Por un momento dejamos de ser soldados, dejamos de ser hombres, para no ser sino animales. Si cuando sumergimos nuestras bocas en el agua, hubieravenido un solo francés con un látigo, nos habría azotado a todos, sin que intentáramos defendernos. Después de emborracharnos en aquel néctar fangoso, superior al vino de los dioses, nos reconocimos otra vez en la plenitud de nuestras facultades. ¡Qué inmensa alegría!, ¡qué rebosamiento de fuerza y de orgullo!

¿Pero habíamos vencido definitivamente a los franceses? Cuando se disipó aquella lobreguez moral con que la horrible sequedad del cuerpo había envuelto el espíritu, nos vimos en situación muy difícil. Corriendo hacia la noria nos habíamos apartado de nuestro campo, y adviértase que si el ejército francés fue rechazado con grandes pérdidas, conservaba aún sus posiciones. ¿Iba a emprenderse nuevo ataque, haciendo el último esfuerzo de la desesperación? Creíamos que sí, y señales de esto notamos en el campo enemigo que teníamos tan cerca. Al punto corrimos desbandamente hacia el nuestro, que estaba algo lejos, y saltando por junto a los trigos incendiados, abandonamos la noria, por temor a que fuerzas más numerosas que las nuestras nos hicieran prisioneros.

Verdad que los franceses, no dando ya ninguna importancia a las acciones parciales, se ocupaban en organizar el resto y lo mejor de su fuerza para dar un golpe de mano, última estocada del gigante que se sentía morir. Corrimos, pues, hacia nuestro campo. Ya cerca de él, pasó rápidamente por delante de mí un caballo sin jinete, arrogante, vanaglorioso, conla crin al aire, entero y sin heridas, algo azorado y aturdido. Era un animal de pura casta cordobesa, lo mismo que el mío. Le seguí, y apoderándome de sus bridas, cuando volvía me monté en él: después de ser por un rato soldado de a pie, tornaba a ser jinete. Busqué con la vista el escuadrón más próximo, y vi que a retaguardia del centro se formaba en columna con distancias el de España. Entré en las primeras filas, a punto que dijeron junto a mí:

-Los generales franceses van a hacer el último esfuerzo. Dicen que hay unas tropas que todavía no han entrado en fuego, y son las mejores que Napoleón ha traído a España.

Efectivamente, el centro se preparaba a una defensa valerosa, y guarnecía sus baterías, distribuía los regimientos a un lado y otro, agrupando a retaguardia fuerzas considerables de caballería a retaguardia. Cuando esto pasaba, sentí un vivo clamor de la naturaleza dentro de mí, sentí hambre, pero ¡qué hambre!... Francamente, y sin ruborizarme, digo que tenía más ganas de comer que de batirme. ¿Y qué? ¿Este miserable hijo de España no había hecho ya bastante por su Rey y por su patria, para permitir llevarse a la boca un pedazo de pan?

Haciendo estas reflexiones, registré primero la grupera de mi cabalgadura allegadiza, donde no había más que alguna ropa blanca, y después las pistoleras, donde encontré un mendrugo. ¡Hallazgo incomparable!No satisfecho, sin embargo, con tan poca ración, llevé mis exploraciones hasta lo más profundo de aquellos sacos de cuero, y mis dedos sintieron el contacto de unos papeles. Saquelos, y vi un pequeño envoltorio y tres cartas, la una cerrada y las otras dos abiertas, todas con sobrescrito. Leí el primer sobre que se me vino a la mano, y decía así: «Al Sr. D. Luis de Santorcaz, en Madrid, calle de...».

Había montado en el caballo de Santorcaz.